lunes, 7 de marzo de 2011

Fermín, el enfermero

Se llama Fermín, y es enfermero. Cuando nos conocimos, trabajaba en la tercera planta del Hospital Universitario de Puerto Real. Fermín rozará los treintaylargos, es grande y fuerte, tiene la voz grave y profunda, el pelo negro y largo y una buena barba. Si lo vierais una noche cualquiera tomando una cerveza en la barra de un bar, pensaríais que podría tratarse perfectamente de un batería de un grupo de rock –imposible, él toca la guitarra eléctrica–, un leñador de Seattle o un cazador de osos de Alaska. Pero no. Inexplicablemente para mí, ha cambiado la camisa a cuadros y el hacha por un montón de jeringuillas y un pijama blanco. Aunque pensándolo mejor, nunca podría haber sido cazador de osos en Alaska. Seguramente, de intentarlo alguna vez, habría acabado haciéndose colega del oso y yendo a tomar una caña con él a cualquier tasca de madera alaskeña, a charlar sobre la vida, la música y las mujeres. Un fracaso de cazador. Y es que Fermín es un cachito de pan. Yo le caigo bien, creo. Siempre que me ve me sonríe, no le importa detenerse a charlar conmigo, interesarse por mi vida o gastarme alguna broma. También ha intentado enseñarme a sacar sangre, a tratar con según qué gente, e incluso alguna vez me ha echado un cable, así de escaqueo, cómo para que yo no me de cuenta, a reconducir alguna que otra historia clínica de algún paciente que me lo estaba poniendo bastante difícil.

De él he aprendido muchísimo. De los que más. Quizá el segundo. Y también de otros muchos enfermeros y residentes –más que médicos, aunque también los hubo–, que se han esforzado en enseñarme cosas mucho más útiles e importantes que esos interminables tochacos teóricos que algún día no muy lejano olvidaré. Fue él, precisamente, el que me descubrió hace algunos meses dónde está la heroicidad en un hospital. Seguramente ni se daría cuenta, pero lo hizo. Desde el día que lo descubrí y aprendí a reconocerlos, ando siempre por el hospital con los ojos muy abiertos, dispuesto a distinguirlos de los demás. Y hay unos pocos, se lo aseguro. Nobles, leales y sucios héroes de trinchera en los que nadie repara. No son héroes gloriosos. Ni siquiera héroes victoriosos. Ellos juegan en el terreno de la muerte, de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento.

Son héroes porque día tras día se enfrentan cara a cara con todo eso, y miran a los ojos a la parca cada mañana, cuando aparece por los pasillos del hospital afilando su guadaña. Y son héroes, porque cuando lo hacen, no hay atisbo de vanidad, de prepotencia, de triunfalismo en su mirada. Lo hacen con humildad, de tú a tú. Tratando con respeto a una vieja compañera más que aparece cada jornada, como ellos, a hacer su trabajo y a obligarnos a todos a seguir las leyes de la vida, por mucho que nos esforcemos en luchar contra ella y contra ellas. Sabiendo que allí muchos parten de haber perdido, y todo lo que se consiga es una victoria, en parte inesperada. Así que extienden el tapete verde y se reparten las cartas, echan la partida diaria, y que Dios, nunca mejor dicho, reconozca a los suyos. Para eso, con lo único que cuentan es con su sonrisa, paciencia, una palabra de consuelo, sus brazos y sus hombros. Lo hacen así porque han aprendido, y me han enseñado, que este mundo y esta vida son así, joder. Que la gente se muere. El aliento se acaba y el alma se escapa. También enferma. Sufre. Padece cosas que duelen. Que duelen muchísimo. Que aunque ya no salga en la tele, el SIDA sigue existiendo. Que el que nace en un mal sitio, en una mala familia, suele acabar jodido. O que a muchos nos llegará el día en que, hayamos perdido al cabeza o no, nos fallarán los brazos o los esfínteres, y a lo mejor no tenemos manera de llevarnos la comida a la boca o limpiarnos el culo, y yacemos tirados solos y abandonados en una aséptica cama de hospital esperando que la muerte venga a buscarnos. Pero que cuando eso ocurra, habrá héroes que acudan a intentar curarte, aliviarte, a consolarte, a darte de comer, o limpiarte la mierda. Porque tú no podrás hacer ninguna de esas cosas solo.

Fermín hizo un día algo así, y desde entonces lo admiro. Fue algo tan tremendamente simple y humano, que a ningún otro de los que habían pasado por ahí se le había ocurrido hacerlo. Yo estaba con un paciente, historiándolo, y en la cama de al lado, un viejo ya demente, calvo y gordito, luchaba por deshacerse de la máscara de oxigeno que aún le permitía dar a sus pulmones un mínimo de uso. Entonces llegó él a la habitación para controlar a su enfermo. Otro enfermo. Y cuando vio la escena, se detuvo ante aquella cama unos instantes. Callado. Serio. Se acercó al cabecero, le volvió a colocar la máscara, acaricio la cabeza de aquel pobre abuelo, y le dio un par de palmadas en el hombro, apretándolo con cariño. Las mismas palmadas que le hubiera podido dar a su padre. Las mismas palmadas que me gustaría que me dieran a mí si el día de mañana, cuando ya esté viejo y haya perdido la cabeza, lucho inconscientemente, abandonado en una habitación de hospital, por deshacerme de lo único que me mantiene con vida.


2 comentarios:

  1. Y todo eso sin tener una carrera. Es admirable.

    En serio, siempre hace falta que la infantería muera, que se manche, que se llene de barro y que note el sabor de la sangre para ganar una guerra. Cuando le guerra es diaria y no se gana, sino que basta con no perderla, la infantería tiene tanto mérito que da agobio pensarlo. Debe destruirte por dentro que en un mismo día te mojen varias sangres distintas.

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  2. Además se lo ve por la enfermería silbando Vodoo Child XD. El tío más molón de todo el puto hospital.

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