sábado, 31 de octubre de 2009

Perfil: Gervasio Sánchez

Gervasio Sánchez Fernandez es periodista, fotógrafo y corresponsal de guerra. Ha trabajo como periodista independiente cubriendo prácticamente todos los conflictos armados de América Latina desde 1984 hasta 1992, para pasar posteriormente a ocuparse de la antigua Yugoslavia, África y Asia. Gervasio nació en Córdoba en 1959, estudió en Barcelona y actualmente tiene vive en Zaragoza. A lo largo de su carrera profesional, ha ido acumulando importantes premios y menciones, entre los que destacan el “Premio al mejor periodista del año 1993” dado por la asociación de prensa de Aragón por su cobertura de la Guerra de Bosnia, el galardón por “Mejor trabajo gráfico” de la asociación internacional de prensa de Madrid en el 94 por el mismo conflicto, el Premio Cirilo Rodríguez, el Rey de España de fotografía, y el premio Ortega y Gasset. Es muy conocido gracias a una sensacional cobertura gráfica del sitio de Sarajevo, y por la colección y proyecto “Vidas minadas”.

Hay una norma no escrita en el mundo del periodismo bélico que dice que nunca hay que tomar partido en una guerra. Gervasio no la cumple. No quiere cumplirla. Cada vez que tiene que acudir a un conflicto, lo hace tomando desde el principio partido por un bando, el de las víctimas. Aunque todo lo que pueda disparar sea una cámara fotográfica. Eso es lo que diferencia a Gervasio Sánchez de otros reporteros de guerra, por maestros que sean del ramo. Su misión es ir allí para enseñarnos aquí, de viva imagen, lo que realmente esconde el humo de la batalla. Los hombres y mujeres a los que una mina o una bomba, si no los matan, le quitan parte de su vida: una pierna, un brazo, una mano, un padre, un hijo. No envía crónicas, denuncia.

Por eso, por descontado la calidad de sus imágenes, es tan respetado y premiado en el periodismo español e internacional. Sin embargo, de un tiempo a esta parte su nombre aparece menos en la prensa y recibe menos premios. Esto es así desde que en mayo de este año (2009) ganó el premio Ortega y Gasset de periodismo en modalidad gráfica, subió a la tarima y pronunció su discurso, no publicado ni citado en ningún medio de comunicación, ni siquiera en el diario El País, organizador del premio. Su discurso, condenado por los magnates de los mass media al ostracismo y al olvido es, incluso, difícil de localizar en internet. En el acto estaban presentes la Vicepresidenta del Gobierno, varios ministros, exministros del Partido Popular, la Presidenta de la Comunidad de Madrid, el Alcalde de Madrid, el Presidente del Senado y centenares de personas. Y esto fue lo que dijo:

“Estimados miembros del jurado, señoras y señores:

Es para mí un gran honor recibir el Premio Ortega y Gasset de Fotografía convocado por El País, diario donde publiqué mis fotos iniciáticas de América Latina en la década de los ochenta y mis mejores trabajos realizados en diferentes conflictos del mundo durante la década de los noventa, muy especialmente las fotografías que tomé durante el cerco de Sarajevo. (….)

Quiero dar las gracias a los responsables de Heraldo de Aragón, del Magazine de La Vanguardia y la Cadena Ser por respetar siempre mi trabajo como periodista y permitir que los protagonistas de mis historias, tantas veces seres humanos extraviados en los desaguaderos de la historia, tengan un espacio donde llorar y gritar.

No quiero olvidar a las organizaciones humanitarias Intermon Oxfam, Manos Unidas y Médicos Sin Fronteras, la compañía DKV SEGUROS y a mi editor Leopoldo Blume por apoyarme sin fisuras en los últimos doce años y permitir que el proyecto Vidas Minadas al que pertenece la fotografía premiada tenga vida propia y un largo recorrido que puede durar décadas.

Señoras y señores, aunque sólo tengo un hijo natural, Diego Sánchez, puedo decir que como Martín Luther King, el gran soñador afroamericano asesinado hace 40 años, también tengo otros cuatro hijos víctimas de las minas antipersonas: la mozambiqueña Sofia Elface Fumo, a la que ustedes han conocido junto a su hija Alia en la imagen premiada, que concentra todo el dolor de las víctimas, pero también la belleza de la vida y, sobre todo, la incansable lucha por la supervivencia y la dignidad de las víctimas, el camboyano Sokheurm Man, el bosnio Adis Smajic y la pequeña colombiana Mónica Paola Ojeda, que se quedó ciega tras ser víctima de una explosión a los ocho años.

