viernes, 30 de abril de 2010

La dama del tiempo

Te recibe por debajo de ti, sin embargo da una impresión diferente, estás bajando el cuello pero imaginas un enorme pedestal, imaginas millones y millones de personas, y un sitio donde esa gente pueda observarla con libertad, donde ella brille como hace eones lo hizo, donde ella sea admirada y loada como hace eones lo era.
Su mirada es reticente pero segura. Es la mezcla de cómo imponer pasión, orden y acción. Abarca sin problemas tanto ángulo como debería, y te impone respeto, pero no miedo, sólo respeto. Y poder, un poder inmenso que podría servir más que cualquier arma, que movería tierras y mares, ejércitos interminables y civilizaciones enteras.
Estás allí, ante ella, y no puedes evitar caer en su invisible yugo. Allí no importa la gente que haya alrededor, no importa ya en qué año estemos ni de donde seamos. Ella te atrapa y te envuelve, y te dirige y te manda, te solapa, te convierte en suyo.
La dama del tiempo, la belleza inmortal, que más que mantenerse intacta se acrecenta con el tiempo. La libertad y el dominio, donde nadie podía, ella pudo. Por eso, si la conoces, no te extraña el efecto, por eso no te importa ser su súbdito, es casi un deseo más que un castigo. Te imaginas haberla visto allá en su trono, con esos mismos ojos, y te das cuenta de lo fácil que le tuvo que resultar llegar adonde llegó, al mayor de los dominios, tan alto que su cuello y su barbilla podrían haberle faltado, nadie se habría dado cuenta.
Y enclavada en un ciclo, morir no murió nunca. Vivió eterna como deseó, con su belleza intacta, con su mirada de madre, mujer y reina despertando la admiración de la gente que de suerte aún la contempla.
Allí, en Berlín.

jueves, 29 de abril de 2010

El griego (cap. 3)

Grecia es un país de contrastes, en el que a veces confluyen torpemente la modernidad con lo antiguo, y pasado y progreso chocan estentóreamente en más de una ocasión. Pero sin duda, en cuanto a naturaleza y geografía, es un país hermoso. El mero hecho de entrar en Atenas desde el mar ya era un buen principio y precedente para juzgarla, ya que además de hacerla indudablemente más espectacular y bonita, para estar totalmente tranquilo el gaditano necesita el azul del mar como el claustrofóbico del azul de cielo. Y yo, por mi parte agradecí, la consideración. Además, conocimos en el avión a una simpatiquísima mujer española, casada con un señor griego y residente en Atenas, que se interesó por nuestra suerte y nos explicó con pelos y señales cómo llegar a nuestro albergue desde el aeropuerto, cómo movernos por la ciudad y algunos detalles de las costumbres y gastronomías griegas.
Tanto eso como un paisaje escarpado, de rocas y peñascos grisáceas y de un verde salado, mediterráneo como él solo, me transmitió una sensación inicial de familiaridad que ya no me abandonó en toda mi estancia en el país. Ni siquiera al bajarnos del avión y toparnos con un alfabeto desconocido hicieron desaparecer de mi esa impresión. Todo lo contrario, ya que por encima de lo sumamente pintoresco que se hacía estar de un alfabeto distinto al latino, está lo increíblemente graciosas y simpáticas que son sus letras. En serio, son caracteres que derrochan jovialidad y dinamismo. Bastante más, desde luego, que sus vecinos los cirílicos, mucho más secos y antipáticos. Una misma palabra escrita en los dos alfabetos podrá significar exactamente lo mismo, pero desde luego no te lo dicen con la misma servicialidad y buen rollo.

Del aeropuerto tuvimos que coger un tren al centro de la ciudad, y después un metro. Esa sensación familiar me acompañaba, y aunque tardé un rato, al final comprendí por qué. Fue en el metro. Es verdad que en mi ciudad no lo hay, pero por el resto de España si he usado unos cuantos. Y además, lo que me transmitía esa sensación no era el metro en sí, sino la fauna que transitaba por el transporte público. Había una mezcolanza y una heterogeneidad que, más allá de diferencias raciales, no me había encontrado en otros suburbanos de Europa. Muchísima gente joven, cada cual con sus pintas: unos en ropa de deporte más o menos hortera, otros con sus vaqueros y sus camisetas, y otros bastante más arreglados. También Marías de barrio con chándal rosa fucsia y cadenitas de oro, o cincuentonas con ropa muy pegada marcando lorzas y arrugas, viejos con las camisas desabrochadas y el pecho al aire, gente arreglada que venía del trabajo cartera en mano, madres de familia con sus compras del mercado, hijos y carrito de bebe todo a la vez, mucha suciedad por el suelo y mugre por el destartalado vagón, y aunque en puridad no olía mal, la presencia de humanidad concentrada era evidente para ese sentido. Algunos iban callados y otros voceando, unos cuantos te empujaban o no te cedían el paso, te miraban con desconfianza si les preguntabas algo en inglés, y a la mujer de la compra, carrito y niños sólo la ayudo –me parece- una chavala joven y sonriente que estaba cerca de la puerta cuando se bajó mientras el resto observaba impertérritos. Si no llega a ser por los carteles de las estaciones y las inconfundibles narices griegas del personal, habría jurado que aún seguíamos en España.
Pero todo esto se quedó en nada cuando sin querer escuché una conversación que dos adolescentes mantenían enfrente mía. Por mi madre habría jurado en más de una ocasión que esos dos estaban hablando en castellano. Es más, tuve que concentrarme mucho en lo que decían para confirmar que no era así –lo que hacía que a veces me quedase embobado con la mirada perdida en ellos y en una ocasión uno me mirase a mí como a un perturbado mental–. Y no me pasó sólo en el metro; paseando por una calle más o menos concurrida o en cualquier bar o restaurante me pasaba lo mismo. No entendía las palabras que se decía, pero escuchaba sonidos que confundía con los nuestros y me despistaban. Supongo que será que el español y el griego se parecerán en su fonología o en algún tecnicismo más concreto. Sabe Dios. Sé que es difícil de explicar, y más aún de creer. Pero por mi mochila que fue así.

