miércoles, 25 de agosto de 2010

Diez capítulos para un cadáver (I)

Me cago en su putísima madre. Era la único que acertaba a pensar mientras derribaba a manotazos cuanto había en su mesilla de noche en busca del teléfono móvil que desgarraba el silencio de la madrugada. Aquel tono agudo, hortera y repetitivo le estaba sentando peor que un tiro en la cabeza. Su mujer se revolvió incómoda en el otro extremo de la cama, tratando de amortiguar el ruido robándole las sábanas y enredándolas en su cabeza. A esas alturas de la llamada no debía quedar nadie durmiendo en toda la casa. Ni en todo el edificio.
– Buenas noches, ¿es el forense de guardia?
–… –su cerebro andaba ya bastante más despierto que su lengua–. Sí –carraspeó–, soy Pedro Aguilar. Dígame.
– Buenas noches Pedro, soy Pilar –contestó una voz familiar.
– Buenas noches Pilar, hija. Cuéntame, ¿qué pasa? –articuló con bastante esfuerzo mientras un gruñido le hacía salir su dormitorio.
–Tenemos un aviso. Ve preparándote, va un coche patrulla a recogerte –dijo con tono rutinario la voz femenina
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé exactamente. Hay que levantar un cadáver en el kilómetro… bueno, no lo tengo apuntado. En la autovía a Algeciras. Eso es todo lo que me han dicho, de momento.
– ¿Cómo? ¿En mitad de la autovía?
– Ajá.
– ¿Por qué?
– No lo sé Pedro, no me han dicho nada más. Me imagino que será un accidente de tráfico.
– Venga ya hombre… ¿Un accidente de tráfico? Debe tratarse de un error.
– Mío no, desde luego. Aquí lo tengo bien clarito apuntado: “avisar al forense de guardia”.
– Qué coño… –comenzó el forense indignado–, ¡hace años que no tenemos que levantar los accidentes de tráfico! Recuérdale al juez de mi parte que de eso se encarga la Guardia Civil y nosotros ya lo examinamos mañana.
– No creo que eso te sirva de mucho. No es Don Pablo el que te requiere allí.
– ¿Entonces quién mierda ha puesto el aviso?
– El inspector nuevo. Fernando Gordillo, me parece que se llama.
– Pero esto es absurdo, según la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal…
– Eh, eh, eh… –le interrumpió la voz. Después de tanto tiempo trabajando juntos, ya lo conocía de sobra como para imaginar cómo, y cuándo, acabaría el sermón–. A mí qué me cuentas, Pedro. Yo sólo soy la mensajera. Tendrás que llamar a comisaría.

El forense colgó indignado el teléfono y llamó inmediatamente al contacto de la comisaría.
– Buenas noches, soy el forense de guardia.
– Soy Alberto, Pedro –por allí también se conocían de sobra.
– Alberto, vamos a ver, me acaba de llamar Pilar para decirme que tengo un aviso vuestro de un cuerpo tirado en la carretera.
– Sí.
– ¿Un accidente de tráfico?
– Ni idea Pedro. Me imagino, porque no me han dicho nada más.
– Pero vamos a ver… –empezó con toda la paciencia de la que es posible un forense recién levantado a las cuatro de la mañana–. Nosotros no tenemos que acudir a los accidentes de tráfico. Según la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1991 ya no nos corresponde a los forenses levantar los accidentados de tráfico. Retira el cadáver la Guardia Civil, la Policía, o quién corresponda, para reestablecer la seguridad del tráfico con mayor rapidez, y ya nosotros hacemos al día siguiente la autopsia.
– Mira Pedro… – respondió cansinamente. Alberto conocía a todos los forenses del servicio, y no había ninguno al que no le gustara soltar sus parrafadas de leguleyo de vez en cuando–. Yo soy un mandado, solo paso el aviso. Esto no tiene nada que ver conmigo.
– Bueno, pero alguien –matizó profundamente el “alguien”– debería de saberlo por allí, ¿no?
– Ya lo sé, Pedro. ¿Pero qué quieres que le haga? El inspector Gordillo no nos ha dicho nada más. Y además, para tu información, ha sido bastante explícito con respecto a lo de tu aviso.
– El inspector Gordillo es el nuevo, ¿no?
– Sí.
– ¿Está por ahí?
– No.
– Bueno, pues que me llame enseguida, por favor.