Sí, son mis cuatro hijos adoptivos a los que he visto al borde de la muerte, he visto llorar, gritar de dolor, crecer, enamorarse, tener hijos, llegar a la universidad. Les aseguro que no hay nada más bello en el mundo que ver a una víctima de la guerra perseguir la felicidad.

Es verdad que la guerra funde nuestras mentes y nos roba los sueños, como se dice en la película Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi.

Es verdad que las armas que circulan por los campos de batalla suelen fabricarse en países desarrollados como el nuestro, que fue un gran exportador de minas en el pasado y que hoy dedica muy poco esfuerzo a la ayuda a las víctimas de la minas y al desminado.

Es verdad que todos los gobiernos españoles desde el inicio de la transición encabezados por los presidentes Adolfo Suarez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero permitieron y permiten las ventas de armas españolas a países con conflictos internos o guerras abiertas.

Es verdad que en la anterior legislatura se ha duplicado la venta de armas españolas al mismo tiempo que el presidente incidía en su mensaje contra la guerra y que hoy fabriquemos cuatro tipos distintos de bombas de racimo cuyo comportamiento en el terreno es similar al de las minas antipersonas.

Es verdad que me siento escandalizado cada vez que me topo con armas españolas en los olvidados campos de batalla del tercer mundo y que me avergüenzo de mis representantes políticos.

Pero como Martin Luther King me quiero negar a creer que el banco de la justicia está en quiebra, y como él, yo también tengo un sueño: que, por fin, un presidente de un gobierno español tenga las agallas suficientes para poner fin al silencioso mercadeo de armas que convierte a nuestro país, nos guste o no, en un exportador de la muerte.

Muchas gracias.”






PD: Solemos conocer las imágenes de un fotografo, pero curiosamente nunca nos paramos a pensar en la imagen que hay detrás del objetivo. Por eso he preferido ilustrar el perfil con una fotografía suya. Para conocer un poco de su fantástica obra, les recomiendo que visiten un álbum personal suyo o una muestra variada.

miércoles, 28 de octubre de 2009

La máquina de las respuestas

La máquina de las máquinas podrían haberle llamado si no fuese por un pequeño detalle, era una herramienta natural. Bueno, en realidad no, se había convertido (quisiesen o no) en un aparato, una obra del hombre, o al menos su apariencia era la de la obra de un hombre.

Sin embargo, suponemos que tampoco importaba tanto ese detalle teniendo en cuenta las facultades de este objeto. Oficialmente había sido denominada, y nadie lo traducía, como “la machine” (alguien había dicho que el francés era el idioma divino), y contaban que, al contrario que otras instituciones parecidas, su uso era ilimitado y cualquiera podía acudir a él, aunque claro, para eso era necesario conocer su localización. Ésto era lo más curioso, nadie lo había visto, nadie lo había usado, pero todo el mundo afirmaba que existía, aquel que negase su existencia era peor visto que aquel que la afirmase. Una leyenda que dejaba de ser leyenda desde que se confirmaba con rotundidad. Un terreno que podría haber sido fácilmente objeto de divagación, pero que se quería imponer dogmáticamente. Como cualquiera de las XII Tablas en Roma, los niños repetían metódicamente las funciones de la inusual máquina...inmortalidad, riqueza, belleza, felicidad. Y todo tan adaptable y cercano, tan al alcance del ser humano como pulsar un simple botón, el mecanismo simple pero completo. La perfección de la perfección. La piedra filosofal del S.XXI (si es que podía considerarse a ésta como obsoleta), pero con una diferencia, no era construible, sólo descubrible. Aún así, era tanto el respeto y tanto el conocimiento que a nadie se le ocurría ni un mero indicio para iniciar su búsqueda. Quizá por eso, porque temían no encontrarla, temían dejar de creer en ella. Sin duda, era mucho mejor seguir hablando de su realidad que perder el tiempo en ratificarla (o como no se atrevían a decir ellos, en desmentirla).

