Chory dormía en un hueco tras los bancos de la entrada del aeropuerto de Sevilla, agazapado tras el montón que habíamos hecho con nuestras mochilas a nuestra espalda para protegerlas, mientras Ale rellenaba nuestros cuatro vasos de whisky que acompañaban nuestra partida de trivial. Serían las tres o cuatro de la mañana, nuestro vuelo despegaba a las siete y aún faltaba más de una hora y media para que abriera el aeropuerto. La mayoría de mochileros tenemos una sólida y poco confortable experiencia en dormir en el suelo, especialmente en aeropuertos, y nosotros ya habíamos encontrado la forma perfecta para pasar el tiempo. Como es imposible llegar a Sevilla en transporte público antes de las siete, tuvimos que coger el último tren que salía desde San Fernando, y llevábamos desde las once allí. Bueno, llevaban, porque yo fui lo suficientemente carajote como para perder “ese” último tren. Menos mal que mi padre, tras apocalíptico enfado y escarnio público, evidentemente, consintió en llevarme en coche hasta Sevilla a las diez de la noche. Si no tengo que irme hasta Atenas andando y con un guantazo puesto. Por tonto.
A Robe también hacía tiempo que se le había acabado la batería y se había largado a un banco cercano a dormir. Curro le preguntaba a Rafa alguna imposible pregunta sobre cine y yo apuraba mi vaso para que Ale me lo recargara. Ese era el equipo que despegaba a las siete rumbo a Atenas. Los seis de siempre. Cada vez era más difícil seguir la cuenta de los viajes que habíamos hecho juntos. Era, concretamente, nuestro segundo interrail, y sin duda el viaje más accidentado en su preparación e improvisado de cuantos hasta la fecha hemos hecho.
En un principio pensamos una ruta por Grecia y Turquía, pero se nos iba a quedar coja de días y el presupuesto se nos escapaba de las manos, así que optamos por subir de meridiano y preparamos otra centrada en Polonia, que mantuvimos y cuidamos con mimo hasta que por diversos motivos empezaron a caerse todos del equipo. Hasta que de repente nos vimos sin viaje. Cambiamos de nuevo e ideamos una ruta más corta y económica en la que, básicamente, los seis visitaríamos Atenas y Estambul en siete días, y después Curro y yo continuaríamos por nuestra cuenta perdiéndonos por los Balcanes. Ese era el plan que mantuvimos hasta que, cuatro días antes de irnos, hubo riadas en Estambul y algunos padres prohibieron a sus retoños pisar la perla de Oriente. Y ahí nos vimos, esa misma mañana, buscando como locos conexiones de trenes y autobuses para hacer un recorrido alternativo, teniendo ya comprados los otros cuatro billetes de vuelta desde Sofía.
Aunque desde luego era una lástima no poder visitar –aún- Estambul, había tenido la gran suerte de que así pude adelantar el que esperaba sería mi primer viaje a la antigua Yugoslavia y los Balcanes. Sólo en mis mejores expectativas creía posible ir ese mismo año. Y encima, iba a poder hacer parte del recorrido con esos cinco capullos que hacen de cualquier paseo algo tan especial. El resto, de luna de miel con Curro por Bosnia. Y no creo que hubiese encontrado ninguno mejor, ya que además de buen compañero para estos fregados, en tan picado como yo de la Historias y sus devaneos bélicos.
De momento seguíamos jugando, aunque luego pudimos dormir un poco tirados en el suelo, ya dentro del aeropuerto y con las maletas facturadas. En viajes así, con maleta a la espalda, el peso hay que cuidarlo mucho, y eso acaba limitando demasiado los medios para divertirse en esas interfases del recorrido, en las que te ves tirado en una estación o sentado en un autobús o un tren con ocho o diez horas por delante. Además de las dos vías de escape naturales y más efectivas, dormir y los propios compañeros, yo llevaba conmigo para echar el rato nuestra amada baraja de cartas, un libro de Fernando Quiñones, una petaca llena de coñac y el mp3 para escuchar música que el cabrón de Curro dejó olvidado en algún rincón de nuestra habitación del albergue de Osijek. Eso, junto al mini-trivial que el olvidadizo cabrón estrenaba ese viaje y su sempiterno cuadernito, solían constituir la mayor fuente de entretenimiento que tanta vida insuflaban a nuestras horas muertas.
