sábado, 2 de abril de 2011

Gorazde

Me asusté cuando vi a los perros. Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero me asusté. Estábamos en el “otro” lado del río. Hacia el que cruzaron los serbios. No el que tenían directamente bajo la montaña. Precisamente por eso, por estar más alejado, era el que atacaban con morteros, obuses y armas más pesadas. Las lascas y huellas que se veían en esos edificios eran bastante más grandes y floridas que las de la otra orilla.
Curro y yo estábamos en un cruce a la altura del segundo puente. Lo veíamos, de hecho. No había casi nadie en las calles, y entonces aparecieron. Eran varios, y venían de sitios distintos. Supongo que esa mezcla soledad en un cruce tan amplio, los canes deambulando y la visión directa de las montañas fue lo que me despertó el subconsciente. Perros hambrientos devorando cadáveres (los francotiradores no disparaban a los perros), techos hundidos por las bombas, huellas de explosiones rodeando las ventanas, paredes agujereadas. Además, como en cualquier sitio de los Balcanes, no es difícil imaginarse la escena. A poco que observes, los restos están ahí.

Tampoco podía olvidar dónde estábamos. Gorazde. Probablemente, ahí empezó todo para mí. Claro que hubo otras lecturas antes, otros vídeos… pero no creo que hubiera ido a Yugoslavia, o al menos tan rápido, si no fuera por ese cómic. Joe Sacco nos había llevado directamente hasta allí, la cuna de nuestra obsesión. Habíamos estado conduciendo todo el día, desde que salimos de Mostar y Blagaj, y no habíamos hecho más que una breve parada en Foca (sorry, Foca?). La llegada fue casi como esperábamos, como son las llegadas a las ciudades en Bosnia: un cartel de bienvenidos a Gorazde con el escudo local junto a una hermosa casa de dos pisos y jardín al borde de la carretera junto a una casa que un día fue igual y ahora sólo conservaba la estructura y los impactos. Y ese color gris del cemento que tienen en Bosnia todas las casas masacradas en su momento que nunca han sido reconstruidas. Ese color es eterno en Bosnia. Y esa estampa, viejos esqueletos decrépitos plantados como árboles tristes sembrados junto a las carreteras. Dejamos el coche en la cuneta y paseamos por allí. Había un par de familias merendado en el jardín de la casa bonita. Nos gritaron algo cuando estábamos contemplando la otra ruina. Fue un hombre, creo. Pero no nos estaba riñendo. Era cordial, casi alegre. Simplemente estaban tratando de ponerse en contacto con nosotros. Lo intentamos, pero no hablaban inglés. Así que nos fuimos. Quién sabe lo que nos querían decir. Quizá sólo algún comentario banal, invitarnos a merendar, tomar algo, qué hacéis aquí chavales. O contarnos la historia de aquella casa, o decirnos era la nuestra, o la de unos amigos, pero todo salió bien al final. Sabe Dios. Incluso oye, ¿venís aquí a pasear sobre las ruinas de nuestros hogares? ¿Por qué no os vais mejor a la mierda?

Después fuimos al centro y aparcamos donde pudimos. Casi sin prestar atención dónde, lo único que queríamos era ir a los puentes, y buscar la avenida, el hospital, los sitios que conocíamos antes de haber llegado allí. Estábamos en ese primer lado del río, el de la montaña, el que había que cruzar. Y lo cruzamos. Paseamos por el primer puente, con sus farolas de bola, hace quince años todas rotas, y sus muescas de tiros en la carretera y los bordillos. Las vistas del Drina eran preciosas, y las de la ciudad también, y sobresalía a lo lejos la nueva mezquita de colores vivos, y la rivera ofrecía un amplio paisaje fangoso y reposado, donde muchos pescadores esperaban que la caña vibrara. Y cuando cruzamos y llegamos al otro lado, descubrimos que aún conservaban el “paso”.
Ese paso esa una estrecha pasarela de madera que discurría justo por debajo del puente, y que los bosnios construyeron para poder cruzar al otro lado del Drina esquivando los francotiradores. Estaba allí, tal cual. No estoy seguro de que se pudiera acceder, pero lo hicimos, y nos subimos, y cruzamos medio Drina sobre esas tablas salvavidas y lo vimos pasar caudaloso bajo nuestros pies. Después seguimos paseando por esa “otra parte” de la ciudad, y fuimos al hospital, pero ya no quedaban grandes huellas allí, excepto una nueva parte muy moderna construida en el lugar que los serbios hicieron arder desde dentro a base de obuses sin avisar. Lo que, al fin y al cabo, no deja de ser una huella. Porque los restos de una guerra no son sólo los vacíos que dejan, sino también aquello con lo que tratar de llenar esos vacíos.