Sólo una duda había planteado el contenido de la máquina, una subteoría expansionista sobre la base que afirmaba una cualidad más, pero que había provocado en los más conservadores una reacción de conceptos. Estos herejes habían ido más allá y habían firmado que la inmortalidad, la riqueza, la belleza y la felicidad no eran características suficientes para la máquina, sólo superficialidades. Hablaban de una resolución, del dictamen de la vida, de las palabras (si es que eran palabras el término que buscaban) que explicarían la existencia, del qué y del porqué. Ellos dejaron de decir máquina a secas, y comenzaron a llamarla la máquina de las respuestas.

Y ni siquiera podían imaginar la razón que tenían. Lástima que en aquel país, en aquel pueblo, en aquel bar, fuese costumbre escurrirse las manos al lavarlas, y no hacerlo con el secador.

domingo, 25 de octubre de 2009

Guía para la vida



Del dibujante latinoamericano "Arcadio"

jueves, 22 de octubre de 2009

Versos de Berlín

Una cicatriz
de adoquín
cura en Berlín.

Y en Postdamer Platz
los niños juegan a saltar
sobre la línea que separa la ciudad.

Trozos del muro anticapitalista
se venden a los turistas
a precio de souvenir.

Se alza Niké triunfante
en lo alto del Tiergarten
ante un unido porvenir.

Las víctimas de sus errores
en gigantescos y negros bloques
componen un mar de luto sin fin.

Mientras, en el mástil del parlamento
un águila negra y noble ondea al viento
perdonada por los hijos de David.

Duermen ya en la ciudad tranquilos
Babilonia, Pérgamo, papiros del Nilo
y Nefertiti sin dejar de sonreir.

Sin importarles que vengas del lado federal
serán los que te den paso los pequeños Ampelmann
si vistas los mastodontes de Karl Marx Alle.

Porque una noche al fin Berlín se hizo uno,
sus hijoss a golpes tumbaron el muro
y cosieron los dos bordes del Srpee.

La Puerta de Brandenburgo ya no cierra nada,
siguen en pie las iglesias bombardeadas,
y todos pueden llegar a la Plaza de París.

Pasean por la más bella Europa bajo los tilos
universitarios, turistas, abuelos y vecinos
camino de Alexander, sin guardias que eludir.

Una cicatriz
de adoquín
cura en Berlín.

Y en Postademer Platz
los niños juegan a saltar
sobre la línea que separa la ciudad.


miércoles, 21 de octubre de 2009

El defensor de la APAP

Él (y ahora me refiero a otro él, no al señor previsor, lo que pasa es que se llaman igual) se sentía desplazado. En el último congreso de la APAP (Asociación de Personas que Arrastran los Pies) hubo algunas voces que proponían hacer una criba de miembros y expulsar a aquellos que no arrastraban ambos pies a cada paso. De momento la iniciativa no pareció tener demasiada aceptación, pero a medida que la reunión fue avanzando muchos dieron la sensación de estar de acuerdo con ello.
No se lo podía creer, pretendían expulsarlo a él, socio fundador, de la APAP por la simple razón de que solamente arrastraba un pie al caminar. Habían olvidado con pasmosa facilidad lo mucho que él había hecho por ellos. No recordaban quién había dado la cara por ellos cuando la CCOO les puso una querella de parte de los barrenderos por intrusismo profesional, ni recordaban quién se había encadenado a una losa levantada hasta que no la nivelaron. Parece que ya nadie recordaba las interminables tardes que había pasado en innumerables reuniones en contra de los bordillos, las mierdas de perro y los charcos. Así le pagaban tantos años de abnegación.
Apenas hacía unos meses que había estado con Stephen Hawking en una cumbre mundial contra las escaleras y escalinatas. Habían estado charlando un rato de esto y de aquello. Al parecer, el británico lo conocía y admiraba por todo lo que había trabajado en pos de la desaparición de las barreras sociales y físicas.
En un ambiente de confianza, él le había preguntado por su estado de salud y la razón por la que se veía postrado en una silla. El eminente físico le dijo que era una enfermedad degenerativa muy poco común. Cuando Stephen le devolvió la cuestión, se sinceró y le dijo “Pues ya ves, Stephen, las cosas de la vida. A finales de los años 80 algún malnacido se había dedicado a esconder minas antipersonales en las monedas de 100 y 200 pesetas. Causó una gran alarma social. El caso es que una moneda se me cayó, la pisé para que no rodara y… ¡ya van 20 años sin dejar de arrastrar el pie!”.