Cuando emergimos de la Atenas subterránea, se hizo el caos. No era un caos romántico y apocalípticamente divertido, como en Nápoles, sino bastante más desagradable. Subimos desde el metro a la plaza Omonia, y la semilla de Europa se nos presentó como una desafinada orquesta de suciedad, vehículos sin control, ruido, abandono y un agradable, aunque desafinado en aquella armonía de despropósitos, delicioso olor a comida. Tanto nos sedujo el aroma que pasamos un poco por alto una suciedad que creímos transitoria y nos paramos a comer en la plaza misma, entre viejos y descuidados edificios que en otro estado habrían sido bonitos, sentados en un escalón cerca de un puesto de deliciosos giros rodeados de temerarias zuritas que hacían intrusiones suicidas en nuestro territorio para robarnos la comida y vagabundos locos que gritaban furiosos a las palomas, a los escalones y a las losas del suelo –vamos, esto último como en Cádiz pero en griego-.
No fue algo transitorio. La suciedad y la basura nos acompañaron en Atenas hasta que nos fuimos de la ciudad. El camino hasta el albergue fue uno de los que más nervioso he hecho en mi vida, y eso que fue a plena luz del día. Calles resquebrajadas y asquerosas con gente gritando, carritos con montones de ropa en las esquinas, tíos tirados por el suelo durmiendo –algunos con botellas de cerveza en las manos, otros a palo seco- y varias mujeres no muy jóvenes, con poca ropa y muchas arrugas, sospechosamente maquilladas y aplicándose esmalte de uñas en unas manos muy sucias mientras hablaban también a gritos entre ellas en corrillos pequeños, nos acompañaron hasta la puerta del hostal. Un hostal muy barato, con muchas fantasmagóricas lucecitas azules por las escaleras de entrada, pero que debía ser bastante divertido. A juzgar por los preservativos que me encontré esa noche en las duchas comunes.
Recuerdo que esa noche salimos de fiesta a una zona que nos habían recomendado, y nos sorprendió bastante que además de la basura –que solía seguir estando ahí por la mañana también- hubiera mucha gente durmiendo en la calle, varios de ellos tullidos e inválidos. Nunca tuve sensación de inseguridad, porque lo cierto es que si hay indigentes, mayor es aún el número de policías que vi tanto en nuestro barrio como en otros por la noche, pero evidentemente esa pobreza sumada a la ingente cantidad de mierda que inundaba las calles, hacía que Atenas desprendiese una imagen de miseria indigna de una ciudad llamada a ser tan resplandeciente y espectacular como Roma.
Tuvimos ocasión de hablar con una muchacha ateniense que conocimos al día siguiente, antes de irnos, y a la que pregunté sobre como veía ella su ciudad. Enseguida entendió a que me refería, y me dijo que Atenas era una ciudad sumamente sucia. “¿Sabes? No tenemos muy buenos políticos en Grecia ni en Atenas, pero aún así la gente extrañamente les sigue votando, o al menos siguen ganando las elecciones, y así nos va, con la ciudad hecha una mierda”. De todos modos, también nos avisó de que habíamos ido a hospedarnos en el peor barrio posible –matizó claramente lo de “el peor”- y encima el camino que habíamos tomado antes para llegar era el menos recomendable, además de recordarnos que la ciudad, en cuanto a seguridad, no tenía problemas. No obstante, se la veía triste y resignada cuando nos contaba cosas de allí. “Grecia es un país muy atrasado con respecto al resto de Europa. Espero que algún día las cosas cambien”.

miércoles, 28 de abril de 2010

La dama y la muerte...



"A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa"
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domingo, 25 de abril de 2010

El último cartucho

Ya sé que estás cansada. Bueno, que estáis cansados. Lo sé perfectamente, hazme caso. En carne propia. Como lo sabemos todos lo que hemos pasados por ahí, que somos unos cuantos. Y como lo sabrás tú –vosotros– dentro de apenas unos meses.

Sé que a veces a uno le entran ganas de mandarlo todo a la mismísima mierda. Por utilizar la expresión que realmente estáis pensando. Ordenadamente y en fila india, una asignatura detrás de otra. Sé que a veces sólo se tienen ganas de llorar, que la paciencia se agota, que uno se asfixia entre tanto folio, entre tanto apunte y tanto libro. Falta oxígeno y sobra peso sobre vuestras cabezas. Que no se tiene muy claro si todo esto merece la pena. También sé que la altura de la cama no es lo bastante elevada como para intentar un suicidio con garantía de éxito, que el canto de los folios no corta lo suficiente, y que es mejor estudiar sin mecheros cerca. Pero también sé, que como me enseñó alguien que probablemente también os lo haya enseñado a vosotros, que todo llega.

Sé que va a ser jodido. Que no soportas más esa sensación que te agarrota el estómago todos los días, pensando en un futuro incierto que nunca has tenido tan cerca. Y sé que tenéis miedo. Miedo a no conseguirlo, a decepcionaros a vosotros mismos, a fallar a los que os rodean y tanta confianza ciega han vertido en vosotros. Que teméis al fracaso. Sé que ese miedo a veces te vence, que has llorado algunas veces, que has tenido los ojos rojos y la cara hinchada, y de pura vergüenza te has negado a mirarte en el espejo. Y lo sé porque te he visto. O por que me lo han contado. Porque puedo ser tu novio, o tu amigo, o un amigo de un amigo, o podría ser vuestro padre o vuestra madre, o tu hermano. Y sé que a veces a uno le quema la boca y se odia a sí mismo por no poder decir lo que realmente siente. Que nos sentimos torpes e inútiles por no poder animaros. Entonces se lo dice a otros padres, o a otros novios, otros hermanos, a otros amigos. Pero no a vosotros, aunque lo pensemos, porque no sabemos cómo hacerlo. Aunque realmente lo deseemos, pero no encontramos labia para hacerlo.

Y lo que todos queremos deciros, aunque a veces no sepamos muy bien cómo, es que os admiramos. Que te admiro. No sabéis que ternura, que respeto nos inspiráis cada vez que os llamamos por teléfono y os interrumpimos, o que pasamos frente a la puerta de vuestro cuarto, dejamos caer una mirada de soslayo, y os vemos otra vez, como siempre, como cada día a cada hora, con los codos clavados en la mesa. Lo único que sentimos es orgullo. Lo sentimos, porque sabemos que lo fácil es dejarse llevar, como hacen otros, y hacerse las víctimas de una LOGSE y una educación que más os arrima al arrecife que a la playa. Luchando sólo por un sueño, una esperanza, que os mantiene anclados a ese odiado flexo cada tarde.

