domingo, 26 de junio de 2011

Ismail Kohout

Ismail Kohout no era homosexual. De hecho, como gustar, le gustaban las mujeres como al que más. Simplemente no había tenido demasiado tiempo para ellas. O no había querido tenerlo. Así que si acaso, lo que era es un poco asexual, pero nada más. Y trabajado, claro. Desde que era un niño. Desde que aprendió a sumar y restar, nunca mejor dicho.
Se graduó el primero de su promoción en el prestigioso Instituto Lennin de Praga. Cursó la carrera de matemáticas con una media de Matrícula de Honor. Se licenció Cum Laude, Premio Extraordinario Fin de Carrera, con un Doctorado en Aplicaciones Socialistas de las Funciones Gaussianas, un Máster en Irreales y otro en Cálculos Logarítmicos. Las autoridades checoslovacas le concedieron un permiso especial para continuar sus estudios en las más prestigiosas universidades Inglesas y Americanas, y más tarde, fue un destacado trabajador del Gobierno. Participó en programas espaciales de la Unión Soviética, en el ejército, en el Ministerio de Salud y Consumo, y recibió la Medalla de Oro al Mérito del Trabajo en 1985.
La Revolución de Terciopelo le pilló trabajando, encerrado en su despacho de la quinta planta de un modesto y obrero edificio situado en el Nove Mesto, bastante cerca del Moldava. La transición al capitalismo le pilló trabajando en una infinidad de ecuaciones diferenciales que trataba de aunar por aquél entonces. Entonces el Gobierno le encargó varios estudios estadísticos a fin de diseñar racionalmente la aplicación económica en diversos campos. Las primeras elecciones libres le pillaron trabajando. No votó. Estaba diseñando el programa de implantación económica escalonada en medios rurales, que el mismo aplicaría con éxito a petición de la primera Camara electa del nuevo estado Checo. Más tarde, le sería concedida una nueva Medalla de Oro al Mérito y la Investigación. Aún jubilado hace tiempo, seguía investigando, escribiendo libros y siendo requerido asiduamente por universidades, el Instituto Espacial Checo, y la Agencia Espacial Europea.
Esa tarde, a eso de las seis, algún ruido proveniente de la calle le distrajo de su trabajo. Aprovechó esa breve desconexión mental para levantarse y descansar un rato. A través de sus cortinas podía entreverse un cielo azul y soleado, en un hermoso atardecer de principios de otoño. Abrió sus cristales, y apoyado sobre el alféizar pudo ver el origen del barullo. Un grupo de jóvenes jugaba al fútbol allá abajo, en la carretera. Podía verlos agitar los brazos corriendo, llamándose la atención unos a otros, alertando de la presencia del contrincante. En un momento, vio una madeja de estos chavales (eran seis en total) enredarse en un mar de piernas. Uno se escapó de ese núcleo y se fue corriendo al otro extremo, mientras otro conseguía revolverse hacia atrás y dar un zapatazo en su dirección. Entonces el primer chico preparó el pecho para una recepción, detuvo el juego, y comenzó a correr hacia el que hacía de portero, mientras era perseguido por dos adversarios.
En ese instante, Ismail Kohout se restregó incrédulamente los ojos. No una, ni dos, ni tres, ni cuatro veces. Ni siquiera cinco. Seis veces. Seis enérgicas y agónicas veces intento apartar Ismail Kohout de su mente o sus ojos cualquier rastro de suciedad, cansancio u obnubilación. Sin éxito.
¿Dónde coño estaba el balón? El chico que corría (era un melenudo delgado, atlético, con una recortada barba negra sobre un rostro muy pálido) dio una nueva patada al aire, el portero se tiró al suelo (¡se tiró al suelo!), y el melenudo gritó y levantó los brazos y corrió hacia sus compañeros para celebrarlo. Lo celebraron los tres juntos saltando y abrazándose, mientras los jugadores del equipo contrario recriminaban al portero no haber hecho más por detenerlo.
Pero es que allí no había ningún balón.
En seguida se reanudó el juego. Los chavales corrían, se gritaban, se cubrían, se desmarcaban. Peleaban entre sí con los pies sin llegar a rozarse y daban ordenados zapatazos a uno y otro lado.
Pero allí no había ningún balón.
Y de cuando en cuando, más gritos, más celebraciones, más euforia. Todo perfectamente ordenado.
Pero allí no había ningún balón.
Por más que se esforzaba en encontrarlo, en descubrirlo, en calcularlo.
Allí ni había ningún balón.
Harto de semejante despropósito, bajó hasta el portal de su casa dispuesto a ver con qué estaban jugando esos chicos. Por qué no podía verlo.
Los jóvenes no notaron su presencia, no notaron cuando paseo disimuladamente a su lado, ni cuando cruzó la calle con excusa de ir a una tienda. Estaban demasiado entretenidos a lo suyo.
Pero allí no había ningún balón.
Al llegar a la tienda, la dependienta, una vieja regordeta, miraba divertida la escena y les sonreía.
Sin asomo de duda, no había, bajo ningún concepto, tipo alguno de balón ahí.