Del resto de cosas que Sacco dibujó en sus láminas, ya no había ni rastro. Cruzamos el puente de regreso y me detuve a comprar un paquete de cigarrillos Drina en un puestecito. No fumo, era de recuerdo. Una parte de mí aún se avergüenza de haberlo hecho cada vez que lo miro en la repisa que hay sobre mi cama. Me hace pensar ese turista de guerra, ese japonés de foto de conflicto que siempre me juré que no iba a ser cuando fuera “allí”. Pero no lo hice por eso. No es un recuerdo de cuán osado fui haciéndome la foto. Es un fetiche. Con esas cajetillas de tabaco Drina, fabricado cerca de allí, en un territorio que permaneció bajo dominio bosnio durante todo el conflicto, era con lo que pagaban a los resistentes del asedio. Soldados, médicos, maestros… No podían dar dinero. Era una puta guerra, el dinero no valía nada. Sólo para cambiarlo a precios desorbitados en el mercado negro. Lo que funcionaba entonces era el trueque, y lo que todo el mundo quería era fumar, para olvidar en cada calada lo que les estaba pasando. Esas cajetillas eran sus salarios, cuando llegaban. Y yo tengo un poco, sólo para recordarlos.

Volviendo hacia el coche nos dimos cuenta de dónde habíamos aparcado. Estábamos tan ansiosos por cruzar los puentes que no habíamos reparado en ello. O tal vez, es que para hacerlo necesitábamos ver la montaña, esa montaña, de frente.
Los supervivientes del asedio de Gorazde cuentan que todo empezó una noche: la noche en la que la mayoría de sus vecinos serbios desaparecieron de la ciudad. Gorazde es una ciudad muy pequeña, y todos se habían llevado bien hasta que empezó la guerra: serbios, bosnios, musulmanes, ateos, ortodoxos, católicos. ¿Cómo no iban a hacerlo? Eran vecinos. Compraban en las mismas tiendas, bebían en los mismos bares, sus hijos salían en las mismas pandillas del mismo colegio, conducían por las mismas carreteras y tenían los mismos problemas con sus granjas. Pero esa noche, los serbios desaparecieron. Pensaron que quizá, lo habían hecho por miedo a las represalias del ejército de Karadzik (los serbios que convivían con bosnios eran considerados traidores), tal vez huyeron a un lugar más seguro, o más serbio. No sabían la verdad: estaban ocultos en las montañas. Esa montaña. Organizándose. Y al día siguiente, comenzó el asedio.
Salieron de los árboles, bajaron de la colina y tomaron esa orilla. O lo intentaron, porque tardaron varios días. A sangre y fuego, mucha sangre y mucho fuego, expulsaron a los bosnios de esa orilla y tomaron posiciones poco a poco, conquistándola por sectores, y permaneciendo en grueso en el monte. Todo aquel lado de la ciudad se infestó de francotiradores.
Íbamos andando de frente hacia aquella montaña, y Curro me recordó una frase de uno de los supervivientes: “Era absurdo que hubiera tiradores en aquella montaña. No necesitaban ni las pistolas, desde donde ellos estaban podían atacarnos lanzándonos piedras”. Era verdad. La ladera acababa abruptamente en la ciudad, y aquellos árboles, aquellos riscos de piedra, estaban jodidamente cerca. Literalmente, a un tiro de piedra. Y desde las ventanas de aquellas casas los bosnios podían escuchar aquellas canciones y gritos de borracho que salían desde lo oculto, tras la maleza, cada vez que los serbios bajaban por la noche a la ciudad a matar a sus hijos y violar a sus mujeres, cuando ya la ONU había declarado Gorazde “zona protegida”.

2 comentarios:

  1. Gorazde, un buen sitio para ir a echar el diíta.

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  2. Oye, no es peloteo barato, en la segunda lectura gana mucho. Debe ser espeluznante pasear por ese monumento a la muerte y al animal humano.

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