domingo, 25 de diciembre de 2011

Cierro

Ni yo de amor me muero,
ni tú los encuentras mejores,
ni tú estás jugando en serio,
ni he llegado al Game Over.
Con las penas asomadas a un pretil
el mundo juega a los equilibrios
en una mano lleva dos libros
y de contrapeso me lleva a mí.
Y se va el roce de tu cuerpo
como las alegrías y los sabores
tan lejos, tan lejos
como se ven pasar los aviones.

Ni yo soy yo mismo contigo,
ni tú tienes el coño pa tonterías,
ni yo lo asumo, ni lo asimilo,
ni tú denuncias en comisaría
el robo de un abril extraviado.
El hielo que exhalas tapa con gasas
por do sangran los pecados
de imaginarme con tus gracias.
Y tu vida se tumba en el cierro
a ver pasar a los penitentes
tan muertos, tan muertos
como una acacia en Noviembre.

Ni soy el fondo de un plato,
ni tú has muerto de inanición,
ni se nos mueren las manos,
ni sabemos contar hasta el dos.
Sin delitos para confesarle
al poniente que nos mueve las ganas,
ni ganas de rendirnos al arte.
Tan esperpéntico, tan fulana.
Y mienten tus ojos de lobezno,
como de nunca haber matado
tan tiernos, tan tiernos
como un cuchillo en el costado.


P.D: Perdonad si alguno pensaba publicar hoy.

"¿Y no creéis en los milagros? Pues mirad los telediarios del día 24 de Diciembre, veréis como ese día no ha muerto nadie..."

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Martín Lotero

Llevábamos años detrás de Martín Lotero. Evidentemente no era su nombre real, pero alguien tuvo el ingenio de ponerle ese nombre en clave off the record y finalmente se le quedó, como los motes en el colegio, hasta el punto de que en los informes oficiales de la comisaría acabó apareciendo con ese pseudónimo.
Estábamos ante uno de los más hábiles y limpios ladrones de la historia de nuestro país. Decía Kevin Spacey en la voz de Verbal Kint, protagonista de "Sospechosos habituales", que el mayor mérito del diablo había sido convencer a la humanidad de que no existía. Verbal, Kevin o el guionista que escribiera la frase mentían. El mayor mérito del diablo fue convencernos a todos de que estaba dentro de nosotros, de que todos y cada uno de los ciudadanos de este mundo eran sospechosos o, mejor aún, culpables en potencia. Un crimen no es perfecto cuando no se puede descubrir al criminal, sino cuando incriminan a otro. Y ese era el modus operandi de Martín Lotero. Había convertido en presuntos ladrones a todas las personas de un país entero.
El asunto es sencillo: Martín sabe de antemano el número que va a tocar en el Sorteo de Navidad. Sabe con meses de antelación en qué ciudad caerá y cuál será el boleto premiado. Parece algo de brujería pero la forma de conocer los números, aunque desconocida, debe ser un sistema sencillo, diseñado para niños de 5 años, una chorrada, algo que cualquier disminuido mental entendería, un método que podría usar hasta Carlos Fabra.
Una vez identificada la ciudad y la combinación ganadora, se instala en un barrio obrero, se busca un nombre falso, se hace amigo de los tertulianos del bar a base de invitar a rondas, participa en las verbenas, ayuda a fastidiar a un toro en las fiestas locales y, en fin, se integra. Llegado el otoño, compra boletos con sus amigos del mus, con los del dominó y con la peña del club de fútbol local, asegurándose de ser el encargado de custodiar las papeletas. El día del sorteo, cuando toca, se lleva el dinero del premio y desaparece para siempre. Si siempre le tocara el Gordo a la misma persona levantaría sospechas, pero siempre le toca a alguien distinto, en distinta ciudad, con amigos distintos y siempre queda el mismo paisaje con los mismos testimonios: “No contesta al teléfono”, “Donde estaba alquilado hace días que no lo ven”, “Yo esto no me lo esperaba”, “Parecía un hombre tan amable”, “Éramos amigos íntimos de toda la vida”, “Mide 2’50 metros y escupe alternativamente llamaradas y escudos medievales”, etc.
Y ahí tienes a grupos de amigos mirándose desconfiados en la cola de las oficinas de loteros. Y ahí se van después a fotocopiar y compulsar papeletas, con firma e iniciales de los interesados. Y ahí está descojonado Martín Lotero, viendo por la tele el desastre de la desconfianza, la codicia y la Navidad.