Para disgusto de mi madre eso es poco más del resto del equipaje básico que llevábamos. Un mochilero no puede permitirse mucho más cuando se tira el macuto a la espalda pretendiendo ver mundo. El saco de dormir, cepillo de dientes, desodorante, la ropa contada, justa y necesaria para diecisiete días –tres camisetas cortas, tres largas, una extra para dormir, sudadera, chubasquero, polar y dos pantalones largos más uno corto-, y la interior calculada a expensas de encontrar una lavadora a mitad de ruta. Junto a chanclas –imprescindibles- para la ducha y una toalla de microfibra, que usarla es como secarse con un trozo de plástico áspero, pero se secan enseguida y ocupan poquísimo espacio. Todo pendiente de no sobrepasar diez kilos de báscula, por el bien de mi espalda. El resto de cosas, en común y las repartíamos entre las seis maletas. Por ejemplo, yo llevaba la cámara de fotos, otro la pasta de dientes, otro los jabones, otro un ladrón para poder cargar las baterías de todos nuestros móviles a la vez en los albergues… Más o menos así con todo. Yo tengo la costumbre de llevarme, además, otra mochila pequeña “de asalto” que me acompaña por las ciudades, en la que dejo caer alguna guía de viaje y todos los mapas e información que me voy encontrando, la comida del día, kleenex, y mi queridísima navaja suiza –original y helvética hasta la médula- y poco más.
A la hora de hacer la maleta, la norma es no sobrepasar el 10-15% del peso corporal. Pero cuando el sujeto pasa con dificultad de los 60 kilos de peso respetar ese porcentaje se convierte en un objetivo digno de tragedia homérica. Esto de hacer el equipaje parece algo trivial y simple, pero cuando tienes que elegir los diez kilos que serán tu única compañía material durante más de dos semanas, el asunto tiene su intríngulis. Aunque en esto cada uno es de su padre y de su madre, hay un consejo que una vez me dio una compañera en este mundo del mochileo que estoy seguro que con el tiempo se convertirá en aforismo y axioma en la materia: “Haz tres montones, uno con lo absolutamente imprescindible, otro con lo que podría ser que te hiciera falta en algún momento y un tercero con caprichos que te quiera llevar. Mete el primer montón en la maleta, deshecha los otros dos, y listo, ya tienes la maleta hecha”. La maleta perfecta es la que menos pesa, y todos los caprichos son prescindibles. Aunque bueno, al final siempre acabo metiéndome en el neceser un blister de ibuprofeno y una pomada corticoidea. Pijotadas que se permite uno.
En realidad, todo lo anterior depende mucho, sobre todo la ropa, de la zona concreta a visitar. Y esa precisamente nuestra mayor laguna aquella noche. Sabíamos que íbamos a la península balcánica, de eso no había duda, y que nos moveríamos previsiblemente por Grecia, Macedonia y Bulgaria; y al menos Curro y Yo , eso estaba bastante más esbozado, por Serbia, Bosnia–Herzegovina, Croacia y más tarde Alemania. Acabar en Montenegro, Albania, Kosovo, Rumania o Turquía dependía más de la suerte –la mía, porque mis compañeros no querían pisar algunos de esos sitios ni en broma- y las circunstancias que de nuestros planes iniciales, pero esa noche yo no me atrevía a cerrarle la puerta a ningún destino. Sabía que afortunadamente iba a pisar por fin el este de Europa. Punto. Y es una de las sensaciones de mayor libertad que he tenido en mi vida.
Sea como fuere, allí estábamos los seis gastando las horas que quedaban hasta el despegue del avión; dos durmiendo y cuatro bebiendo whisky frente un tablero de trivial, charlando sobre lo humano y lo divino. Y la verdad es que, bajo techo pese a estar en la calle, sin nada de frío, protegidos del relente, bajo las cálidas luces naranjas del aeropuerto, en la noche de Sevilla, a punto de empezar un viaje más sin un esquema claro en la cabeza, y en la mejor de las compañías posibles, allí se estaba de puta madre.