P.D: Otra tontería.

"Con lo que me duele la rodilla, si fuera borde me parecería a House."

martes, 20 de octubre de 2009

El señor previsor

Él siempre pareció ser un hombre tremendamente previsor (al final veremos que no). De hecho, en sus fueros internos estaba convencido de que aprendió a andar voluntariamente por si alguna vez iba a Londres y le apetecía pasear por Hyde Park. Hasta el más mínimo detalle estaba previsto, pues incluso le hacía caso a su madre y se ponía cada día una muda limpia por lo que le pudiera pasar. Llevaba un paraguas en el maletín en pleno agosto y un abanico en pleno febrero. Todos los días les rezaba a varios dioses por si alguna vez alguno ganaba la discusión y terminaba con el mundo a su manera.
Tan tremendamente previsor parecía ser siempre (al final veremos que no), que se enamoró de la muchacha más menuda que conoció por si al envejecer se veía obligado a cuidar de ella. Una tarde de abril se plantó delante de ella y le dijo con moderada pasión “Te quiero. Al menos por ahora”. Y le dio un beso porque preveía que ella se lo iba a devolver.
Su tremenda previsión, que parecía infalible (al final veremos que no), le llevó a cometer excentricidades de lo más imprevisibles. Por ejemplo, cuando construyó su casa, una espléndida unifamiliar (por si tenían hijos) con montacargas en las escaleras (por si envejecían), sorprendió a todos con otra de sus imprevisibles ideas. Aunque jamás había jugado al billar, obligó a los obreros a hacer el sótano alrededor de una majestuosa mesa, por si algún día le apetecía aprender a jugar y la mesa no entraba por las puertas.
Todos creían que era un hombre tremendamente previsor (al final veremos que no) y el caso es que, cuando la casa estuvo hecha, empezaron a vivir en ella. Empezaron a tener hijos, empezaron a envejecer y empezaron a usar el montacargas. Hacía años que habían olvidado la mesa de billar cuando él bajó al sótano en el montacargas.
Cabe destacar que siempre tuvo un concepto muy claro sobre sí mismo: él era una persona tremendamente previsora. Sin embargo, se encontraba frente a su propia mesa de billar, con ganas de jugar al billar y sin ninguna moneda suelta en el bolsillo.
Si es que al final…


P.D: Últimamente ando algo perdido. Apenas escribo y lo que escribo no me convence. Ay, la edad.

"Envejecer es fácil. Curro lleva haciéndolo desde hace años."

domingo, 18 de octubre de 2009

El dualismo político

El dualismo político, o la facultad de sentirse retroactivamente enamorado de un idea que nunca triunfó, la posibilidad de identificarse a contracorriente y el engaño, la pura falsedad del que cree en algo que no existe y del que desprecia algo que no conoce. Un mal necesario, una figura y una idea. Un motivo y una consecuencia. La manipulación, el poder y las eternas promesas, pero también la esperanza, el sueño y la unión. No es cuestión de simplificar lo dado, el desconocimiento global es absoluto, por eso la política es dual. Es muy fácil dejarse llevar por una bandera, y lo es ser influenciado, más de lo que creemos dejarnos arrastrar por una masa. La capacidad de decisión, de alternación y discusión es difícilmente ejecutable, e inclinarnos ante un adalid a caballo sin habernos dado cuenta del proceso iniciador de esa situación (como se ha demostrado infinidad de veces en la historia...y en la contemporaneidad) no resulta estar tan lejos de la naturaleza innata del hombre. El hombre y el borrego, el borrego y el hombre. El individuo y el pastor, el pastor y el individuo.

Y lo curioso viene cuando uno parece tener establecido su planteamiento, ha superado el escollo en grado de la decisión, de la alternación y de la autodiscusión y está seguro de que determinados sistemas nunca pudieron, pueden ni podrán funcionar. Entonces se le ocurre viajar y conversar... y ¡zas, en toda la boca!.

