viernes, 7 de mayo de 2010

Los amos de Atenas (cap. 4)

Las ciudades son como las mujeres de las que uno se enamora. De hecho, no hay mejor amante que una ciudad. Siempre está ahí cuando vuelves, siempre es hermosa cuando te enamoras de ella, siempre tiene algo nuevo que ofrecerte, un rincón secreto que antes no habías visto, una intimidad nueva que te descubre, un lunar más en un recóndito hueco de su cuerpo. Y encima, no son celosas. Permiten que te enamores de varias a la vez, que compartas tu pasión entre muchas, e incluso se enorgullecen y llevan a cabo comparaciones que llevan a gala como mérito –fíjate, que está enamorado de París y de mi, ¿sabes?- y no como deshonra. Al igual que nosotros, sus torpes galanes, la enseñamos y exhibimos con orgullo y pasión a amigos y enemigos y consideramos cada nueva conquista que ella hace la ratificación de nuestros sentimientos.
Pero las ciudades no nos pertenecen a nosotros, sus tristes amantes. Sí al revés, ya que se hacen dueñas de nosotros, pero por mucho que nos empeñemos en coronarnos a nosotros mismos como sus conquistadores, nunca llegamos a poseerlas del todo. Podremos hacerle muchas veces el amor a una ciudad, pero les aseguro que serán otros con los que sueñen. Son otros sus dueños. No aquellos que se limitan a pisarla a diario ni han edificado su vida sobre ella. No. Sus dueños son aquellos que han hundido sus raíces en su suelo, y beben la misma savia de la que se nutren sus símbolos y estandartes. Aquellos que la aman, sí, pero no se quedan ahí. Convierte cada paso y cada acto en un gesto de cariño para con su dama. Si descansan en un parque respiran de ella, si se cobijan en la sombra se resguardan en ella, si la pasean la acarician, y si suspiran alimentan su alma. Son los verdaderos amados de la ciudad, de forma que esta se repliega sobre esos que, ojo avizor, descubres que cada metro y cada piedra de ella existe aún por y para ellos. El resto de sus habitantes lo saben, y está más que asumido. No hay más que ver la impunidad con la que hacen cosas que para otros o en otros lugares resultarían extrañas, sin asombro de nadie.

Por supuesto Atenas tiene sus propios amos. Sus propios guardianes, más allá de las piedras y sus propios dioses que la custodian. Y forman un grupo heterogéneo, aunque reconocible de sobra. La pueblan dispersos por toda la ciudad, desde las ruinas hasta los parques. Son sus perros. Los perros de Atenas.
Fue de las primeras cosas que me impactaron en el metro, pero pensé que sería uno que se habría colado. Pero vi más deambular por pasillos y vagones, sin asombro de nadie. Se tumban en parejas o en tríos en los parques o en las plazas, ocupando la sobra de los bancos en los que otras ciudades conquistarían las personas. Pasean tranquilos por cualquier calle, cruzan los semáforos y desaparecen por la noche. En esa extraña noche ateniense en que los kioskos de prensa se transforman en expositores de pornografía, los más desafortunados copan los soportales de los edificios intentando coger el sueño y los perros entran libremente en los bares y pubs, dónde más tarde los vimos mientras nos tomábamos una cerveza.

Ese primer día en Atenas me estuve fijando en ellos en cada punto de la ciudad que visitamos. Estuviésemos donde estuviésemos, mirase donde mirase, siempre estaban ahí. No era una presencia invasiva ni incómoda, todo lo contrario. Los animales estaban siempre relajados, contemplativos ante la ciudad y los turistas que veníamos a conocerlas, ajenos a que ante los que de verdad debíamos mostrar respeto eran esos simpáticos y tranquilos seres peludos de cuatro patas. En la decepcionante Atenas, que en justicia tanto tendría que ofrecer y en la realidad tampoco luce, tanto en sus normourbanizadas calles como en las escasas perlas –eso sí, perlísimas- que nos encontrábamos por el camino, ellos siempre presiden el espacio.
Recuerdo que el primer encuentro con algo destacable de la ciudad fue en el gran espacio que alberga el clásico edificio de la Universidad -en cuya puerta un simpático caballero, doble de Rafael Alberti, se puso a charlar encantado con nosotros sobre España y explicándonos la historia del edificio y la universidad mientras un chófer lo esperaba bajo las escaleras frente a un enorme coche negro-, junto a la gran Biblioteca Nacional y la Academia. La biblioteca es realmente impresionante por dentro, abrumadora por tantos y tantos volúmenes antiquísimos observando impávidos desde sus altísimos estantes, con una sola sala central en la que los escasos y afortunados investigadores y estudiosos podían pasar las páginas de estos libros de lomos ajados y coloridos.
Cuando salimos, se puso a llover de repente y sin previo aviso, cogiéndonos en bragas a los seis sin ningún tipo de protección para el agua. Así que fuimos de soportal en soportal hasta la plaza Sintagma para ver el cambio de guardia. Cuando llegamos aún no había escampado, así que fuimos a cobijarnos bajo uno de los naranjos que adornan la entrada a las grandes escaleras del Parlamento. El árbol más grande y más cercano a las casetas de los guardias estaba ocupado, como no, por un perro a salvo de la lluvia. Tras ver el cambio de guardia de los poco amenazadores guardianes con faldita y pompones en los zapatos, y aprovechando que empezaba a escampar, bajamos por los Jardines Nacionales hasta el Arco de Adriano. Ahí fue donde por fin me quedé sin respiración por primera vez en Atenas. A punto de culminar el ocaso y con los últimos rayos de sol rayando el ocre del cielo, sobre las ruinas del arco y en la cima de un inmenso peñasco, se erigieron iluminadas sobre nosotros las columnas del Partenón. Y no pudimos hacer otra cosa los seis que callarnos y quedarnos un rato contemplando embobados esa maravilla antes de que cayera la noche y corriéramos a afrentarnos en el Plaka en busca de los restos de la gran virgen griega envueltos en la nocturnidad de Atenas. Hasta que de repente el cielo que creíamos despejado se encapotó de súbito, y un rayo despuntó sobre las piedras de la Acrópolis y nuestras cabezas. Así aprendimos la lección más importante que puede enseñarte esa ciudad: si hay algo de lo que nunca puedes fiarte en Atenas, es del cielo. Porque de repente, precedida por ese relámpago, descargó sobre nosotros un chaparrón mucho mayor y más fuerte que el anterior, y mientras toda la gente que había reunida a las puertas del Odeón de Herodes Ático corría buscando cobijo y los perros que por allí rondaban se quedaban con los mejores sitios, nosotros nos quedamos de nuevo ahí embobados como capullos viendo los rayos caer sobre el Partenón, empapados bajo un cielo ya negro como el carbón cebreado intermitentemente por la tormenta, hacia el que emergía a nuestra izquierda la torre de Filoppapos, naranja entre una oscuridad impenetrable, y frente nosotros con toda su gloria lo que aún quedaba de la vieja Acrópolis de Atenas.

2 comentarios:

  1. Ostias!! me he quedado con ganas de mas...

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  2. Me da pena que hayas escrito tanto (TANTO) para que te comente sólo una persona. Ale, ni más ni menos.

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