A Robe también hacía tiempo que se le había acabado la batería y se había largado a un banco cercano a dormir. Curro le preguntaba a Rafa alguna imposible pregunta sobre cine y yo apuraba mi vaso para que Ale me lo recargara. Ese era el equipo que despegaba a las siete rumbo a Atenas. Los seis de siempre. Cada vez era más difícil seguir la cuenta de los viajes que habíamos hecho juntos. Era, concretamente, nuestro segundo interrail, y sin duda el viaje más accidentado en su preparación e improvisado de cuantos hasta la fecha hemos hecho.
En un principio pensamos una ruta por Grecia y Turquía, pero se nos iba a quedar coja de días y el presupuesto se nos escapaba de las manos, así que optamos por subir de meridiano y preparamos otra centrada en Polonia, que mantuvimos y cuidamos con mimo hasta que por diversos motivos empezaron a caerse todos del equipo. Hasta que de repente nos vimos sin viaje. Cambiamos de nuevo e ideamos una ruta más corta y económica en la que, básicamente, los seis visitaríamos Atenas y Estambul en siete días, y después Curro y yo continuaríamos por nuestra cuenta perdiéndonos por los Balcanes. Ese era el plan que mantuvimos hasta que, cuatro días antes de irnos, hubo riadas en Estambul y algunos padres prohibieron a sus retoños pisar la perla de Oriente. Y ahí nos vimos, esa misma mañana, buscando como locos conexiones de trenes y autobuses para hacer un recorrido alternativo, teniendo ya comprados los otros cuatro billetes de vuelta desde Sofía.
Aunque desde luego era una lástima no poder visitar –aún- Estambul, había tenido la gran suerte de que así pude adelantar el que esperaba sería mi primer viaje a la antigua Yugoslavia y los Balcanes. Sólo en mis mejores expectativas creía posible ir ese mismo año. Y encima, iba a poder hacer parte del recorrido con esos cinco capullos que hacen de cualquier paseo algo tan especial. El resto, de luna de miel con Curro por Bosnia. Y no creo que hubiese encontrado ninguno mejor, ya que además de buen compañero para estos fregados, en tan picado como yo de la Historias y sus devaneos bélicos.
De momento seguíamos jugando, aunque luego pudimos dormir un poco tirados en el suelo, ya dentro del aeropuerto y con las maletas facturadas. En viajes así, con maleta a la espalda, el peso hay que cuidarlo mucho, y eso acaba limitando demasiado los medios para divertirse en esas interfases del recorrido, en las que te ves tirado en una estación o sentado en un autobús o un tren con ocho o diez horas por delante. Además de las dos vías de escape naturales y más efectivas, dormir y los propios compañeros, yo llevaba conmigo para echar el rato nuestra amada baraja de cartas, un libro de Fernando Quiñones, una petaca llena de coñac y el mp3 para escuchar música que el cabrón de Curro dejó olvidado en algún rincón de nuestra habitación del albergue de Osijek. Eso, junto al mini-trivial que el olvidadizo cabrón estrenaba ese viaje y su sempiterno cuadernito, solían constituir la mayor fuente de entretenimiento que tanta vida insuflaban a nuestras horas muertas.
Para disgusto de mi madre eso es poco más del resto del equipaje básico que llevábamos. Un mochilero no puede permitirse mucho más cuando se tira el macuto a la espalda pretendiendo ver mundo. El saco de dormir, cepillo de dientes, desodorante, la ropa contada, justa y necesaria para diecisiete días –tres camisetas cortas, tres largas, una extra para dormir, sudadera, chubasquero, polar y dos pantalones largos más uno corto-, y la interior calculada a expensas de encontrar una lavadora a mitad de ruta. Junto a chanclas –imprescindibles- para la ducha y una toalla de microfibra, que usarla es como secarse con un trozo de plástico áspero, pero se secan enseguida y ocupan poquísimo espacio. Todo pendiente de no sobrepasar diez kilos de báscula, por el bien de mi espalda. El resto de cosas, en común y las repartíamos entre las seis maletas. Por ejemplo, yo llevaba la cámara de fotos, otro la pasta de dientes, otro los jabones, otro un ladrón para poder cargar las baterías de todos nuestros móviles a la vez en los albergues… Más o menos así con todo. Yo tengo la costumbre de llevarme, además, otra mochila pequeña “de asalto” que me acompaña por las ciudades, en la que dejo caer alguna guía de viaje y todos los mapas e información que me voy encontrando, la comida del día, kleenex, y mi queridísima navaja suiza –original y helvética hasta la médula- y poco más.
