A veces lo pienso: me encantaría fumar. Es un vicio nocivo y asqueroso. Mata, destroza órganos, vidas y familias. Y no lo hago precisamente porque sé todo esto y lo conozco perfectamente. Pero a veces no puedo evitarlo. Lo pienso y lo confieso. Me encantaría hacerlo.
En ocasiones desearía fumar sólo por tener una excusa para evadirme de todo. Anhelo escaparme de la biblioteca cinco minutos para echar un cigarrito y que eso suponga un alivio. Me encantaría, después de una tarde de interminable estudio, salir a dar una vuelta con un cigarro en la boca y relajarme. Quizá apoyarme contra la pared a esperar a alguien con la mirada perdida en la lumbre. Mantener una conversación profunda con mi padre, tal vez sólo un paseo en silencio, cada uno con su pitillo –porque él sí que fuma-. Y sobre todo, me gustaría fumar para poder disfrutar del mayor placer que te puede proporcionar el tabaco: encenderlo con un Zippo.
Ojalá tuviera un Zippo y pudiera usarlo en esas situaciones. Me encantaría. Escuchar el silbido metálico al abrirlo, el rasguido de su bisagra. El chasquido de su piedra, casi un susurro, precediendo la sólida llama que prendiera mi cigarro. La primera calada sujetándolo firmemente mientras protejo el fuego -innecesariamente y por puro vicio, porque es un Zippo y no hace falta-. Sorber los primeros miligramos de nicotina que inundasen mi cuerpo y notarlos llegar a todos los rincones de mis pulmones y de mi cuerpo. Y cerrarlo de golpe con el pitillo ya encendido. Escuchar ese sonoro latido metálico de nuevo. Su fuerte chasquido de triunfo, sabedor de haber dejado la misión cumplida. Un Zippo cerrándose. El orgasmo nicotínico. El éxtasis tabáquico. Después juguetear con su cuerpecillo plateado entre mis manos. Notar su frío tacto de acero. Observar el reflejo de la luz sobre sus cantos. Abrirlo y cerrarlo sucesivamente, tal vez. Clic- clac. Clic- clac. Hablo de un Zippo de verdad, un Zippo clásico: ancho, delgado y chato. Plateado y liso. No de esos grabados que se venden ahora. No, no. Un Zippo auténtico. Purista. De los de toda la vida. Y por fin, admirarlo un momento, con el profundo respeto y la infinita dulzura que sólo se puede profesar a un Zippo, agradecerle silenciosamente su presencia y su labor y guardarlo en el bolsillo orgulloso de él. Hasta la próxima, compañero.
Sólo entonces pasaría a abordar el cigarro y entregarme a él con toda mi alma. Sorbiéndolo lentamente, con ritmo indefinido. Apoyado en una esquina, sentado, paseando, o acompañando la conversación. Dejar que el humo vaya enroscándoseme por los dedos, trepando por ellos como una fugaz enredadera gris y etérea. Envolverme en su niebla y respirar tranquilidad con vetas de alquitrán asesino. Y chuparlo con más ansia, casi con venganza, en los momentos que más hasta los cojones estoy de todo lo presente en el mundo y del mundo presente. Conjurarlo todo así en esos momentos de profunda ira y asco, de hastío, impotencia y aburrimiento. Y tras gozar de mi Zippo un rato, fumármelo encima con una sonrisa atravesada y labios irónicos, mientras me digo para mi mismo “A mi me vais a obligar a tragar y me vais a dar por culo lo que queráis, pero este cachito de vida me lo quito yo sólo por mis cojones, cabrones”. Y pensar que a lo mejor así gasto un cartucho de mi ruleta rusa particular y cada vez queda menos para que un palito de nicotina se decida a llevárseme por delante y a alejarme de este mundo, pero por mi propia culpa y porque yo quiero. Y saber que a cada calada que doy queda menos para mandar a tomar por culo a lo radical e irreversible tanta mierda y tanto asco.