Volvió a colgar indignado el móvil y lo lanzó con furia contra el sofá. Después, en un arrebato de arrepentimiento, se encendió un cigarrillo y se sentó junto a él. Su hijo mayor salió de su habitación y se quedó apoyado contra el marco de la puerta. “Papá, por el amor de Dios, cambia ese puto tono”, dijo. O algo parecido, pero arrastrando mucho las letras. Después lo escuchó mear y se acostó de nuevo. Se levantó a echar una ojeada por la ventana. Estaba bastante nublado, parecía que se acercaba lluvia. No, pensó, si es que hay noches en las que las pesadillas te las dan hechas. Hay que joderse. Después se sentó de nuevo y permaneció mirando el teléfono mientras se fumaba tranquilamente el cigarrillo. Ese era el móvil de las guardias, cambiaba de manos cada dos semanas. ¿Qué hortera insensato había puesto esa maldita música? De repente vio la luz de la pantalla iluminarse, y se abalanzó a descolgarlo antes de que pudiera sonar la primera nota.
– Buenas noches –dijo una voz muy grave al otro lado del auricular–, ¿el forense de guardia?
– Sí, soy yo.
– Buenas noches, Don Pedro. Soy el inspector Fernando Gordillo. ¿Qué sucede?
– Buenas noches, Don Fernando. Mire, esa es una buena pregunta. ¿Me podría explicar usted qué está ocurriendo?
– Tenemos trabajo. Como ya le habrán comunicado, hay un cadáver en la autovía a Algeciras. Hay que ir a levantarlo.
– Me temo que eso no me compete a mí, inspector.
– Tengo mis dudas, Don Pedro.
– Verá, inspector, le recuerdo según la Reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal del 91 los médicos forenses no tenemos que acudir a los levantamientos de los accidentes de tráfico.
– Creo que conozco la Ley –respondió el inspector bastante picado.
– Verá, me han comentado que leva usted aquí poco tiempo. Puede que de donde usted venga no sea así, pero aquí acostumbramos a hacerlo de esta forma.
– ¿Sabe? Donde yo vengo, los forenses primero hacen el trabajo que se les manda, y después se quejan.
– Pues aquí no –contestó el forense, ahora bastante enfadado también–. Aquí los forenses primero hacen su trabajo, y después se quejan. Y aquí, las victimas de los accidentes de tráfico no son trabajo nuestro, sino cosa suya. Mañana por la mañana ya será otra cosa.
– En efecto, ese es el procedimiento habitual.
– ¿Y si usted conoce el procedimiento habitual por qué demonios me despierta estas horas?
– Verá, he pensado que este casó quizá si sea un poco más de su incumbencia.
– ¿Y por qué ha pensado usted que un cadáver tirado en medio de la carretera iba a ser de mi incumbencia a las cuatro de la madrugada, inspector?
– Porque tiene un cuchillo clavado en el cuello, Don Pedro.

viernes, 20 de agosto de 2010

Su vida

Casi a la vez que su llegada, sin nada instalado y con el miedo todavía en el cuerpo había bajado a aquel bareto tan descriptible. Era más que conocer el entorno, era su filosofía de vida. Snack-Bar Amador rezaba el pequeño cartel publicitario, una pierna dentro y ya divisó una esquina, dejó allí el alma y pidió su coca-cola. Todo iba según lo planeado, si todo continuaba así podía reconocer que el cambio no era tan traumático. Pensó que sólo faltaba algo, y como un reloj suizo apareció la que podía ser Ella.

La mujer más normal del mundo, mayor que él, con un cabello entre negro y marrón, la nariz pequeña y los labios rosas. Ni gorda ni delgada, ni alta ni baja, vestía vaqueros y una camiseta blanca, un reloj y dos o tres baratas pulseras. Nadie le aseguraba que fuera Ella, pero su experta intuición le avisaba con inconfundibles estímulos. Y ahí se quedó él, en la esquina, ella y la coca-cola, la coca-cola y ella. Tres minutos después de abandonar ésta el Amador, pagó lo que tan lentamente había bebido y se largó rumbo a su nueva casa, deseando que llegará la misma hora del día siguiente para poder confirmar si ella era Ella.

Y con la más que reconocida impaciencia se posicionó en el mismo lugar del bar, con tiempo, antes incluso de lo debido, lo que hizo la espera aun más larga. Pero no mucho después que el día anterior entró de nuevo la mujer. Era Ella.

Vida hecha, día tras día el mismo lugar, la misma hora, la misma bebida, la misma no conversación con nadie, la misma rutina, y sobre todo la misma mujer. Las mismas miradas.

Meses y un día dejó de ir, al principio él no quiso aceptarlo, ir al Amador por si aparecía y beber mientras lo hacía. A la séptima tarde de marcharse dejó de pisar su bar y se quedó taciturno en casa.

Al octavo encontró el Bar Hache, con su reluciente y limpia esquina, apoyó los codos y pidió una coca-cola. A la hora entró una solitaria mujer, de aproximadamente su edad y el cabello rubio, una horrenda nariz y una bonita sonrisa. Y le vino el impulso, no podía equivocarse, ella tenía que ser Ella. Al día siguiente lo comprobaría sin falta…

domingo, 1 de agosto de 2010

CERRADO POR VACACIONES

Para tratar de excusar el apocalíptico descenso de actividad en el blog...



No se preocupen, los cuatro tenemos copias de las llaves, así que de vez en cuando alguno se pasará para mover un poco las persianas, echar agua a las plantas, cambiar la comida al patito y lo mismo, hasta cuelga un texto.

¡Un abrazo y felices vacaciones!

PATOCIENCIA