A la hora de hacer la maleta, la norma es no sobrepasar el 10-15% del peso corporal. Pero cuando el sujeto pasa con dificultad de los 60 kilos de peso respetar ese porcentaje se convierte en un objetivo digno de tragedia homérica. Esto de hacer el equipaje parece algo trivial y simple, pero cuando tienes que elegir los diez kilos que serán tu única compañía material durante más de dos semanas, el asunto tiene su intríngulis. Aunque en esto cada uno es de su padre y de su madre, hay un consejo que una vez me dio una compañera en este mundo del mochileo que estoy seguro que con el tiempo se convertirá en aforismo y axioma en la materia: “Haz tres montones, uno con lo absolutamente imprescindible, otro con lo que podría ser que te hiciera falta en algún momento y un tercero con caprichos que te quiera llevar. Mete el primer montón en la maleta, deshecha los otros dos, y listo, ya tienes la maleta hecha”. La maleta perfecta es la que menos pesa, y todos los caprichos son prescindibles. Aunque bueno, al final siempre acabo metiéndome en el neceser un blister de ibuprofeno y una pomada corticoidea. Pijotadas que se permite uno.
En realidad, todo lo anterior depende mucho, sobre todo la ropa, de la zona concreta a visitar. Y esa precisamente nuestra mayor laguna aquella noche. Sabíamos que íbamos a la península balcánica, de eso no había duda, y que nos moveríamos previsiblemente por Grecia, Macedonia y Bulgaria; y al menos Curro y Yo , eso estaba bastante más esbozado, por Serbia, Bosnia–Herzegovina, Croacia y más tarde Alemania. Acabar en Montenegro, Albania, Kosovo, Rumania o Turquía dependía más de la suerte –la mía, porque mis compañeros no querían pisar algunos de esos sitios ni en broma- y las circunstancias que de nuestros planes iniciales, pero esa noche yo no me atrevía a cerrarle la puerta a ningún destino. Sabía que afortunadamente iba a pisar por fin el este de Europa. Punto. Y es una de las sensaciones de mayor libertad que he tenido en mi vida.
Sea como fuere, allí estábamos los seis gastando las horas que quedaban hasta el despegue del avión; dos durmiendo y cuatro bebiendo whisky frente un tablero de trivial, charlando sobre lo humano y lo divino. Y la verdad es que, bajo techo pese a estar en la calle, sin nada de frío, protegidos del relente, bajo las cálidas luces naranjas del aeropuerto, en la noche de Sevilla, a punto de empezar un viaje más sin un esquema claro en la cabeza, y en la mejor de las compañías posibles, allí se estaba de puta madre.
Hummm... intuyo poca aceptación social para mi Cuaderno de los Balcanes...
ResponderEliminarVamos hombre, no estoy pidiendo tampoco una pasión desaforada... que para escribir un comentario tampoco hace falta leerselo xD
Pues es verdad, Pedro, se puede comentar sin leer el texto.
ResponderEliminar¡Está claro! ¿Qué os cuesta?
ResponderEliminarYo es que estas partes ya las leí pero me hacen recordar tío, en verdad nuestros viajes son la ostia... Es buenísimo que has puesto la foto en la que entre en trance...estaba preguntándole cosas a curro sobre la jerarquización política, que me interesaban un montón y poniéndole un mucha atención y en 0.2 entre en el mundo de morfeo, sin ninguna comodidad y sólo la compañía de un(os) cuantos vasos de whisky...
ResponderEliminarPD: El whisky os sabía a gloria además era de balde...
PD2: Me has dao penita y te he comentado.
Yo es que no puedo calificar esto ni objetiva ni literariamente. Es cierto que te pasas un poco con el tema equipaje, pero bueno, a mí el texto me ha levantado nostalgia como todo el Cuaderno de los Balcanes que hagas.
ResponderEliminarPOLONIA/ESTAMBUL 2010.