Así las cosas, Ismail Kohout hizo la única cosa que se le ocurría que podía hacer ese momento. Subió a su casa, cerró la ventana mientras lanzaba una última mirada de soslayo a los jóvenes y se sentó a reflexionar en su mesa un par de minutos. Ante sus trabajos, sus papeles, sus libros y sus números. Después, lógicamente, cogió una gruesa cuerda, hizo un nudo, y se ahorcó en su cuarto de baño.


miércoles, 22 de junio de 2011

Jab

Es medianoche en el Square Garden de la octava con la novena. Es medianoche y la luz tenue de la luna llena amenaza con invadir el espacio que ocupa la pequeña bombilla que colma el espejo. Ante éste, un rostro, una cara intacta a pesar de los golpes, intacta porque sus ojos han visto muchas más victorias que derrotas. Intacta porque no se puede destruir el oficio y el no temor a nada.

Ante el espejo el rostro de Martín, el boxeador invencible. La cúspide de la inmortalidad. Cualquiera que tuviese la suerte de observar la escena pensaría que se encuentra ante el momento cumbre de la concentración del luchador, ante el primer envite de la pelea, el que aunque es librado por dos contrincantes sólo se encuentra ante una persona. Pero Martín es especial, y mientras se mira al espejo esperando el aviso de su manager, sólo piensa en lo divertido que le pareció ayer el capítulo de los Tenembrauns y lo agradable que fue verlo, por primera vez, acompañado de alguien. La pelea le resulta algo secundario. No importa que se trate del Campeonato Mundial de los Pesos Pesados. Es un combate igual que tantos otros librados con anterioridad. Saldrá al ring, ejecutará sus cinco o seis movimientos favoritos, intentará aguantar las cuatro o cinco virtudes de su rival (del cual había olvidado el nombre a pesar de que esa misma mañana había sido el pesaje y se habían enzarzado en el clásico pique prering) y ganará como casi siempre o perderá como casi nunca. Nada nuevo al fin y al cabo, pase lo que pase.

Y Martín entra en el ring, la muchedumbre le grita. Hay división de opiniones. Es un boxeador particular, nada pasional, todo mecanicismo. Esto hace que no se trate de uno de los púgiles más queridos a pesar de su palmarés. En el otro lado Juneweather, campeón de los EEUU, y futuro héroe de la nación.

La pelea comienza y Martín no tiene la cabeza en el Garden, lo que se traduce en una tremenda paliza endosada a su rival. Sucesión de directos de derecha que culmina con un gancho de izquierda al costado de Juneweather que cae por primera vez a la lona. No sin esfuerzo, se redime y consigue levantarse en el octavo segundo de la cuenta arbitral. Se acaba el primer round y Martín impone su hegemonía.

En el descanso entre el primero y el segundo no ha recibido ni un golpe, por lo que tiene tiempo para pensar en lo agradable que fue la hamburguesa con queso que había degustado esa misma mañana, lo que le recordó la invitación a almorzar que le había hecho su primo, Terry, un tipo gracioso con el que congeniaba especialmente.

Había enlazado a Terry con el póker, y el póker con su viaje a Pasadena cuando casi sin darse cuenta había derribado de nuevo a Juneweather y el público jaleaba y silbaba, y parecía que el combate había acabado. Pero el norteamericano, al borde del KO, se aupa con la ayuda de las cuerdas.

Y en el descanso del segundo round su mente se queda en blanco, lo que provoca que escuche un testimonio esclarecedor dicho por una voz femenina. “Tienes que ganar Martín”. Y Martín de golpe y porrazo lo entiende todo, entiende la importancia del lugar en el que está, de la competición por la que lucha y de la gente que de él depende. Entiende el porqué de lo que hace y su prisma cambia radicalmente. De repente, y sin darse cuenta, está ante Juneweather, recibe un croché y no puede defenderse, intenta reaccionar pero no recuerda qué es lo que tenía que hacer ante una situación asi. Sólo recibe, recibe y recibe, de todos los colores, de todas las formas. Y en el cuarto ring, y sin poder pensar en otra cosa, se encuentra con la lona. Se encuentra con la derrota y sobre todo se encuentra con el miedo, el miedo a morir o el miedo a perder.

