El otro día fue un día especial. Y lo que lo hizo especial, en el fondo, es que aquél era un día totalmente normal. Yo llegué al hospital a la hora de costumbre, crucé la cafetería, me cambié en los vestuarios, me puse mis zuecos y mi pijama verde, y me fui a mis prácticas. Como cada lunes, martes y miércoles de este curso. Entonces, como siempre, me topé con algunos de mis mejores amigos de este puerco mundo universitario. Esta vez estaban desayunando, algo bastante habitual –tanto como que ellos estén allí, como que yo me los encuentre haciéndolo–. Y como cada día, los saludé y me senté a charlar con ellos. Cuando puedo, me pido para desayunar una ración de churros –porque en la cafetería de mi hospital hacen churros para desayunar, y eso mola una barbaridad– y nos ponemos a comer juntos mientras hacemos propio: nos ponemos al día, un poco de escarde, comentamos el Cuerpo de enfermería, dónde te toca, no veas cómo va esa, así no se viene al hospital, esto es de vergüenza, viste algo interesante ayer, estudiaste, no, yo tampoco, qué médico es mejor para firmar y escaquearse, cuál te enseña algo… Vamos, lo normal. Y así nos gusta formar nuestro propio cuadro costumbrista: nosotros encontrándonos en el hospital, con nuestras típicas conversaciones, vestidos con nuestros pijamas verdes. Aunque ese día no hubo churros, no había tiempo. Bueno, me voy. ¿Qué tienes hoy? Cirugía, ¿y vosotros? Oftamo. Uffff…. Qué coñazo. Pues sí, pero vamos, hoy es el último día. ¿Y qué tenéis la semana que viene? Nada, nos coincide con el descanso, así hemos terminado ya nuestras prácticas; hoy es nuestro último día del curso aquí. ¿Y tú? Que va, me quedan dos semanas de médica. En fin, eso, que nos vemos. Adiós cabrones. Adiós hijo de puta. Vamos, lo típico. Y esas son, al fin y al cabo, las pequeñas gotitas matinales de felicidad doméstica que salpican alegrando nuestra rutina.
Minutos más tarde, ya en el quirófano, mientras el cirujano hurgaba en el cuello de una persona en busca y captura de un nódulo tiroideo, pasando a escasos milímetros de alguna de las arterias más importantes del cuerpo, o de nervios que en caso de ser seccionados te dejan irreversiblemente mudo para el resto de tus días, yo andaba ya perdido, divagando entre mis pensamientos. Y acabé pensando que vaya hijos de puta esos mamones, que les habían concedido una Erasmus para el año que viene y me iba a tirar todo el curso sin verlos. Y a mí, por cierto, otra para las prácticas clínicas de sexto. Lo que son las cosas, ya no íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera. Probablemente, nunca. Esto… espera, espera. ¿No íbamos a coincidir más en el hospital en la carrera? Oh, Dios… Un momento… ¡No íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera! De hecho, probablemente, nunca.
Y es que las cosas son así, compadre. De repente, un día, te encuentras haciendo algo, y resulta que es la última vez que lo haces. Que nunca más, jamás, en toda tu vida, volverás a hacerlo. Quizás la vida consista en eso mismo. En ir marcando etapas, en ir quemando últimas veces. Porque siempre hay una última vez que haces absolutamente todas las cosas. Siempre habrá una última vez que desayunes en el hospital con tus amigos vestidos con el pijamita verde. Igual que habrá siempre una última vez que ves a todo el que conozcas, un último libro que leas, un último abrazo, un último beso, una última palabra, y un último pensamiento. Y lo máximo que podemos rogar es que al menos estemos conscientes para sentirlo.
Sinceramente, no sé que me sorprendió más de mí mismo aquella mañana. Si mi absoluta indiferencia por la cirugía y el cuello de aquella señora, o mi capacidad de llevar una estúpida anécdota hasta el plano de lo metafísico. Porque la verdad, lo de mis amigos no tiene mayor importancia real. De momento seguiré viéndoles en la facultad, desayunando con ellos en cualquier bar –español o italiano, me temo–, estudiando a su lado, escardándolos, apadrinándolos, tirando hamacas por la borda de un crucero y bebiendo hasta perder el sentido, cuando se tercie. Al menos, hasta la última vez que lo hagamos, claro. Pero seamos francos. En ese momento, fui consciente de que aquél había sido mi último desayuno en el hospital con esa caterva de descerebrados, uniformados con nuestros sempiternos pijamas verdes. Y qué quieren que les diga. Me dio penita. Y encima lo que más me dolió, me cago en la puta, es que esa mañana no me había dado tiempo a tomarme unos churros. Con lo que yo he sido con las costumbres. Hay que joderse.
