Londres en sus mejores tiempos se concentraba, todo él, con parte de lo mejorcito de Los Ángeles y lo más granado de la atmósfera de Nueva York, en el despacho del inspector Gordillo. Desde hacía cinco horas, su boca se había convertido en una vieja locomotora funcionando a toda máquina, mientras decenas de cigarrillos se iban fumando sus pulmones. Sus labios, más allá de la pequeña obertura de la chimenea, sólo se abrían periódicamente para dejar escapar alguna poderosa blasfemia. Alguien había grabado con algún tipo de cuchillo al rojo vivo una palabra en su cerebro. Nada. No tenían absolutamente nada.
– ¿Y dice que es imposible que el asesino, o quien fuera, supiera del fallo de aquella cámara? ¿No fue algo premeditado?
– Eso nos aseguran desde la DGT, comisario.
El subinspector Fernández tragó saliva. Sintió como si un huevo estuviera pasando por su garganta. Un huevo envuelto en cuchillas de afeitar. El comisario hablaba despacito, muy suavemente, midiendo cada palabra, calculando exactamente cuantos centímetros iba perforando el ánimo del subinspector cada vez que abría la boca. Fernández maldijo por enésima vez su suerte. No le correspondía a él llevarse directamente éste remojón. Pero en fin, se dijo mirando de reojo el despacho del inspector. Aquí cada cual se va a llevar lo suyo.
– De hecho –se animó a continuar el subinspector–, hasta donde nosotros hemos averiguado, él, o ellos, no contaban con la presencia de aquella cámara.
– O sea, me esta usted diciendo que lo ha tenido ese hijo de puta es suerte. Un grandísimo e inesperado golpe de suerte.
– Así es, comisario –tragó saliva de nuevo–. Parece un trabajo medianamente profesional, pero se les escapó ese detalle… Que al final no nos ha servido para nada.
El comisario, bajito y calvo, miró al subinspector fijamente a los ojos. Eran unos ojos azules, helados, casi inertes, perforando como puñales otros marrones, ocultos tras unas enormes gafas de montura fina. Pareció a punto de decir algo, pero al final simplemente sacó la puntita de la lengua y se humedeció los labios.
– Espero –dijo al cabo de unos milenios–, que no hagan el ridículo con los interrogatorios. Es lo único que les queda.
Continuó manteniendo la mirada fija, y justo antes de darse la vuelta ara abandonar las cenizas del subinspector Fernández preguntó.
– A propósito… ¿sabe dónde está el inspector Gordillo?
– Está en su despacho –saliva–, analizando de nuevo toda la información de la que disponemos, señor comisario.
Pues estuvimos en el bar los de siempre. Yo no cé na más que eso, mire usted. Él se fue a eso de las doce y pico, y yo me fui como media hora más tarde. Fui el primero que se marchó de nosotros, después de él. Pues sí, entró y salió mucha gente desde que él se fue, lo normal, mire usted, es un bar. No, no vi na más. No, no vi nada extraño en el bar después. Sí, yo vivo muy cerca de él, pero no me lo encontré por el camino. Ni a él, ni na raro. ¿Cómo? Pues no, no cé si tenía alguna quería, mire usted. Con su mujer desde luego se llevaba muy bien, una pareja normal. No, tampoco cé si su mujer tenía un amante. ¿Enemigos? –El hombre agachó la cabeza y desvió la mirada–, no, no é si tenía enemigos, mire usted.
– ¿José iba a su bar muy a menudo?
– Casi todos los días, desde hace muchísimo años.
– ¿Cuándo solía ir?
– Pues cuando se terciaba. Después de faenar, antes de salir al mar, por la noche a tomarse algo…
– ¿Solía ir solo?
– No, allí siempre estaba con alguien. Vamos, normalmente.
– Quiero decir que cuando llegaba, lo hacía solo.
– Pues a veces sí, otras no.
– ¿Y el día que murió?
– La verdad, no lo recuerdo.
– ¿Vio algo raro usted aquella noche? ¿Algo que pueda ayudarnos?
– Pues lo cierto es que no.
– ¿Era su amigo?
– Era un buen cliente.
– ¿Eso que quiere decir? ¿Era o no su amigo?
– Quiere decir que era un cliente habitual desde hacía muchísimo tiempo
– ¿Pagaba siempre en el momento?