Porque el triunfo no es otra cosa que pelear hasta morir, y si hay que hacerlo, morir, pues que sea en el intento. El triunfo es lo que hacéis ahora, cada tarde, cuando vencéis el sueño, el cansancio, el desánimo y la pereza y os volvéis a sentar frente a los mismos folios. El éxito es esa vergüenza torera que os impulsa a hacerlo, y todo el trabajo y esfuerzo que estáis derrochando. El único fracaso viene del que se sabe tan inferior que ni lo intenta, y la única victoria éxito es venceros a vosotros mismos. Ni el triunfo ni el fracaso se miden en puntos, en décimas, ni en puestos de Selectividad. Ni en cursar una carrera determinada. Así que como dicen mis tíos, que son de Cartagena, no os disminuyáis. No te disminuyas, no te vengas abajo. Y esta tarde, y mañana, y al otro, te vuelves a poner en la misma mesa de siempre, a darlo todo. A vaciarte sobre los apuntes. Porque esa es la única manera de ganar. No es la senda del triunfo, “es” el triunfo. Y si no consigues algo una vez, síguelo intentando mientras te queden fuerzas. Hasta que llegue el momento en que ya no puedas más, que siempre se puede. Y si no, pues bueno, pues hasta ahí llegaste. No hay nada que reprochar al que lo ha intentado con absolutamente todas sus fuerzas, al que ha llegado, dándolo todo, hasta donde ha podido. Porque como alguien me enseñó una vez, no hay nada deshonroso en el soldado que enciende un pitillo y levanta las manos, si antes ha peleado bien a la vista de los suyos. Si antes ha disparado su último cartucho. Eso no es fracasar. Es caer en el intento. Que es lo máximo que te puede pasar a ti, porque tú no puedes perder. Es imposible. Porque tú ya has ganado.

sábado, 24 de abril de 2010

Mini-explicación (señora, hasta otra)

Pues, efectivamente, el astronauta volvió sano, salvo, satisfecho, sorprendido y siseante. Tan sorprendido venía porque, al fin y al cabo, con lo ancho que habían hecho el espacio exterior y con lo pequeño que podía resultar un pequeño gnomo, se había encontrado con uno por allende las estrellas. Con uno recién hecho, para más señas. Además le resultaba inquietante que su Rey hubiera dado en el calvo, por una vez, en uno de sus disparatados mandatos. De hecho, el astronauta volvió tan adjetivado como vimos en la primera frase, más lo cargado que venía con un basilisco transexual (y pocimado).
Y esa llegada tan provechosa no pasó desapercibida a los mini-ojos de todos aquellos diminutos científicos que veían como, por azar, el Rey Hyonerda se apuntaba con enorme éxito a la carrera espacial. Eso no podía quedar así. Era una deshonra para su avanzada civilización que un bárbaro y alocado macro-monarca se pusiera a su misma altura en esas lides.
Así fue como se embarcaron en un nuevo proyecto: un rayo revuelve-materia con el que pretendían convertirse a sí mismos en seres de gran tamaño, civilizados e inteligentes. Y en ello se pusieron.
La idea era salvar sus severas desventajas físicas frente a la macro-civilización y dominarlos con su mayor inteligencia, haciendo así del mundo un lugar mucho más apacible. Con su refinada eficiencia y educación, los mini-seres mejorarían la calidad de vida de todo el orbe entero ya sea por las buenas o por las malas.
Hasta que al fin, duros meses de trabajo dieron su fruto. Todo estaba preparado. El cambio estaba cerca.
Así pues, revisar el montaje del rayo revuelve-materia, anunciar el proyecto y montar un festejo de inauguración fue todo uno.
Hubo papelillos, serpentinas, canto, guitarra, vino (sin alcohol), trajes de gala y boato. Todo el mini-mundo estaba concentrado en aquella baldosa. Había regocijo en las gentes de tal bombo que se le dio al evento. Hubo mítines, agradecimientos mutuos, dedicatorias, pancartas, celebridades y celebraciones.
La idea era apuntar con el rayo a un mini-tomate para ver los efectos que en él se producían. Nunca una hortaliza tan pequeña fue foco de tantas miradas (casi se estaba poniendo colorado).
Lo que aconteció quedó en las memorias del mini-pueblo para siempre. Nadie habría apostado por tal desenlace improvisado.
Embriagado por el momento, justo al accionar la maravillosa máquina, un científico que por allí estaba gritó algo como "¡Oh yeah!", sobresaltando a uno que por allí pasaba con un tambor. Las baquetas volaron, golpearon en un equilibrista que cayó de su atalaya, formando un estruendo que asustó a un gato que... que... vamos, que alguien le acabó dando un golpe al artilugio, desviándolo.
Y, lo lógico y normal, era que todo lo que fuera alcanzado por el haz de energía aumentara de tamaño considerablemente. Pero no hay nada lógico y normal en la naturaleza de un basilisco transexual (y menos conociendo sus antecedentes).
¡Ay, destino cruel! Al menos fueron obsequiados por unos instantes con la enorme belleza de los destellos y el vuelo de aquel imponente Ave Fénix. A saber hacia dónde se fue.


P.D: Realmente era imprescindible que el pobre alien-gnomo-basilisco-fénix estuviera en la historia.