Pero no sólo dejarlo aquí y gozarlo en los momentos en que se añora más alquitrán que tabaco. Todo lo contrario. Desearía en todo momento rizar el rizo y elevar el placer de fumar enciendo con un Zippo una vez más, y llevarlo al cubo. Y es que a lo máximo que pueden aspirar hombre, Zippo y cigarrillo en esta vida es a conjugarse sobre un barco. No hay absolutamente nada por encima de eso. Es una imagen idílica que tengo grabada a fuego en la memoria desde niño. Porque para mi recordar el mar, recordarlo profundamente, es salir del puerto al amanecer, entre niebla y aún gris, esperando que el día claree. Con las velas ya izadas y el foque cazado pasando junto a pescadores apostados en la bocana en sus garitas de quita y pon custodiando el paso de las embarcaciones. Es salir a la Bahía con martilleos metálicos resonando entre grúas, música de puerto de fondo, un chorrillo de humo de gasoil en la nariz y alguna sirena esporádica de buques mugiendo atracados a escasos metros. Y mientras mi padre va evaluándome las velas y decidiendo rumbo, ver a Teodoro, su amigo y timonel, encendiéndose cigarro de tabaco negro, antes de darle abrir su petaca de coñac y darle un trago –petaca que, por cierto, si que tengo. Regalo de mi padre-. Para mí el mar es eso: ese fondo, ese puerto, el frío Atlántico, salitre y trazos espontáneos de tabaco negro. Y pienso en eso, y me imagino a mi mismo representando esa escena, fumando, con un Zippo entre mis manos, velas henchidas, saliendo a la Bahía de Cádiz o entrando en el puerto de Cartagena, o en cualquier otro del mundo, o en alta mar, y estoy seguro de que no puede haber placer ni satisfacción mayor en el mundo.
Pero no. No fumo y nunca lo he hecho, pero es en estas situaciones, mientras las vivo o me las imagino, cuando más lo hecho de menos. Y lo pienso irremediablemente. Y lo confieso y no me arrepiento. Sí, sé que soy víctima de la publicidad. Tan débil y sugestionable como los demás. Un producto del marketing. Pero madre mía. Cómo me gustaría tener un Zippo.
En ocasiones desearía fumar sólo por tener una excusa para evadirme de todo. Anhelo escaparme de la biblioteca cinco minutos para echar un cigarrito y que eso suponga un alivio. Me encantaría, después de una tarde de interminable estudio, salir a dar una vuelta con un cigarro en la boca y relajarme. Quizá apoyarme contra la pared a esperar a alguien con la mirada perdida en la lumbre. Mantener una conversación profunda con mi padre, tal vez sólo un paseo en silencio, cada uno con su pitillo –porque él sí que fuma-. Y sobre todo, me gustaría fumar para poder disfrutar del mayor placer que te puede proporcionar el tabaco: encenderlo con un Zippo.
Ojalá tuviera un Zippo y pudiera usarlo en esas situaciones. Me encantaría. Escuchar el silbido metálico al abrirlo, el rasguido de su bisagra. El chasquido de su piedra, casi un susurro, precediendo la sólida llama que prendiera mi cigarro. La primera calada sujetándolo firmemente mientras protejo el fuego -innecesariamente y por puro vicio, porque es un Zippo y no hace falta-. Sorber los primeros miligramos de nicotina que inundasen mi cuerpo y notarlos llegar a todos los rincones de mis pulmones y de mi cuerpo. Y cerrarlo de golpe con el pitillo ya encendido. Escuchar ese sonoro latido metálico de nuevo. Su fuerte chasquido de triunfo, sabedor de haber dejado la misión cumplida. Un Zippo cerrándose. El orgasmo nicotínico. El éxtasis tabáquico. Después juguetear con su cuerpecillo plateado entre mis manos. Notar su frío tacto de acero. Observar el reflejo de la luz sobre sus cantos. Abrirlo y cerrarlo sucesivamente, tal vez. Clic- clac. Clic- clac. Hablo de un Zippo de verdad, un Zippo clásico: ancho, delgado y chato. Plateado y liso. No de esos grabados que se venden ahora. No, no. Un Zippo auténtico. Purista. De los de toda la vida. Y por fin, admirarlo un momento, con el profundo respeto y la infinita dulzura que sólo se puede profesar a un Zippo, agradecerle silenciosamente su presencia y su labor y guardarlo en el bolsillo orgulloso de él. Hasta la próxima, compañero.
Sólo entonces pasaría a abordar el cigarro y entregarme a él con toda mi alma. Sorbiéndolo lentamente, con ritmo indefinido. Apoyado en una esquina, sentado, paseando, o acompañando la conversación. Dejar que el humo vaya enroscándoseme por los dedos, trepando por ellos como una fugaz enredadera gris y etérea. Envolverme en su niebla y respirar tranquilidad con vetas de alquitrán asesino. Y chuparlo con más ansia, casi con venganza, en los momentos que más hasta los cojones estoy de todo lo presente en el mundo y del mundo presente. Conjurarlo todo así en esos momentos de profunda ira y asco, de hastío, impotencia y aburrimiento. Y tras gozar de mi Zippo un rato, fumármelo encima con una sonrisa atravesada y labios irónicos, mientras me digo para mi mismo “A mi me vais a obligar a tragar y me vais a dar por culo lo que queráis, pero este cachito de vida me lo quito yo sólo por mis cojones, cabrones”. Y pensar que a lo mejor así gasto un cartucho de mi ruleta rusa particular y cada vez queda menos para que un palito de nicotina se decida a llevárseme por delante y a alejarme de este mundo, pero por mi propia culpa y porque yo quiero. Y saber que a cada calada que doy queda menos para mandar a tomar por culo a lo radical e irreversible tanta mierda y tanto asco.