– Todo son rachas. Cuando ha ido peor de dinero se le ha fiado.
– Bueno, pero tantos años tratándose, siendo su bar de confianza y usted en la barra, sabrá bastantes cosas de su vida, ¿no?
– Pues tampoco se crea.
– ¿No sabe usted si tenía enemigos? ¿Por qué iba alguien a querer matarlo?
– No tengo ni idea.
No digas gilipolleces –la mujer dejó de batir los huevos, muy alterada–, tú te estás calladito, que todavía apareces una noche frito como el otro pobre. Ya bastante hay. –Se cerró fuertemente la bata de guatiné rosa y comprobó que llevaba todos los rulos en su sitio antes de seguir batiendo–. ¿Me has escuchado o no?
Pues se dedicaba a… –estaba nervioso, la presencia de policías siempre le ponía nervioso–, no sé. Un poco de todo. Salía a pescar con su barquilla y después lo vendía por ahí. Pues no sé, pescaba lo que hubiera, lo que se terciase. Lo que le pidiesen. Claro, claro. Pescado no hay siempre. Sí, él vivía bien. –No le gustaba hablar con maderos– No sé, hacía un poco de todo. Cuando no era tiempo, quiero decir, pues hacía un poco de todo. Sí, algún apañillo. Que si enchufes, una pared, un coche… Para llevarse algún dinero, digo yo. No, en mi casa nunca ha hecho nada. Hombre, no vivían mal, pero tampoco tenían lujos. Pues sí, se ve que la pesca aquí da para eso. Cuestión de suerte, supongo. No, que yo sepa no hacía nada más. Hombre, puede que no viviera mal para ser pescador. –Se secó el sudor de la frente–. No, que yo sepa no vendía nada. No, nada raro tampoco. No, no sé si alguien puede saberlo.
– Pues a mí me da mucha lástima que se hayan cargado al Astilla, la verdad. Aquí algún cerdo se merece que le rompan bastante el culo a la sombra.
– A mí también macho. Pero qué quieres que te diga, yo bastante tengo con lo mío.
– Ya hombre, y yo también.
– Además, a ver que coño hacemos. No sé que puedo explicar yo sin que me jodan a mí después.
– Ya. Todo esto es pura mierda.
– Pues ya lo sé. Pero mira macho, aquí, cada palo que aguante su vela.
Qué quieren que les diga señores. Él –bebió un largo trago de cerveza antes de terminar su frase con toda la pompa y gravedad posible ante su público; para él, era como un párroco sentando cátedra ante sus feligreses, para un observador imparcial, era un borracho a medio entonar dando una opinión que nadie le había pedido en una mesa a la que nadie le había invitado– se lo habrá buscado.
El hombre llegó a su casa ya de noche, se quitó las pesadas botas, y se dejó caer en la cama dónde su mujer llevaba horas esperándole.
– ¿Qué querían?
– Preguntarme sobre el pobre Pepe. Están llamando a medio pueblo.
– ¿Y qué les has dicho?
– ¿Qué les voy a decir, mujer? Nada.
La mujer torció el gesto al escuchar aquello.
– ¿Pero qué quieres que les diga? –, se rebeló él ante aquella mueca–. ¿Lo que me imagino? ¿Qué si saben quiénes son los Jumea? ¿Qué vengan al pueblo y pregunten por el Blanco? ¿Les digo además que cuando les pregunten avisen de que van de mi parte?
La mujer guardaba un silencio triste, manteniendo un confuso debate con ella misma. Al final negó lastimosamente con la cabeza y se acostó.
– Además –refunfuñó él entre dientes más tarde, también acostado–, a ver cómo coño les explico yo que conozco a los Jumea sin que me salpique a mí también.
– ¿Y dice que es imposible que el asesino, o quien fuera, supiera del fallo de aquella cámara? ¿No fue algo premeditado?
– Eso nos aseguran desde la DGT, comisario.
El subinspector Fernández tragó saliva. Sintió como si un huevo estuviera pasando por su garganta. Un huevo envuelto en cuchillas de afeitar. El comisario hablaba despacito, muy suavemente, midiendo cada palabra, calculando exactamente cuantos centímetros iba perforando el ánimo del subinspector cada vez que abría la boca. Fernández maldijo por enésima vez su suerte. No le correspondía a él llevarse directamente éste remojón. Pero en fin, se dijo mirando de reojo el despacho del inspector. Aquí cada cual se va a llevar lo suyo.
