Es medianoche en el Square Garden de la octava con la novena. Es medianoche y la luz tenue de la luna llena amenaza con invadir el espacio que ocupa la pequeña bombilla que colma el espejo. Ante éste, un rostro, una cara intacta a pesar de los golpes, intacta porque sus ojos han visto muchas más victorias que derrotas. Intacta porque no se puede destruir el oficio y el no temor a nada.
Ante el espejo el rostro de Martín, el boxeador invencible. La cúspide de la inmortalidad. Cualquiera que tuviese la suerte de observar la escena pensaría que se encuentra ante el momento cumbre de la concentración del luchador, ante el primer envite de la pelea, el que aunque es librado por dos contrincantes sólo se encuentra ante una persona. Pero Martín es especial, y mientras se mira al espejo esperando el aviso de su manager, sólo piensa en lo divertido que le pareció ayer el capítulo de los Tenembrauns y lo agradable que fue verlo, por primera vez, acompañado de alguien. La pelea le resulta algo secundario. No importa que se trate del Campeonato Mundial de los Pesos Pesados. Es un combate igual que tantos otros librados con anterioridad. Saldrá al ring, ejecutará sus cinco o seis movimientos favoritos, intentará aguantar las cuatro o cinco virtudes de su rival (del cual había olvidado el nombre a pesar de que esa misma mañana había sido el pesaje y se habían enzarzado en el clásico pique prering) y ganará como casi siempre o perderá como casi nunca. Nada nuevo al fin y al cabo, pase lo que pase.
Y Martín entra en el ring, la muchedumbre le grita. Hay división de opiniones. Es un boxeador particular, nada pasional, todo mecanicismo. Esto hace que no se trate de uno de los púgiles más queridos a pesar de su palmarés. En el otro lado Juneweather, campeón de los EEUU, y futuro héroe de la nación.
La pelea comienza y Martín no tiene la cabeza en el Garden, lo que se traduce en una tremenda paliza endosada a su rival. Sucesión de directos de derecha que culmina con un gancho de izquierda al costado de Juneweather que cae por primera vez a la lona. No sin esfuerzo, se redime y consigue levantarse en el octavo segundo de la cuenta arbitral. Se acaba el primer round y Martín impone su hegemonía.
En el descanso entre el primero y el segundo no ha recibido ni un golpe, por lo que tiene tiempo para pensar en lo agradable que fue la hamburguesa con queso que había degustado esa misma mañana, lo que le recordó la invitación a almorzar que le había hecho su primo, Terry, un tipo gracioso con el que congeniaba especialmente.
Había enlazado a Terry con el póker, y el póker con su viaje a Pasadena cuando casi sin darse cuenta había derribado de nuevo a Juneweather y el público jaleaba y silbaba, y parecía que el combate había acabado. Pero el norteamericano, al borde del KO, se aupa con la ayuda de las cuerdas.
Y en el descanso del segundo round su mente se queda en blanco, lo que provoca que escuche un testimonio esclarecedor dicho por una voz femenina. “Tienes que ganar Martín”. Y Martín de golpe y porrazo lo entiende todo, entiende la importancia del lugar en el que está, de la competición por la que lucha y de la gente que de él depende. Entiende el porqué de lo que hace y su prisma cambia radicalmente. De repente, y sin darse cuenta, está ante Juneweather, recibe un croché y no puede defenderse, intenta reaccionar pero no recuerda qué es lo que tenía que hacer ante una situación asi. Sólo recibe, recibe y recibe, de todos los colores, de todas las formas. Y en el cuarto ring, y sin poder pensar en otra cosa, se encuentra con la lona. Se encuentra con la derrota y sobre todo se encuentra con el miedo, el miedo a morir o el miedo a perder.
Era el miedo a ganar.
miércoles, 22 de junio de 2011
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Un boxeador tipo Vasileiadis. "No me des tiempo a pensar, que entonces fallo".
ResponderEliminarMola.