Minutos más tarde, ya en el quirófano, mientras el cirujano hurgaba en el cuello de una persona en busca y captura de un nódulo tiroideo, pasando a escasos milímetros de alguna de las arterias más importantes del cuerpo, o de nervios que en caso de ser seccionados te dejan irreversiblemente mudo para el resto de tus días, yo andaba ya perdido, divagando entre mis pensamientos. Y acabé pensando que vaya hijos de puta esos mamones, que les habían concedido una Erasmus para el año que viene y me iba a tirar todo el curso sin verlos. Y a mí, por cierto, otra para las prácticas clínicas de sexto. Lo que son las cosas, ya no íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera. Probablemente, nunca. Esto… espera, espera. ¿No íbamos a coincidir más en el hospital en la carrera? Oh, Dios… Un momento… ¡No íbamos a coincidir más en el hospital en toda la carrera! De hecho, probablemente, nunca.
Y es que las cosas son así, compadre. De repente, un día, te encuentras haciendo algo, y resulta que es la última vez que lo haces. Que nunca más, jamás, en toda tu vida, volverás a hacerlo. Quizás la vida consista en eso mismo. En ir marcando etapas, en ir quemando últimas veces. Porque siempre hay una última vez que haces absolutamente todas las cosas. Siempre habrá una última vez que desayunes en el hospital con tus amigos vestidos con el pijamita verde. Igual que habrá siempre una última vez que ves a todo el que conozcas, un último libro que leas, un último abrazo, un último beso, una última palabra, y un último pensamiento. Y lo máximo que podemos rogar es que al menos estemos conscientes para sentirlo.
Sinceramente, no sé que me sorprendió más de mí mismo aquella mañana. Si mi absoluta indiferencia por la cirugía y el cuello de aquella señora, o mi capacidad de llevar una estúpida anécdota hasta el plano de lo metafísico. Porque la verdad, lo de mis amigos no tiene mayor importancia real. De momento seguiré viéndoles en la facultad, desayunando con ellos en cualquier bar –español o italiano, me temo–, estudiando a su lado, escardándolos, apadrinándolos, tirando hamacas por la borda de un crucero y bebiendo hasta perder el sentido, cuando se tercie. Al menos, hasta la última vez que lo hagamos, claro. Pero seamos francos. En ese momento, fui consciente de que aquél había sido mi último desayuno en el hospital con esa caterva de descerebrados, uniformados con nuestros sempiternos pijamas verdes. Y qué quieren que les diga. Me dio penita. Y encima lo que más me dolió, me cago en la puta, es que esa mañana no me había dado tiempo a tomarme unos churros. Con lo que yo he sido con las costumbres. Hay que joderse.
Pues directo al corazón.
ResponderEliminarGrandísima historia Pedro.
Me permito CORTAR Y PEGAR. Cosa que te he criticado durante esta última semana, buscando, la calidad en tus escritos. Una calidad a la hora de escribir, que personalmente creo que posees.
“Así, somos nosotros mismos los que vamos modelando nuestra manera de ser, en función de lo que los demás esperan de nosotros, hasta al final tener definida una constancia a la hora de actuar. (Aunque sea tomarse unos churros todas las mañanas)
Pero la clave es no quedarse atascado, evolucionar con el tiempo, tener carácter dinámico, no ser el mismo que hace un año, hace un par de semanas ó incluso hace 5 minutos, conseguir que nuestra maleta, la que nos acompaña a lo largo del camino de la vida, se vaya llenando de experiencias, sentimientos, superaciones, de historias legendarias, protagonizadas en definitiva por personas, y una vez llegado al final del camino, ver esa maleta como nuestro gran y exclusivo tesoro.”
Y contigo, tengo una gran maleta llena, pero que todavía tiene hueco, para muchas más historias compartidas, aunque no sean en el hospital, aunque no sean de verde…
Pedro, pero no te olvides de un gran momento de esa mañana. Cuando después de ser consciente de que ese sería nuestro último día juntos en el hospital, nos encontramos (ambos escaqueandonos de las prácticas, no lo olvidemos!) y nos dimos un abrazo de despedida!
ResponderEliminarUn placer haberte tenido estos 2 años de compañero de hospital y bueno, ahora a disfrutar del resto de momentos juntos que no sea el desayuno hospitalario...de fiesta, en la biblioteca (bueno, eso no), en clases (bueno, eso tampoco), de tapeo, de comilona, de copas...
Anda que... hace falta hablar de vosotros para que os paséis por aquí, ¿eh bastardos? Me alegra mucho de que os guste, y de que sintais lo mismo que yo. Puede que me haya equivocado con esto de la Erasmus, pero intentaré solventarlo y no dejar huecos vacíos en la maleta al final de camino. Así que un brindis por los trastos que nos queden por meter, pero que no sea al sol!
ResponderEliminarNo es mi artículo favorito de los tuyos Pedro, me va más cuando te pones mordaz. Aún así, entiendo y comparto este texto, por el momento y por el detalle. Y además, está escrito suelto, y no cuesta nada leerlo!. Mola.
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