P.D: Es un clamor popular lo de este blog xD.

"Admiro a deportistas más jóvenes que yo, mis ídolos se van retirando y para vérmela entera tengo que meter barriga. Creo que me hago viejo."

sábado, 10 de diciembre de 2011

"Yo para ser feliz quiero un camión"

Ya llevaba 20 años dándole vueltas a aquel enorme volante, que si se las hubiera dado a un tapón habría podido desenroscar la Tierra misma (y se le habría ido el gas). Toda una vida metido en la cabina de un camión, por interminables y tediosas rectas, metiendo el camión en almacenes inaccesibles, subiendo cuestas casi verticales, circulando por carreteras de curvas y contracurvas de las que tienen esas señales de peligro que la DGT define técnicamente como “Cualquier día mi Manolo se mata”. Sus únicos compañeros de viaje eran una pila de casetes antiguos de Carlos Cano y la carga: a veces detergente, a veces televisores, a veces tailandesas menores, a veces cajas de cartón para meter detergente, televisores y tailandesas menores. Y por debajo del camión la alfombra gris para correr.
Tantísimos años llevaba conduciendo que 500 metros antes de que el coche blanco llegara al cruce, ya sabía que se iba a colar, no sabía cómo, pero se lo notaba. Y él no pensaba frenar, faltaría más, que tenía la preferencia. A 300 metros se preocupó porque el del coche parecía decidido a no cederle el paso. A 100 metros pensó que a la gente le regalan el carné. A escasos 20 metros del cruce la suerte estaba echada y rápidamente pulsó con ansias el claxon. El fallo es que en 20 años no había cambiado nunca la bocina y no tenía presión, así que el descerebrado del coche blanco parecía seguir ajeno a lo que se le venía encima, que no era poco. Seguía pulsando desesperademente el claxón o, mejor dicho, se había liado a hostias con el volante pero no conseguía arrancarle ningún sonido de viento, aunque bien es cierto que los de percusión tenían un volumen nada desdeñable. Aquel camión seguía mudo ante la desolación de su dueño.
Con el volantazo el camión derrapó, la cabina se soltó de la carga y empezó a dar vueltas de campana. El móvil, la cartera y un San Cristóbal que había en el salpicadero rebotaban por todas partes y son de calabacín, el ambientador y el cenicero se vaciaron por doquier de calabazón, el conductor iba sin cinturón por lo que en poco tiempo se unió a la fiesta de la ingravidez con la calabaza que sale del corazón. Aquello no se paraba, venga a dar volteretas con el tiempo detenido, que lleva mi niña escrito por las enaguas un letrero que dice “tu amor me mata”.
Cuando la cabina del camión se detuvo por fin, cayó en pie y con cara de que no había pasado nada como cuando alguien tropieza por la calle y da una carrerita para simular haberlo hecho adrede. Dentro había un escenario pedropiquerístico con las alfombrillas fuera de sitio, San Cristóbal decapitado, Carlos Cano lleno de colillas y por todas partes, trocitos de las ventanillas y un conductor sin conocimiento con brechas en la cara, un brazo roto y la palanca de cambios incrustada en la entrepierna.
Meses más tarde todavía no había podido salir de su casa, el trauma lo incapacitaba para coger un camión de nuevo y se sentía inútil, perdió toda fuerza y no le quedaban ganas de vivir. Notaba que sus hijos se alejaban de él para no soportar sus interminables peroratas depresivas, pero con diferencia lo peor era que la maldita palanca de cambios no había amputado su pene pero lo había inutilizado de por vida. No se respetaba a sí mismo, no era capaz de mirar a su mujer a los ojos, se sentía menos hombre y era presa de la impotencia en varios sentidos. Su hombría, la de un camionero, tirada por los suelos, pisoteada.
Su mujer soportaba cada vez con menos estoicismo la situación que les había tocado y los desencuentros cada vez eran más frecuentes y cada vez más intensos.
La vida se había transformado en un infierno y todo porque no le funcionaba el pito.


P.D: Gilipollez máxima.

"Para ser casi feliz no hace falta casi nada"