La primera vez que entró en el gran salón su nariz reaccionó
arrugándose ante el olor a desinfectante, meados blancos y sopor. Un ventilador
en el techo se balanceaba a cada vuelta y libraba una espectacular batalla
contra el calor. Parecía que la vida se había olvidado de pasar por aquel
lugar.
"¿Quiere un consejo?", le había preguntado su primer día de forma presumiblemente retórica una veterana enfermera, su única compañera durante el verano y, al fin y al cabo, su nueva jefa. "No les de pie, no les tome aprecio y no baje nunca la guardia. En cualquier momento pueden convertirse en su pesadilla. Todos y cada uno de los enfermos que hay aquí me han escupido, insultado o agredido al menos una vez. El dinero que se gana aquí es muy amargo y casi no está justificado". Deglutió el miedo y sonrió, agradeciendo el consejo y disimulando el desagrado que aquella aprensiva mujer le causaba.
Aquella era una residencia humilde que en verano se quedaba aproximadamente con media docena de enfermos. Los internos que no se iban de vacaciones solían ser personas con las capacidades muy mermadas o cuyas familias no podían darles la atención que requerían. Entre ellos, destacaba un señor muy alegre con un equívoco físico que a ratos parecía tener cuatro años y a ratos aparentaba haber pasado con creces el medio siglo. Era sordomudo de nacimiento y sufría frecuentes crisis de ausencia causadas por la epilepsia. El resto de la cuadrilla estaba formada por un esquizofrénico, un paciente especialmente agresivo con trastorno bipolar, un zoófilo catatónico, un enfermo con TOC y neurosis hacia los pies, un autista con trastorno histriónico de la personalidad y un paranoico que hacía un año se había amputado las piernas porque creía que el del TOC se las quería robar.
Ante tal pléyade exigente e impredecible, buscó la complicidad en cada paciente desde el primer día intentando usar la mano izquierda para encontrarle la espalda a sus defensivas actitudes. A base de no sobrepasar líneas y de apuntar siempre a la sien de los enemigos imaginarios de cada paciente, se fue convirtiendo en una cómplice más, en un apoyo dentro del hostil mundo que aparentemente los amenazaba. Y finalmente no era el lobo tan fiero como lo pintaban. En los dos meses que llevaba trabajando había conseguido cierta armonía y estabilidad en el trato con los pacientes y había hecho que todos se acostumbraran a su presencia. Incluso se podría decir, aunque jamás se atrevería a hacerlo en voz alta, que varios de ellos le empezaron a tomar cariño.
Esta situación que parecía estar transformando el triste ambiente del lugar, tenía verdaderamente contrariada a la veterana enfermera que en sus más de 25 años de trabajo jamás había llegado a tener tal grado de confianza con los enfermos. En poco tiempo había visto cómo "la guapita de la nueva" se había congraciado con todos haciéndola de menos, excediéndose en su trabajo. Incluso había ocasiones en las que algunos enfermos descansaban plácidamente o agradecían con una sonrisa las atenciones de la novata y un instante después, frente a la veterana, cambiaban totalmente la expresión y se revolvían violentamente. A finales del verano la situación se hizo insostenible para la jefa. Los celos y la envidia la tenían desquiciada. No soportaba la idea de que el trabajo de toda su vida se viera superado en unos pocos meses por las carantoñas y las boberías de una niñata. Fuera de sí y lejos de toda cordura quiso jugarle una trastada a su compañera. Un día, a hurtadillas y sin que se diera cuenta, le espolvoreó en la ensalada un soporífico que extrajo de uno de los blísteres de los pacientes. Lamentable y previsiblemente, la broma se le fue de las manos. Lo que debería haber acabado en un malestar y en un pesado sueño, acabó en tragedia. A media tarde la bisoña enfermera se disponía a subir a las habitaciones para despertar a los enfermos y bajarlos para la merienda. Ya casi en el segundo piso, con dos escalones por subir, le sobrevino un vértigo y perdió el equilibrio. Sin atino para agarrarse a la barandilla ni tiempo para reaccionar, la joven se precipitó escaleras abajo rodando. Cada uno de los escalones que la saludaron al pasar le dejaron un recuerdo bajo la piel. Cada centímetro de caída, cada milisegundo, cada golpe, cada raspadura. Cuando se detuvo su caída, había perdido varios dientes por el camino, se había destrozado una rodilla y una de sus asustadas costillas había ido a refugiarse de tanto golpe al calor de uno de sus pulmones. Casualmente en ese mismo momento salía de su habitación el alegre sordomudo que pudo ver el accidente y que, horrorizado e impotente, no supo qué hacer ni cómo avisar a nadie del desastre, así que corrió junto al inmóvil cuerpo de su enfermera preferida y se puso a llorar y a batir palmas.