"La risa de los niños es la salsa de la vida. Y a mí se me repite."

jueves, 22 de abril de 2010

Seis viajeros (cap. 2)

Chory dormía en un hueco tras los bancos de la entrada del aeropuerto de Sevilla, agazapado tras el montón que habíamos hecho con nuestras mochilas a nuestra espalda para protegerlas, mientras Ale rellenaba nuestros cuatro vasos de whisky que acompañaban nuestra partida de trivial. Serían las tres o cuatro de la mañana, nuestro vuelo despegaba a las siete y aún faltaba más de una hora y media para que abriera el aeropuerto. La mayoría de mochileros tenemos una sólida y poco confortable experiencia en dormir en el suelo, especialmente en aeropuertos, y nosotros ya habíamos encontrado la forma perfecta para pasar el tiempo. Como es imposible llegar a Sevilla en transporte público antes de las siete, tuvimos que coger el último tren que salía desde San Fernando, y llevábamos desde las once allí. Bueno, llevaban, porque yo fui lo suficientemente carajote como para perder “ese” último tren. Menos mal que mi padre, tras apocalíptico enfado y escarnio público, evidentemente, consintió en llevarme en coche hasta Sevilla a las diez de la noche. Si no tengo que irme hasta Atenas andando y con un guantazo puesto. Por tonto.
A Robe también hacía tiempo que se le había acabado la batería y se había largado a un banco cercano a dormir. Curro le preguntaba a Rafa alguna imposible pregunta sobre cine y yo apuraba mi vaso para que Ale me lo recargara. Ese era el equipo que despegaba a las siete rumbo a Atenas. Los seis de siempre. Cada vez era más difícil seguir la cuenta de los viajes que habíamos hecho juntos. Era, concretamente, nuestro segundo interrail, y sin duda el viaje más accidentado en su preparación e improvisado de cuantos hasta la fecha hemos hecho.
En un principio pensamos una ruta por Grecia y Turquía, pero se nos iba a quedar coja de días y el presupuesto se nos escapaba de las manos, así que optamos por subir de meridiano y preparamos otra centrada en Polonia, que mantuvimos y cuidamos con mimo hasta que por diversos motivos empezaron a caerse todos del equipo. Hasta que de repente nos vimos sin viaje. Cambiamos de nuevo e ideamos una ruta más corta y económica en la que, básicamente, los seis visitaríamos Atenas y Estambul en siete días, y después Curro y yo continuaríamos por nuestra cuenta perdiéndonos por los Balcanes. Ese era el plan que mantuvimos hasta que, cuatro días antes de irnos, hubo riadas en Estambul y algunos padres prohibieron a sus retoños pisar la perla de Oriente. Y ahí nos vimos, esa misma mañana, buscando como locos conexiones de trenes y autobuses para hacer un recorrido alternativo, teniendo ya comprados los otros cuatro billetes de vuelta desde Sofía.
Aunque desde luego era una lástima no poder visitar –aún- Estambul, había tenido la gran suerte de que así pude adelantar el que esperaba sería mi primer viaje a la antigua Yugoslavia y los Balcanes. Sólo en mis mejores expectativas creía posible ir ese mismo año. Y encima, iba a poder hacer parte del recorrido con esos cinco capullos que hacen de cualquier paseo algo tan especial. El resto, de luna de miel con Curro por Bosnia. Y no creo que hubiese encontrado ninguno mejor, ya que además de buen compañero para estos fregados, en tan picado como yo de la Historias y sus devaneos bélicos.

De momento seguíamos jugando, aunque luego pudimos dormir un poco tirados en el suelo, ya dentro del aeropuerto y con las maletas facturadas. En viajes así, con maleta a la espalda, el peso hay que cuidarlo mucho, y eso acaba limitando demasiado los medios para divertirse en esas interfases del recorrido, en las que te ves tirado en una estación o sentado en un autobús o un tren con ocho o diez horas por delante. Además de las dos vías de escape naturales y más efectivas, dormir y los propios compañeros, yo llevaba conmigo para echar el rato nuestra amada baraja de cartas, un libro de Fernando Quiñones, una petaca llena de coñac y el mp3 para escuchar música que el cabrón de Curro dejó olvidado en algún rincón de nuestra habitación del albergue de Osijek. Eso, junto al mini-trivial que el olvidadizo cabrón estrenaba ese viaje y su sempiterno cuadernito, solían constituir la mayor fuente de entretenimiento que tanta vida insuflaban a nuestras horas muertas.
Para disgusto de mi madre eso es poco más del resto del equipaje básico que llevábamos. Un mochilero no puede permitirse mucho más cuando se tira el macuto a la espalda pretendiendo ver mundo. El saco de dormir, cepillo de dientes, desodorante, la ropa contada, justa y necesaria para diecisiete días –tres camisetas cortas, tres largas, una extra para dormir, sudadera, chubasquero, polar y dos pantalones largos más uno corto-, y la interior calculada a expensas de encontrar una lavadora a mitad de ruta. Junto a chanclas –imprescindibles- para la ducha y una toalla de microfibra, que usarla es como secarse con un trozo de plástico áspero, pero se secan enseguida y ocupan poquísimo espacio. Todo pendiente de no sobrepasar diez kilos de báscula, por el bien de mi espalda. El resto de cosas, en común y las repartíamos entre las seis maletas. Por ejemplo, yo llevaba la cámara de fotos, otro la pasta de dientes, otro los jabones, otro un ladrón para poder cargar las baterías de todos nuestros móviles a la vez en los albergues… Más o menos así con todo. Yo tengo la costumbre de llevarme, además, otra mochila pequeña “de asalto” que me acompaña por las ciudades, en la que dejo caer alguna guía de viaje y todos los mapas e información que me voy encontrando, la comida del día, kleenex, y mi queridísima navaja suiza –original y helvética hasta la médula- y poco más.
A la hora de hacer la maleta, la norma es no sobrepasar el 10-15% del peso corporal. Pero cuando el sujeto pasa con dificultad de los 60 kilos de peso respetar ese porcentaje se convierte en un objetivo digno de tragedia homérica. Esto de hacer el equipaje parece algo trivial y simple, pero cuando tienes que elegir los diez kilos que serán tu única compañía material durante más de dos semanas, el asunto tiene su intríngulis. Aunque en esto cada uno es de su padre y de su madre, hay un consejo que una vez me dio una compañera en este mundo del mochileo que estoy seguro que con el tiempo se convertirá en aforismo y axioma en la materia: “Haz tres montones, uno con lo absolutamente imprescindible, otro con lo que podría ser que te hiciera falta en algún momento y un tercero con caprichos que te quiera llevar. Mete el primer montón en la maleta, deshecha los otros dos, y listo, ya tienes la maleta hecha”. La maleta perfecta es la que menos pesa, y todos los caprichos son prescindibles. Aunque bueno, al final siempre acabo metiéndome en el neceser un blister de ibuprofeno y una pomada corticoidea. Pijotadas que se permite uno.