– De hecho –se animó a continuar el subinspector–, hasta donde nosotros hemos averiguado, él, o ellos, no contaban con la presencia de aquella cámara.
– O sea, me esta usted diciendo que lo ha tenido ese hijo de puta es suerte. Un grandísimo e inesperado golpe de suerte.
– Así es, comisario –tragó saliva de nuevo–. Parece un trabajo medianamente profesional, pero se les escapó ese detalle… Que al final no nos ha servido para nada.
El comisario, bajito y calvo, miró al subinspector fijamente a los ojos. Eran unos ojos azules, helados, casi inertes, perforando como puñales otros marrones, ocultos tras unas enormes gafas de montura fina. Pareció a punto de decir algo, pero al final simplemente sacó la puntita de la lengua y se humedeció los labios.
– Espero –dijo al cabo de unos milenios–, que no hagan el ridículo con los interrogatorios. Es lo único que les queda.
Continuó manteniendo la mirada fija, y justo antes de darse la vuelta ara abandonar las cenizas del subinspector Fernández preguntó.
– A propósito… ¿sabe dónde está el inspector Gordillo?
– Está en su despacho –saliva–, analizando de nuevo toda la información de la que disponemos, señor comisario.
Pues estuvimos en el bar los de siempre. Yo no cé na más que eso, mire usted. Él se fue a eso de las doce y pico, y yo me fui como media hora más tarde. Fui el primero que se marchó de nosotros, después de él. Pues sí, entró y salió mucha gente desde que él se fue, lo normal, mire usted, es un bar. No, no vi na más. No, no vi nada extraño en el bar después. Sí, yo vivo muy cerca de él, pero no me lo encontré por el camino. Ni a él, ni na raro. ¿Cómo? Pues no, no cé si tenía alguna quería, mire usted. Con su mujer desde luego se llevaba muy bien, una pareja normal. No, tampoco cé si su mujer tenía un amante. ¿Enemigos? –El hombre agachó la cabeza y desvió la mirada–, no, no é si tenía enemigos, mire usted.
– ¿José iba a su bar muy a menudo?
– Casi todos los días, desde hace muchísimo años.
– ¿Cuándo solía ir?
– Pues cuando se terciaba. Después de faenar, antes de salir al mar, por la noche a tomarse algo…
– ¿Solía ir solo?
– No, allí siempre estaba con alguien. Vamos, normalmente.
– Quiero decir que cuando llegaba, lo hacía solo.
– Pues a veces sí, otras no.
– ¿Y el día que murió?
– La verdad, no lo recuerdo.
– ¿Vio algo raro usted aquella noche? ¿Algo que pueda ayudarnos?
– Pues lo cierto es que no.
– ¿Era su amigo?
– Era un buen cliente.
– ¿Eso que quiere decir? ¿Era o no su amigo?
– Quiere decir que era un cliente habitual desde hacía muchísimo tiempo
– ¿Pagaba siempre en el momento?
– Todo son rachas. Cuando ha ido peor de dinero se le ha fiado.
– Bueno, pero tantos años tratándose, siendo su bar de confianza y usted en la barra, sabrá bastantes cosas de su vida, ¿no?
– Pues tampoco se crea.
– ¿No sabe usted si tenía enemigos? ¿Por qué iba alguien a querer matarlo?
– No tengo ni idea.
No digas gilipolleces –la mujer dejó de batir los huevos, muy alterada–, tú te estás calladito, que todavía apareces una noche frito como el otro pobre. Ya bastante hay. –Se cerró fuertemente la bata de guatiné rosa y comprobó que llevaba todos los rulos en su sitio antes de seguir batiendo–. ¿Me has escuchado o no?