Fue un milagro que la ambulancia tardara tan poco en llegar desde que la avisaran. También parece un milagro que todavía estuviera viva cuando se dispusieron a reanimarla, sin éxito, porque parecía estar en coma. La trasladaron inmediatamente al hospital donde, tras estabilizarla milagrosamente y tras cerciorarse de su evidente estado comatoso, le operaron la costilla y le cosieron las brechas. Siguieron días y semanas de recuperación, complicaciones médicas, la operación de rodilla, tejidos cicatrizando, picores e incomodidades. "Al menos está en coma", decía un médico, "ésa es la mejor y más barata anestesia que existe". El caso es que entre tanto milagro, los médicos pasaron por alto que en la caída la pobre enfermera se dañó gravemente el bulbo raquídeo y el puente troncoencefálico, quedando intactos su cerebro y su vigilia. Padecía el llamado síndrome de enclaustramiento y, para su desgracia, había estado despierta desde poco después del accidente, padeciendo cada segundo, cada operación y cada cura, rabiando por morirse de una puñetera vez o al menos por desmayarse del dolor. Vivía una muerte, con la mente y los sentidos encerrados en un trozo de carne dolorido.
Un día, una suave voz masculina, que le resultaba familiar de todos los días que llevaba en el hospital, se acercó a su oreja persiguiendo la humedad de un aliento pegajoso que parecía estar manchándole hasta el alma. "¿Sabes, princesa? Una de las ventajas de que estés en coma es que para hacértelo no tengo ni que darte un beso".
"¿Quiere un consejo?", le había preguntado su primer día de forma presumiblemente retórica una veterana enfermera, su única compañera durante el verano y, al fin y al cabo, su nueva jefa. "No les de pie, no les tome aprecio y no baje nunca la guardia. En cualquier momento pueden convertirse en su pesadilla. Todos y cada uno de los enfermos que hay aquí me han escupido, insultado o agredido al menos una vez. El dinero que se gana aquí es muy amargo y casi no está justificado". Deglutió el miedo y sonrió, agradeciendo el consejo y disimulando el desagrado que aquella aprensiva mujer le causaba.
Aquella era una residencia humilde que en verano se quedaba aproximadamente con media docena de enfermos. Los internos que no se iban de vacaciones solían ser personas con las capacidades muy mermadas o cuyas familias no podían darles la atención que requerían. Entre ellos, destacaba un señor muy alegre con un equívoco físico que a ratos parecía tener cuatro años y a ratos aparentaba haber pasado con creces el medio siglo. Era sordomudo de nacimiento y sufría frecuentes crisis de ausencia causadas por la epilepsia. El resto de la cuadrilla estaba formada por un esquizofrénico, un paciente especialmente agresivo con trastorno bipolar, un zoófilo catatónico, un enfermo con TOC y neurosis hacia los pies, un autista con trastorno histriónico de la personalidad y un paranoico que hacía un año se había amputado las piernas porque creía que el del TOC se las quería robar.
Ante tal pléyade exigente e impredecible, buscó la complicidad en cada paciente desde el primer día intentando usar la mano izquierda para encontrarle la espalda a sus defensivas actitudes. A base de no sobrepasar líneas y de apuntar siempre a la sien de los enemigos imaginarios de cada paciente, se fue convirtiendo en una cómplice más, en un apoyo dentro del hostil mundo que aparentemente los amenazaba. Y finalmente no era el lobo tan fiero como lo pintaban. En los dos meses que llevaba trabajando había conseguido cierta armonía y estabilidad en el trato con los pacientes y había hecho que todos se acostumbraran a su presencia. Incluso se podría decir, aunque jamás se atrevería a hacerlo en voz alta, que varios de ellos le empezaron a tomar cariño.