En realidad, todo lo anterior depende mucho, sobre todo la ropa, de la zona concreta a visitar. Y esa precisamente nuestra mayor laguna aquella noche. Sabíamos que íbamos a la península balcánica, de eso no había duda, y que nos moveríamos previsiblemente por Grecia, Macedonia y Bulgaria; y al menos Curro y Yo , eso estaba bastante más esbozado, por Serbia, Bosnia–Herzegovina, Croacia y más tarde Alemania. Acabar en Montenegro, Albania, Kosovo, Rumania o Turquía dependía más de la suerte –la mía, porque mis compañeros no querían pisar algunos de esos sitios ni en broma- y las circunstancias que de nuestros planes iniciales, pero esa noche yo no me atrevía a cerrarle la puerta a ningún destino. Sabía que afortunadamente iba a pisar por fin el este de Europa. Punto. Y es una de las sensaciones de mayor libertad que he tenido en mi vida.
Sea como fuere, allí estábamos los seis gastando las horas que quedaban hasta el despegue del avión; dos durmiendo y cuatro bebiendo whisky frente un tablero de trivial, charlando sobre lo humano y lo divino. Y la verdad es que, bajo techo pese a estar en la calle, sin nada de frío, protegidos del relente, bajo las cálidas luces naranjas del aeropuerto, en la noche de Sevilla, a punto de empezar un viaje más sin un esquema claro en la cabeza, y en la mejor de las compañías posibles, allí se estaba de puta madre.

martes, 20 de abril de 2010

A lo mejor me he perdido algo

Quizás soy yo el ignorante, pero algo no me cuadra. Vaya por delante que soy totalmente ajeno a los entresijos que puede conllevar un delito, un juicio o una condena. Pero, repito, algo no me cuadra (a pesar de que siempre ha pasado y siempre pasará).
Si no me equivoco, la finalidad de las condenas en nuestro país es la protección de los miembros de la sociedad, la disuasión a los posibles delincuentes y la reinserción del condenado.
Y sin embargo, un hombre se enriquece siendo un corrupto y, cuando lo condenan por corrupción, sale libre bajo fianza. Una fianza que seguramente ha ganado con sus corruptelas.
El resultado es un ladrón que se queda en la calle por darle a la policía una pequeña parte de lo que ha robado, una palmadita en la espalda de quienes tuvieran pensado delinquir y un mozo que habiendo obrado mal no tiene ningún motivo convincente para no volver a hacerlo.
La justicia es ciega, y a veces parece gilipollas.

P.D: Muy cortito, para variar.

"Ay, si es que no nos queda ni el voto útil"

sábado, 17 de abril de 2010

*Sin título

Un par de faltas de expresición
y alguna tara ortográcica
demasiadas, en mi opinión,
que aunque no es el habla ciencia exáctica
con las sobras de tilde de amór
me da para escribir la grantástica
vida del vecino de Escipión.

Que no es ésta una carta de amor.
Si lo fuera, tendría acaso
en lugar del sello de rigor,
una estampita del "pitu" Abelardo.


Evoco a ratos tu amparición:
en mis ensoñaciones más lúgubras,
cuando me atraca un dagón,
y me quiere meter entre rúculas
para dagarse un atracón.
Es una llana agudeza (esdrújula)
o una tóntula obtusación.

Que no es ésta una carta de amor.
Si lo fuera, sería aciago
en lugar del sobre de rigor,
una bolsa arrugada del Simago.


P.D: Me gusta, como podéis comprobar, experimentar con las licencias y eso.

"Cuando hace frío se me ponen los cojones como nueces plastificadas"

jueves, 15 de abril de 2010

Yo estuve allí (cap. 1)

Hay dos formas de viajar: una para conocer el planeta, y otra para conocer a los humanos. Si la primera, con un paseo por los Alpes, o una pequeña escalada por Meteora, siempre me ayuda a reconciliarme con la vida, la segunda suele acabar enfrentándome a mi propia especie. Desde que aprendí a viajar, cuantas veces me he echado la mochila al hombro he ido cubriendo un agridulce y amplísimo álbum de vergüenzas y orgullos que tienen muy difícil equilibrar la balanza. Porque el camino no se limita a París o Granada, ni acaba en Under den Linden berlinés ni en la Marienplatz de Munich. Ojalá. Pero siempre continúa hasta algún muro de Berlín, hasta algún Dachau. Incluso algunas de nuestras más hermosas obras no fueron sino hijas del narcisismo y ego de los que las mandaron a construir. Aunque afortunadamente el camino sigue, y eso siempre me da esperanza. Gracias a Dios una noche cientos de vecinos se echaron a la calle y se liaron a mazazos contra el muro. Al menos reconstruimos Dresde, volvimos a levantar el puente de Mostar y sigue abierto el campo de concentración de Nis. Por fortuna aún podemos ir a Venecia, ver el Partenón y contemplar la fusión del Danubio y el Sava desde el viejo fuerte de Belgrado. Pero eso sólo es la mitad de la historia; lo que nuestras madres se callaban para que estuviésemos tranquilos el momento de ir a la cama. Ahora ya somos mayores, y yo he entendido que viajar también es ir a ver lascas de tiros y obuses, verdes lomas balcánicas convertidas en blancos cementerios donde descansan miles de víctimas del genocidio y una biblioteca incendiada en Sarajevo. Viajar también es colarse en misas ortodoxas y mezquitas y hablar con serbios y musulmanes. A veces viajar ni siquiera es aprender, sólo no olvidar. Y perseguir y encontrarse con los fantasmas que nuestra estúpida especie ha ido dejando atrás.
Estas son palabras que escribí una vez para un viejo y admirado amigo, y que ya transcribí aquí Pero he pensado bastante a partir de ellas desde entonces. Y quizá vaya siendo ya hora de escribir.