Pero no sólo dejarlo aquí y gozarlo en los momentos en que se añora más alquitrán que tabaco. Todo lo contrario. Desearía en todo momento rizar el rizo y elevar el placer de fumar enciendo con un Zippo una vez más, y llevarlo al cubo. Y es que a lo máximo que pueden aspirar hombre, Zippo y cigarrillo en esta vida es a conjugarse sobre un barco. No hay absolutamente nada por encima de eso. Es una imagen idílica que tengo grabada a fuego en la memoria desde niño. Porque para mi recordar el mar, recordarlo profundamente, es salir del puerto al amanecer, entre niebla y aún gris, esperando que el día claree. Con las velas ya izadas y el foque cazado pasando junto a pescadores apostados en la bocana en sus garitas de quita y pon custodiando el paso de las embarcaciones. Es salir a la Bahía con martilleos metálicos resonando entre grúas, música de puerto de fondo, un chorrillo de humo de gasoil en la nariz y alguna sirena esporádica de buques mugiendo atracados a escasos metros. Y mientras mi padre va evaluándome las velas y decidiendo rumbo, ver a Teodoro, su amigo y timonel, encendiéndose cigarro de tabaco negro, antes de darle abrir su petaca de coñac y darle un trago –petaca que, por cierto, si que tengo. Regalo de mi padre-. Para mí el mar es eso: ese fondo, ese puerto, el frío Atlántico, salitre y trazos espontáneos de tabaco negro. Y pienso en eso, y me imagino a mi mismo representando esa escena, fumando, con un Zippo entre mis manos, velas henchidas, saliendo a la Bahía de Cádiz o entrando en el puerto de Cartagena, o en cualquier otro del mundo, o en alta mar, y estoy seguro de que no puede haber placer ni satisfacción mayor en el mundo.
Pero no. No fumo y nunca lo he hecho, pero es en estas situaciones, mientras las vivo o me las imagino, cuando más lo hecho de menos. Y lo pienso irremediablemente. Y lo confieso y no me arrepiento. Sí, sé que soy víctima de la publicidad. Tan débil y sugestionable como los demás. Un producto del marketing. Pero madre mía. Cómo me gustaría tener un Zippo.
Vayamos por partes. Me encanta este artículo, te felicito, se nota que has tenido tu período de tranquilidad y soledad en Cartago.
ResponderEliminarEsta mítica conversación la hemos tenido cantidad de veces, y no sé por qué, pero coincidimos muchos de nosotros.
TOTALMENTE DE ACUERDO con el hecho de qué fumar en la biblioteca es beneficioso, hasta para el estudio.
Y por último, y no por ello menos importante, discrepo con eso de fumar en el barco, claro que es opinión personal, pero sacar tabacos en parajes tan naturales me da grimita.
Respondamos por partes, Currele. Muchísimas gracias ante todo. La verdad es que es uno de mis favoritos y me encanta poder compartirlo contigo y que te guste. Y sí, tranquilidad ha habido, y soledad a cascoporro (lo cual no tiene por qué ser necesariamente malo, a más información en http://eldiccionariodelospoetas.blogspot.com/2009/08/soledad.htlm)
ResponderEliminarCiertamente, nos han comido el coco con la publicidad. Menos mal que sé que mata, que si no me tiro de cabeza al tabaco. Además este texto es hijo legítimo de esas conversaciones que tantas veces hemos tenido (venga ya, ¿me vaís a decir que os sorprende lo del Zippo? xD)
Y fumar en un paraje natural... El humo, volatil... Se lo lleva el mismo aire (lo que no te quedas dentro y te va destrozando poco a poco el parénquima pulmonar, claro). Y parte del ambiente, en estos casos.
Tío, me encanta. Creo que te has superado con este texto.
ResponderEliminarPues si yo fumara me los encendería con las típicas cerillas que vienen en una cajita todas en una pieza tapadas con una solapa. No con un Zippo. Eso es de pobres.
ResponderEliminarMe encanta este texto.
ResponderEliminarYo te dejo fumar cuando quieras ^^
COmo una puta cabra...Aunque el Zippo me encata jajaja tio comprate uno no tienes porque encender con el un cigarro... algun dia a lo mejor tienes la suerte de quedarte en medio de un bosque y necesitas del Zippo, y a ver quien se rie ahora jejeje.
ResponderEliminarMuy guay el texto