Esta situación que parecía estar transformando el triste ambiente del lugar, tenía verdaderamente contrariada a la veterana enfermera que en sus más de 25 años de trabajo jamás había llegado a tener tal grado de confianza con los enfermos. En poco tiempo había visto cómo "la guapita de la nueva" se había congraciado con todos haciéndola de menos, excediéndose en su trabajo. Incluso había ocasiones en las que algunos enfermos descansaban plácidamente o agradecían con una sonrisa las atenciones de la novata y un instante después, frente a la veterana, cambiaban totalmente la expresión y se revolvían violentamente. A finales del verano la situación se hizo insostenible para la jefa. Los celos y la envidia la tenían desquiciada. No soportaba la idea de que el trabajo de toda su vida se viera superado en unos pocos meses por las carantoñas y las boberías de una niñata. Fuera de sí y lejos de toda cordura quiso jugarle una trastada a su compañera. Un día, a hurtadillas y sin que se diera cuenta, le espolvoreó en la ensalada un soporífico que extrajo de uno de los blísteres de los pacientes. Lamentable y previsiblemente, la broma se le fue de las manos. Lo que debería haber acabado en un malestar y en un pesado sueño, acabó en tragedia. A media tarde la bisoña enfermera se disponía a subir a las habitaciones para despertar a los enfermos y bajarlos para la merienda. Ya casi en el segundo piso, con dos escalones por subir, le sobrevino un vértigo y perdió el equilibrio. Sin atino para agarrarse a la barandilla ni tiempo para reaccionar, la joven se precipitó escaleras abajo rodando. Cada uno de los escalones que la saludaron al pasar le dejaron un recuerdo bajo la piel. Cada centímetro de caída, cada milisegundo, cada golpe, cada raspadura. Cuando se detuvo su caída, había perdido varios dientes por el camino, se había destrozado una rodilla y una de sus asustadas costillas había ido a refugiarse de tanto golpe al calor de uno de sus pulmones. Casualmente en ese mismo momento salía de su habitación el alegre sordomudo que pudo ver el accidente y que, horrorizado e impotente, no supo qué hacer ni cómo avisar a nadie del desastre, así que corrió junto al inmóvil cuerpo de su enfermera preferida y se puso a llorar y a batir palmas.
Fue un milagro que la ambulancia tardara tan poco en llegar desde que la avisaran. También parece un milagro que todavía estuviera viva cuando se dispusieron a reanimarla, sin éxito, porque parecía estar en coma. La trasladaron inmediatamente al hospital donde, tras estabilizarla milagrosamente y tras cerciorarse de su evidente estado comatoso, le operaron la costilla y le cosieron las brechas. Siguieron días y semanas de recuperación, complicaciones médicas, la operación de rodilla, tejidos cicatrizando, picores e incomodidades. "Al menos está en coma", decía un médico, "ésa es la mejor y más barata anestesia que existe". El caso es que entre tanto milagro, los médicos pasaron por alto que en la caída la pobre enfermera se dañó gravemente el bulbo raquídeo y el puente troncoencefálico, quedando intactos su cerebro y su vigilia. Padecía el llamado síndrome de enclaustramiento y, para su desgracia, había estado despierta desde poco después del accidente, padeciendo cada segundo, cada operación y cada cura, rabiando por morirse de una puñetera vez o al menos por desmayarse del dolor. Vivía una muerte, con la mente y los sentidos encerrados en un trozo de carne dolorido.
Un día, una suave voz masculina, que le resultaba familiar de todos los días que llevaba en el hospital, se acercó a su oreja persiguiendo la humedad de un aliento pegajoso que parecía estar manchándole hasta el alma. "¿Sabes, princesa? Una de las ventajas de que estés en coma es que para hacértelo no tengo ni que darte un beso".
P.D: Suavecito y de colega.
"Pa que yo no me folle a una tía por tener hongos, tiene que tener en el potorro una inmobiliaria de David el Gnomo"
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