Odio las guerras. Pero me fascinan. Y no son palabras que uno pueda pronunciar orgulloso. Pero es así. La Historia a veces me atrapa y me absorbe como un pulpo entre sus tentáculos. Un extraño pulpo del que, cuanto más conozco, más fuerte quiero que me succione para poder conocerlo mejor. Para poder entenderlo. Y cuando eso se consigue, uno jamás puede librarse de esa carga. La lleva siempre a la espalda, en la mochila, en la memoria. Y a veces pesa. Y entonces, cuando pesa, es cuando no puedes deshacerte de ella. Porque si te duele, es que la has comprendido. No olvidemos que puede ser un pulpo fascinante, en ocasiones precioso… Así es la Historia. Pero en otras es un ser abominable, asqueroso y repulsivo. Un pulpo repugnante, un ser sumamente dantesco. Como todas las guerras.
No sé desde cuando reside en mí ese gusto bélico, pero el caso es que los escritores con los que crecí y me hice adulto, y a los que más admiré, fueron o son en gran número corresponsales de guerra. Y todos los escritores a los que admiré fueron, desde luego, transhumantes. Supongo que de ahí nacieron mis dos grandes pasiones: la literatura y los viajes, forjadas al mismo tiempo en mi memoria. Y de ahí vendrá también mi pasión por la Historia: por mi insaciable curiosidad por conocernos a nosotros mismos, a los humanos. A los creadores de las pirámides, la escritura, el Quijote, Rayuela, los barcos, la energía nuclear, las vacunas… Y créanme, no hay nada más cruel, más estúpido y más humano que la guerra.
Las guerras no son nobles, no podrán serlo nunca. Ni siquiera los héroes que de ellas surgen las justifican. Pueden nacer de su fuego y sus cenizas historias y cuentos increíbles, personas fabulosas. Verdaderas hazañas. No importa. Maldita la hora en que nacieron los héroes, si lo hicieron en tiempo de guerra. Ojalá no hubieran tenido que hacerlo. Y si alguno que así nació no piensa de este modo, no es un héroe. Es un bellaco.
Ningún motivo es justo para una guerra. “Si una guerra parece moral, no la creáis”. Porque una guerra no son dos ejércitos de soldados enfrentándose limpia y ordenadamente sobre unas normar concretas. Nunca. La guerra son civiles muriendo por causas que le importan un bledo. O militares muriendo por ideas que consideran justas. Son personas muriendo. Son hijos que se pierden en el camino, o padres que no volverán a cuidar a nadie. La guerra son niños llorando, cuando aún les queda vida por la que llorar. Son ciudades devastadas que desaparecerán de los mapas futuros, campos quemados. Son calles masacradas a tiros, bellísimos edificios derruidos, y otros restos que permanecerán visibles, como una herida abierta, muchísimos años después. Al final, la guerra siempre son personas matándose entre sí por pensar de forma opuesta a la del otro. Y todos los muertos que dejan a su paso porque dos personas no piensan igual.
Mil veces en nuestra vida hemos escuchado que en la guerra no hay vencedores ni vencidos. Tremendo embuste. Claro que hay vencidos, por su puesto que sí. Y claro que son la grandísima mayoría. Y es cierto que hay vencedores vencidos. Pero hay vencedores. Y hasta vencidos vencedores. Los que agitaron el árbol de la ignorancia y el odio entre las masas para generar una guerra en la que no lucharon y no se hicieron un rasguño, vencieron. Sin importar que la bandera bajo la exhortaban a sus borregos fuese la que triunfara y se clavara en el terreno del enemigo o no. Vencieron. Los que sacaron tajada económica de la guerra, vencieron. Los criminales que nunca fueron o serán juzgados, vencieron. Los que asesinaron o hicieron asesinar y quedaron impunes, vencieron. Y si encima siguen vivos, vencieron con alevosía.
¿Culpables? ¿Hasta que punto son culpables los ignorantes? ¿Hasta qué punto es culpable el que se dejó engañar? O al revés, ¿hasta qué punto es inocente? Es culpable, evidentemente, el que las permite. Es culpable el cobarde. El que no dice nada. El que no las alienta, pero tampoco las acalla. ¿Cierto? Entonces, concédanme un silogismo: nosotros somos culpables. Tanto como el resto. Estemos inmersos en el conflicto, o cómodamente observándolas, ecuánimes, desde la seguridad de nuestras casas del primer mundo. Olvidando las tantas guerras que cayeron como tropiezo en nuestro seguro y ecuánime primer mundo.
Sí. A veces hay agredidos. En ocasiones, es necesario defenderse. Pero eso no hace una guerra justa, ni justifica las barbaries del agredido. A veces podemos tomar partido por la legítima defensa, quizá un objetivo nos parezca loable. Pero la guerra nunca es un objetivo. Preguntémosle a las víctimas cuan loable es una guerra.

Ojalá desapareciesen. Ojalá perdiese esa fuente de fascinación. Ojalá no hubiera más víctimas. Créanme que lo digo con el corazón. Pero mientras no sea así, me seguirán intrigando. ¿Por qué? ¿Por qué esas víctimas? ¿Por qué esa locura? ¿Qué cara tenían? ¿Qué dramas guardaban? ¿Cómo empezó todo? ¿Cómo terminó? ¿Cómo están las cosas ahora? ¿Qué fue de los soldados? ¿Qué de los asesinos? Pero sobre todo… qué fue de ellos… Las víctimas. Los vencidos todos. Me importan un carajo los modelos de aviones, tanques, armamento o estrategias que siguieron. Para mi la guerra no es objeto de culto. No es un hobby. Es sólo Historia. Son personas. Y la Historia hay que conocerla entera.
Por eso en uno de mis viajes no pude aguantar más y necesité saber más. Los kilos y kilos de papel e información que había asimilado me ardían en el interior y me quemaban el alma, y necesitaba verlo con mis propios ojos. Necesitaba saber qué había sido la guerra de la que más había aprendido y más me había horrorizado. Una guerra que comenzó cuando yo era un niño, y terminó cuando ya era un niño un poco más grande. Un conflicto que siguió dando coletazos cuando era totalmente consciente de la realidad que me rodeaba –todo lo consciente de la realidad que puede ser alguien en este manipulado mundo, especialmente un adolescente- y me iba pesando dentro. Necesitaba ir al suelo de lo que una vez se llamó Yugoslavia y formó parte de nuestra Historia durante sesenta años, como antes necesité conocer la Alemania comunista. Necesitaba conocer los Balcanes. Necesitaba, al menos, saber que era de lo que una vez había sido la guerra.
No me engaño a mi mismo, ni trato de engañar a nadie. No soy un soldadito valiente. Ruego a Dios no verme nunca involucrado personalmente en una de esas, y no creo que tuviera agallas suficientes para satisfacer una posible vocación de corresponsal de guerra. Pero algo de mí desearía hacerlo. Ir allí y contar, explicar lo que está pasando, haciendo entender a los que me escuchen. Aunque hay algo más. Ese algo que me hizo viajar esta vez a Bosnia, y ya me hizo viajar antes a conocer sitios que preocupaban menos a mi madre. Esa parte de mí que ansió ver y tocar el muro de Berlín, la puerta de Brandenburgo, perderme en Venecia, conocer París. El deseo de conocer “de verdad”. De ver con mis propios ojos, palpar su gusto, sentir su tacto, apreciar su olor. Ese impulso que, la próxima vez que vea el vídeo de la destrucción del puente de Mostar, el asedio de Sarajevo, los bombardeos de Belgrado, o lea la historia de la zona protegida de Gorazde o las matanzas sobre el puente de Visegraad me hará decir: “Yo estuve allí”. Quizá tarde. Sin riesgo. Como un macabro turista japonés de fotografía y vámonos. Lo que ustedes quieran. Pero como en otros sitios, como el lago donde los Alpes deshielan, como en el lugar donde Sócrates se bebió la cicuta y nació nuestra civilización, yo estuve allí.