Pues se dedicaba a… –estaba nervioso, la presencia de policías siempre le ponía nervioso–, no sé. Un poco de todo. Salía a pescar con su barquilla y después lo vendía por ahí. Pues no sé, pescaba lo que hubiera, lo que se terciase. Lo que le pidiesen. Claro, claro. Pescado no hay siempre. Sí, él vivía bien. –No le gustaba hablar con maderos– No sé, hacía un poco de todo. Cuando no era tiempo, quiero decir, pues hacía un poco de todo. Sí, algún apañillo. Que si enchufes, una pared, un coche… Para llevarse algún dinero, digo yo. No, en mi casa nunca ha hecho nada. Hombre, no vivían mal, pero tampoco tenían lujos. Pues sí, se ve que la pesca aquí da para eso. Cuestión de suerte, supongo. No, que yo sepa no hacía nada más. Hombre, puede que no viviera mal para ser pescador. –Se secó el sudor de la frente–. No, que yo sepa no vendía nada. No, nada raro tampoco. No, no sé si alguien puede saberlo.
– Pues a mí me da mucha lástima que se hayan cargado al Astilla, la verdad. Aquí algún cerdo se merece que le rompan bastante el culo a la sombra.
– A mí también macho. Pero qué quieres que te diga, yo bastante tengo con lo mío.
– Ya hombre, y yo también.
– Además, a ver que coño hacemos. No sé que puedo explicar yo sin que me jodan a mí después.
– Ya. Todo esto es pura mierda.
– Pues ya lo sé. Pero mira macho, aquí, cada palo que aguante su vela.
Qué quieren que les diga señores. Él –bebió un largo trago de cerveza antes de terminar su frase con toda la pompa y gravedad posible ante su público; para él, era como un párroco sentando cátedra ante sus feligreses, para un observador imparcial, era un borracho a medio entonar dando una opinión que nadie le había pedido en una mesa a la que nadie le había invitado– se lo habrá buscado.
El hombre llegó a su casa ya de noche, se quitó las pesadas botas, y se dejó caer en la cama dónde su mujer llevaba horas esperándole.
– ¿Qué querían?
– Preguntarme sobre el pobre Pepe. Están llamando a medio pueblo.
– ¿Y qué les has dicho?
– ¿Qué les voy a decir, mujer? Nada.
La mujer torció el gesto al escuchar aquello.
– ¿Pero qué quieres que les diga? –, se rebeló él ante aquella mueca–. ¿Lo que me imagino? ¿Qué si saben quiénes son los Jumea? ¿Qué vengan al pueblo y pregunten por el Blanco? ¿Les digo además que cuando les pregunten avisen de que van de mi parte?
La mujer guardaba un silencio triste, manteniendo un confuso debate con ella misma. Al final negó lastimosamente con la cabeza y se acostó.
– Además –refunfuñó él entre dientes más tarde, también acostado–, a ver cómo coño les explico yo que conozco a los Jumea sin que me salpique a mí también.
*PD: Para los nuevos lectores, o los que quieran refrescar un poco:
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Quizá sea una cuestión secundaria, pero no me explico cómo puede asegurar la DGT que la cámara no fue saboteada y que se estropeó ella sola. ¿Puede que haya algún cómplice en Tráfico?
ResponderEliminarMe ha molado mucho el puzzle de escenas, y ese silencio de los inocentes te ha quedado muy intrigante.
No hombre, eso es muy fácil. Se puede saber si una cámara ha sido o no manipulada, y hay determinados fallos mecánicos o eléctricos que se producen desde dentro. Además, lo que esas cámaras captan se graba en directo en una centralita... por lo que si alguien las hubiera saboteado, habría quedado grabado! :D
ResponderEliminarParece una gilipollez, pero la gran mayoría de aparatos eléctricos llega un punto de su desmontaje en el que tienen una pegatina que tapa una junta, un tornillo o algo así. La cosa es que para desmontar el aparato y manipularlo hay que romper la pegatina. Eso sirve para mantener y reclamar las garantías.
ResponderEliminarSi los de la DGT encontraron la pegatina intacta es que se estropeó sola.
¿Por qué le destrozáis la vida? xD.
ResponderEliminarMe ha gustado homosexual, has conseguido crear un verdadero climax en los testimonios de los testigos, la cosa se está poniendo interesante.
No, Curro, yo estaba defendiendo a Pedro. Vamos, que estaba intentando darle validez a lo de la cámara.
ResponderEliminarEl texto no me lo he leído. Quizás cuando tenga ganas...
Cierto, perdón, mi retraso mental influye un poco en mi comprensión lectora.
ResponderEliminarLeído.
ResponderEliminarLa historia avanza muy guay. Está molando, sí.
P.D: Algún fallito ortográfico he visto y una tontería: ¿el post-data es para los nuevos lectores?