Era el miedo a ganar.


jueves, 16 de junio de 2011

Vienen nubes negras

Me niego a seguir viendo los telediarios de Antena 3. Me parece una putísima vergüenza el viraje tan descarado que vienen haciendo desde hace unos meses hacia la bragueta del señor Rajoy. Una cosa es que busque la pluralidad escuchando la otra versión de las noticias, y otra muy distinta que aguante esa sensación que tengo cada día desde hace ya muchas semanas, de que poco a poco nos están metiendo un carajo bien gordo desde esa cadena, con dos enormes pes tatuadas en el glande. Algunos dirán que sigo escuchando La Brújula, Las Mañanas de Carlos Herrera, o leyendo las columnas del El País. Exactamente, porque cuando busco opiniones, las quiero escuchar desde todos los bandos. Pero cuando lo que quiero son noticias, exijo que al menos aparenten ser neutrales. Usar un espacio como el telediario para ir dilatando el ojete de los espectadores con nocturnidad y alevosía me parece, como mínimo vomitivo.

Evidentemente, algo ha cambiado cuando hacen cosas que meses atrás no. Supongo que ya ven irremediablemente cerca el advenimiento de su líder, y un medio que no siempre le ha respetado a nivel personal buscará congraciarse y dejar bien claro qué testículo cuelga más. Desgraciadamente, ahí veo yo el origen de todos nuestros males, en unas elecciones que ya sean en octubre, noviembre, marzo o cuando el demonio quiera mandarnos nuestro propio apocalipsis, ya están ganadas. Una etapa más de nuestro asqueroso “Turnismo (im)pactado”, que supone un avance con respecto al sistema de Cánovas y Sagasta. Si estos dos al menos se ponían de acuerdo en cuándo le tocaba a cada uno, el sistema de ahora consiste simplemente en sentarse a esperar que el otro se estrelle solo y sin ayuda de nadie, para levantarse entonces a recoger los restos y ocupar el sillón de presidencia. Nuestro “Turnismo esperado”. ¿Cuándo hay que soportar en la oposición? ¿Cuatro años como Zapatero? ¿Ocho como Aznar? ¿Diez como Rajoy? No pasa nada. Ancha es Castilla y cómodo el trono.

Qué quieren que les diga, ya que el PSOE nos ha sumido en un inmenso pozo de mierda en el que cada vez nos hunde más, así que lógico pensar que lo suyo es dar una oportunidad a los otros para ver si con sus métodos nos sacan. Pues lo peor que puede pasarnos es quedarnos igual, y eso lo tenemos ya asegurado con los que están, y al menos tienen la incógnita de la eficacia. Esa mentalidad, no exenta de su razón, es la que va a llevar al PP a Moncloa. Sin embargo, a poco que me paro a pensar, se me cae el alma al suelo. En tío que invariablemente va a gobernarnos dentro de unos meses no deja de ser el mismo que lleva tres años callado, siendo su principal baza estratégica no abrir una bocaza que pueda hacer a la gente pensar y restarle votos. Es el mismo tío que hace ruedas de prensa con guiones y sin aceptar preguntas (ayer mismo, la última). Es un orador pésimo, un comunicador asqueroso (“mmme ha pasado algo verdaderamente notorio…. Ehh…”), y un político denostado por la mayoría de los españoles (a su nota media en las encuestas me remito). Y sin embargo, va a ganar, porque parece la opción menos mala. Y es triste en un país con oradores políticos tan notables como Albert Rivera, Rosa Díez, Antonio Basagoiti, Julio Anguita, Duran i Lleida y Joaquín Almunia, vaya a ser presidente del gobierno semejante patata.

La única esperanza que tengo es que no consiga una mayoría absoluta que le dé total impunidad, y pueda verse un poco controlado por algunos partidos de los que dependa. Pues yo soy de la opinión de que en España no manda el que duerme en la Moncloa, sino el que le quita el sueño al que duerme en la Moncloa. Y sobre todo, me da fuerza creer que esta puede ser la última vez que vayamos a las urnas con una ley electoral avocada al bipartidismo, gracias al reciente despertar de nuestra sociedad y las exigencias que puedan plantearle esos otros grupos de los que dependa. Así, confieso que veo irremediable que Marianico llegue al gobierno, aunque no con mi voto (lógicamente, si el PSOE sobrevive y puede hacer algún tipo de oposición, tampoco contará con el mismo). Sin embargo, vuelvo a hacer la misma llamada que hacía al principio. Acuérdense de la última vez que abrió la boca el pollo que nos va a gobernar. ¿Les viene algo a la mente? Quizá sacando curas a la calle junto a señoras con sus collares de perlas contra los derechos de los homosexuales. Quizá los mismos curas contra el aborto, quizá los mismos curas contra cualquier otra cosa, portando y haciendo suyas una bandera que es de todos. ¿Van haciendo memoria de lo que dijo la última vez que habló? Quizá todas esas cosas. Quizá junto a todas aquellas que vinieron después. O quizá ninguna, porque quizá no fue más que una triste pesadilla.