miércoles, 14 de abril de 2010

Como cada martes o cada jueves

Como cada mañana de martes y jueves, en el tren.
Como cada mañana de martes y jueves, solo.
Como cada mañana de martes y jueves, con un libro.
Como cada mañana de martes y jueves, bajando ligeramente el libro, escuchando y viendo, la fijación y el detalle, y las historias de un día.

Diferente a cada mañana pero a martes o a jueves, un hombre mayor, calculo de unos sesenta años, sentado enfrente de mí, yo en la derecha y él en la izquierda. Viste uniforme, jersey y pantalón azul oscuro y una camisa celeste. Lleva un busca en la pernera siniestra y una plaza identificativa. Jaime Lizarrán, secretario médico, reza con exactitud la misma. Gafas especialmente redondas completan una figura peculiar pero nada llamativa.
Y un agitado respirar, que siendo sincero, me molesta.
El sol entra progresivamente en el vagón ayudando a facilitar el sueño y un leve murmullo funciona como hilo musical. El secretario se ladea exageradamente y captura de su bolsillo posterior lo que parece ser un arrugado trozo de papel. Echa mano al maletín para coger el bolígrafo. Todo comienza a tomar tintes lógicos, el papel no es más que un fragmento del Viva Jerez que parece tener un sencillo sudoku. Vuelta a lo de siempre, sigo con T. Capote.
El sol se marcha con la curva de Las Aletas y de nuevo un cambio de carácter a mi alrededor, han pasado quince minutos y me he desconcentrado, a dejar de leer, a seguir observando. Casi ningún nuevo invitado en el vagón, se han vaciado los asientos contiguos y el secretario sigue en el mismo lugar, bolígrafo en mano y con el sudoku apoyado en el muslo izquierdo. Justo en ese instante parece comenzar a desesperarse, suspira sonoramente tras tachar por tercera vez una de las casillas superiores. Dos gotas de sudor le resbalan por la frente, fruto del sudor y del calor del mediodía. No parece resarcirse y se retuerce con discreción, calculando forzosamente y comprobando ese laberinto numérico donde parece haberse quedado definitivamente bloqueado. Confirma su angustia con un gesto característico, alejando el pasatiempo de su anterior punto de apoyo y levantando la vista, hacia la ventana, allá donde no hay cifras. No hay manera, algo tiene que hacer.
Entonces aparta la mirada de la ventana y hace un repaso general de su entorno, como el que silba antes de cometer la indecencia, la mirada de reojo le señala. Se escora y comienza a girar el trozo de papel en busca de las soluciones, y cuando tiene a tiro de piedra las cifras faltantes de repente le cambia el rictus, en un ataque de orgullo contenido aupa la cabeza, mira hacia delante y tras lanzar el bolígrafo a la maleta hace añicos el trozo del periódico, agita las trizas con ambas manos y las introduce en uno de sus bolsillos.
El secretario se ha ganado mi eterno respeto.

domingo, 11 de abril de 2010

El Derecho de soñar




Texto:

http://www.patriagrande.net/uruguay/eduardo.galeano/patas.arriba/el.derecho.al.delirio.htm

"I Have a Dream..." Martin Luther King Jr

PD: Os recuerdo el anuncio de Aquarius que decia: "El mundo esta loco...no el ser humano es extraordinario" Seamos locos!!!!!!!

martes, 6 de abril de 2010

Estaba meditando sobre usted, señora

Y me armé de valor, y me decidí a continuar la historia del troll. Y justo a tiempo, porque precisamente ahora mismo el troll estaba poniéndose sus gafas de sol, sacando dos ametralladoras UZI de sus costados, dando volteretas por los aires, disparando a discreción y diciendo "Og-buá" (au revoir) con media sonrisilla malévola. En su mente, claro. La realidad era bien distinta. Además, descartó esa idea de inmediato porque no sabía francés.
Pensó entonces que debería emitir una cantidad ingente de energía focalizada en su cuerpo, como en la película Powder. Pero, en fin, estaba el inconveniente de que no podía.
¿Y si les arrojara el geranio? Bah, solamente conseguiría neutralizar a uno de los miles de enemigos y a cambio de perder algo único e irrepetible. ¡Cielos, esa maceta era preciosa!
Miles de ideas le rondaban la cabeza, como la de pintarse media cara de azul, ponerse faldita y empezar un discurso sobre la libertad: "No temáis al enemigo. Podrán perseguirnos como a perros pero nunca nos quitarán la libertad. No tengáis miedo, ¡yo soy...!, ¡YO SOY... !". Y ahí es cuando se dio cuenta de que la mayoría de mis personajes no tienen nombre propio.
Además, cualquiera de esas opciones parecía menos heroica con hipo.
Así que asumió su destino. De frente. Se situó al borde del precipicio, dejó caer un par de lágrimas y con media sonrisilla triste se despidió del mundo.
Saltó al vacío.
A su espalda se formaba un caos tremendo. Cíclopes que insultan a grifos, el goteo de sangre de las bestias paquidermas que se habían enfrentado a los elfos, el ejército del Rey Hyonerda intentando encender la barbacoa, sultanes contra jefes de tribus, palomas contra gorriones. Y todo eso en mitad del campo de batalla en el que se había transformado el infeliz cauce seco del río Guarot.
Nuestro amigo no tuvo tiempo ni de ver los créditos del principio de la película de su corta vida. Fue todo visto y no visto. Justo al saltar, vio ante sí un fulgor infinito. Una llama iridiscente que brillaba con todos los colores de un enorme arco-iris (incluso de dos arco-iris más, conectados en paralelo). Un fogonazo. No podía creer lo que veían sus ojos. En plena caída, hizo aparición ante él el Ave Fénix. Decidido a salvar a nuestro pequeño héroe, el pájaro legendario hizo un vuelo en picado, lo cogió con sus garras hábilmente y se alejó veloz por los cielos de forma majestuosa.
Y al troll se le quitó el hipo.

