Andar sin trascendencia es como él lo llamaba, poner un pie en la calle por costumbrismo y por repetición, hacerlo sin saber por qué y sin quererlo. Y la gente que no le entendía, que era cuestión de dos mejor que uno y él, que pensaba pero sin decirlo, que dos era mucho menos de cien que más que de uno.
Porque podía parecer pasable, pero no poder alzar la vista era algo indiscutiblemente grave. Desde el primer recuerdo consciente que tenía su vida no había sido más que movimiento o vista, pero nunca ambas cohesionadas. Esa causa que los neurólogos habían denominado de una forma que él nunca atinaba a recordar le impedía realizar un ejercicio que tan simple parecía para el resto de los humanos. Andar y mirar, ver y caminar, ideas similares, ideas incompatibles. Cuando se erguía, levantándose de allí donde estuviese, y apoyaba sus talones en el piso la sensación era de triunfo, de normalidad. Siempre, absolutamente siempre, tenía el típico presentimiento de que como la máquina comienza su puesto a punto con exactitud no va a llegar el momento en la que yerre. Sin embargo, todo era cuestión de avanzar unos simples centímetros y entonces equilibrio y vista comenzaban a tener que ir unidos de la mano. Así era él, no podía caminar sin mirarse las rodillas, aupar un poco la mirada era sinónimo de tropezar levemente. Mantenerla fija en cualquier lugar que no fuesen sus extremidades era acabar estampado contra el asfalto.
Por eso no podía comprender que a él le hablasen con ese tonito tan de “no es para tanto”, porque andar y no poder mirar a la gente, a los edificios, al cielo, al mar no era para tanto, era para más. Porque era una tortura saber que cada paso de avance en distancia era un paso de retroceso en información, porque odiaba bajar la acera de Quai di Conti y saber que ahí se encontraba un profundo recoveco, girar a la derecha por el puente y prever el charco que se formaba en la confluencia con la avenida cuando llovía, no soportaba esa sensación de haber memorizado cada último detalle de aquel antiguo suelo.
Y aún así todavía no ha dejado de andar. Porque, ¿quién sabe?, igual mañana lanzan al mercado unos espejos que pueda atar a sus tobillos o unos gafas para multiplicar por dos su mirada, o lo mismo un día el presentimiento diario de funcionamiento se convierte en realidad, ¿quién sabe?. Tendrá que seguir, que el día que poder rodear la ópera y mirarla sin parar deje de ser una utopía él tendrá que estar listo, no vaya ser que se canse y tenga un segundo problema.
jueves, 11 de noviembre de 2010
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Uffff, PATOCIENCIA on fire. A ver si luego me leo el texto.
ResponderEliminarQué guapo estaría que alguien me diese su opinión!
ResponderEliminarA mí me parece que no está mal, has reflejado muy bien lo que puede sentir una persona con ataxia, y el estilo que luces últimamente me está encantando. Es verdad que te has liado en un par de frases, eso es todo.
ResponderEliminarPor cierto, me encantó Las armas secretas :)
Pues a mi me encanta Curro. En serio. No sé por qué me recuerda un poco al del secador de manos al final, por cierto. Sólo que este sí que lo he entendido xD
ResponderEliminarPero en serio, me mola mucho. Y varias cosas ("el sabía que dos era mucho menos que cien que más que uno"). Además... vaya putada ser atáxico en París!
Me ha gustado bastante. Te estás haciendo un estilo muy particular y que personalmente me gusta mucho.
ResponderEliminarVamos que nuestro protagonista es bastante alto, con los dedos largos, y muy descordinado, ya que si padece...
ResponderEliminarEn ningún instante, en el citado texto, guardas alguna estructuras, ni empiezas ni acabas. Sueltas un tocho unificado hablando de los problemas de un "tiparraco" y lo edulcoras pretendiendo que tu personaje conmueva muchísimo. Pero ya le digo yo a usted, que ahí le faltan muchos ingredientes, y menos enredos en su pluma para que eso conmueva y transmita de verdad.
Pero por lo que más quiera, siga...