P.D: Estaba cantado que iba a pasar esto.


"El sexo con normas es monótono y con reglas es pringoso"

lunes, 5 de abril de 2010

En el lado de la vida...




¿Cómo hacerse donante?
http://www.juntadeandalucia.es/servicioandaluzdesalud/principal/documentosAcc.asp?pagina=gr_serviciossanitarios3_13

PD: He vuelto, necesitaba un buen trasplante y lo obtuve.

viernes, 2 de abril de 2010

Perfi: Fernando Quiñones

"El diario La Nación, de Buenos Aires, había instituido un premio para una colección de cuentos; nosotros –Carmen Gándara, Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea, Leónidas de Vedia y el mismo Jorge Luis Borges que firmaba estas líneas– integrábamos el jurado. Más de quinientos manuscritos, algunos de volumen considerable, nos abrumaron; al cabo de una tercera reunión, quedaron reducidos a uno.
Nada sabíamos del hombre que velaba el pseudónimo; el ambiente, la entonación y cierto desenfado en el manejo de las palabras dejaban entrever a un español, y aún un andaluz.
Dos temas, el vino y la tauromaquia, prevalecían en los textos; ambos tendían a alejarnos de ellos. Como Quevedo éramos partidarios del toro (...) no del toreo.
Todos sentimos, sin embargo, que los temas son símbolos y adjetivos. (...) Y en los cuentos de Fernando Quiñones estaba el hombre, si índole y su destino.
Los premiamos con unánime acuerdo porque advertimos en la obra de Quiñones a un gran escritor de la literatura hispánica de nuestro tiempo, o, simplemente, de la literatura."

Estas palabras fueron escritas por el Gran Maestro Borges a finales de los 70, años después de entregar ese premio, relatando como descubrió a nuestro escritor gaditano, y a petición expresa del mismo, introducidas como prólogo a la primera edición de su libro de relatos “El viejo país”. Quiñones no sólo disfrutó de la admiración de Borges, que ya es decir, sino también de su amistad. Así como de la de otros grandes escritores de su tiempo como Cortázar, Vicente Aleixandre, Juan Ramón Jiménez, Alberti, Gerardo Diego, o su íntimo amigo, Antonio Gala. Además, de las personas que más admiraba ya se agenció él la manera de conocerlas, independientemente de lo que quisiera el aludido. Como aquella mañana de seis de enero en Madrid en la que buscó la dirección de Pío Baroja en el listín telefónico y se plantó en su casa con un roscón de Reyes para invitarlo a desayunar y poder charlar con él. O como cuando fue invitado a cenar a casa de Picasso en Cannes, y estuvieron charlando y cantando flamenco toda la noche,y al acabar, como le había caído en gracia al pintor malagueño, este le señaló su estudió y le dijo “gaditano, ve allí y coge el que tú quieras, ¿me oyes?, el que tú quieras”, y este lo rechazó pensando que seguramente todo el que se arrimaba al maestro buscaba en alguna medida sacar algo, y él iba a ser más chulo que un ocho y se iba a plantar delante de Picasso para dar, y no para recibir. “Yo ya me llevo mucho, capitán, con usted, sus amigos y su pan, no quiero llevarme más”, le respondió el tío. Un poco finolis de más, pero con dos cojones.

Aunque nacido en Chiclana –una más de las villas de Cádiz que tan Cádiz son en realidad–, él siempre se consideró gaditano de pura cepa y se mostró orgulloso de ello. Paseó tanto su cariño y su amor por su tierra entre sus que le acabó costando ser considerado por muchos un escritor local, lastre que probablemente le impidió llegar más lejos entre el público y las editoriales –otra cosa fue en la Literatura, ya que después de cosechar la admiración de Borges y Cortázar, mucho más lejos no se puede llegar– de manera injusta, pues nunca se ha considerado como “local” a un escritor madrileño o barcelonés que haya hecho relucir a Madrid o Barcelona en sus obras. Fue amante del flamenco, del vino y de los toros, de la poesía, de los cuentos, del mar y de su mujer. De joven se juntó con un grupo de amigos y decidieron sacar una pequeña revista de poesía, “El Parnaso”, que fue seguida por otra mucho más conocida, de nombre “Platero”, con una pequeña subvención que les ofreció el régimen que él tanto detestaba. De aquella revista aún sobreviven poetas de sobra conocidos, como Caballero Bonald. De ahí saltó al periodismo, y marchó a Madrid para trabajar y poder echar de menos su tierra, y años más tarde, inició una serie de viajes que lo llevarían a conocer profundamente Hispanoamérica –la América Morena, como él la llamaba–, y otras partes del mundo, como Marruecos, Yemen o Yugoslavia.

Éxitos, lo que se dice éxitos, a nivel editorial cosechó pocos. Fue finalista del Premio Planeta por “Las mil noches de Hortensia Romero”, y otra vez años más tarde por su magnífica novela “La canción del pirata”, que de firmarla cualquier grande de la época hubiera sido traducida a cuarenta idiomas. Pero esto a él siempre se la trajo un poco floja, la verdad. En cambio, se dedicó a recoger reconocimientos de los grandes y a firmar unos libros de poesía –esas “Crónicas” maravillosas de tantas cosas, como Al-Andalus, Yemen, Yugoslavia, Hispánicas, Americanas, Inglesas…–, relatos, novelas, y una vida, que muchos otros más premiados quisieran para sí.