Ahora ya no existe, pero tiempo atrás Yugoslavia fue una unión de pueblos con nexos culturales (pero no religiosos) comunes, donde una ideología representada por un joven líder arrasó al ejército nazi. Un pueblo bélico asestado por la guerra, que se sintió invadido y defendió su nación (por aquel entonces una) y aunó por más tiempo del considerado un régimen totalitario, una dictadura militar que erigía a Tito, un antiguo cerrajero, un amante del comunismo subterráneo en su juventud, como líder de una histórica patria. De izquierda, yugoslavo y salvador, pero un dictador al fin y al cabo, un régimen totalitario a las espaldas que te hace pensar en un pueblo sumiso, en una tensa situación y en la falta de libertad. Uno vive lejos del meollo y se forma sus propias opiniones basadas en la lógica y en la experiencia, pero la política es dual. Donde podrías asegurar que habían víctimas, sólo se encontraba una civilización avanzada. ¿El precio?, parece que no existía la discordancia, cuando tienes la oportunidad de conocer la opinión de un comunista, de un bosnio musulmán, de un montenegrino y de un ortodoxo serbio puedes establecer los baremos estadísticos y afirmar que hubo una patria comunista (aunque fuese un “comunismo y un dictador comunista algo peculiar”, como nos afirmaron textualmente) y totalitaria donde la estabilidad del pueblo superó los intereses individuales, donde su sistema económico logró auparlos como una potencia y donde un régimen unió a unos hermanos peleados antes y después, olvidando durante cuarenta años sus diferencias religiosas. El dualismo de la política representado en el dualismo de intereses, como bien nos dijo un amigo, lo que era bueno para Yugoslavia era bueno para Tito. Y lo que era bueno para Tito, era bueno para Yugoslavia.

Primera nota mental: Nunca más hacer juicios de valor precipitados, por muy obvios que parezcan.
Segunda nota mental (y contradictoria): Sigo estando en contra de cualquier régimen autoritario.


jueves, 15 de octubre de 2009

Confesiones de un no taurino (reflexiones sobre la tauromaquia que no van a gustar a nadie)

El otro día conversaba yo con amigo amante del mundo del toreo, y me contaba indignado acerca de un correo electrónico que le habían mandado en contra de su afición. Se trataba de un e-mail de los encadenados o virales, en que te llega la parrafada escrita, la lees, y si te gusta se lo pasas a los contactos que quieras, de forma que lo que recibe uno, se lo envía a doscientos. Mi amigo –que por honor tengo llamarlo así- no estaba molesto con el hecho de que a alguien no le guste la tauromaquia y hable mal de ella, ni porque un partido político nazca con el único objetivo de prohibirla –lejos del clásico estereotipo del amante del toreo derechón y conservador, mi amigo es un firme e inflexible defensor de la libertad de pensamiento, ideologías y gustos, y casi más izquierdín que derechón, a mi juicio- sino por la cantidad de mentiras y difamaciones que el mensaje contenía y que usaban como argumentos para prohibirlo. Seguro que muchos han leído ese correo: caballos viejos que mueren tras la corrida sistemáticamente, toros maltratados en la lidia, animales agonizantes que abandonan la plaza aún con vida y desangrándose… Y me explicó con pelos y señales por qué cada uno de los puntos no era más que una gran falacia premasticada para que la gente se la tragase y se opusiese a la fiesta. Y ya en la comida, pasó a contarme el por qué sí del toreo para él, y me habló con calor y sentimiento de duelos entre hombres y animales, de respeto ante todo por el toro, de una historia, una tradición y una parte de nuestra cultura con la que él había crecido y que muchos fines de semana conseguía erizarle el vello de los brazos y el cuello con una pasada o un capotazo certero.

Decía también mi amigo que el toreo es Arte. Y lo lamento, pero yo ahí, personalmente, disiento. Para mí el Arte no es belleza. El Arte es creación: es literatura, es música, es pintura, es escultura, es arquitectura… y elevada a su máxima expresión. Ahora bien, es cierto que hay una serie de afortunados, virtuosos, que son capaces de realizar sus ocupaciones con tal maestría que consiguen elevarla al grado de arte, haciendo de cualquier cosa un arte, aunque no lo sea por si mismo. Ya sea con un balón de fútbol, una pelota de baloncesto, cuidando enfermos o viviendo mismo. Aquí mismo, en Cádiz, cuando vemos a una persona de esas grandes, de las que te cuando no tienes dónde sentarte se levantan y te ofrecen su silla, de las que se parten la cara por ayudar a los demás, de los que se dejan el alma para llevar comida a su casa, decimos de él que es, como halago superlativo, un Artista. Si decimos que Zidane es un Artista, si decimos que Michael Jordan es un Artista… Díganme cómo vamos a decirle a nadie que Jose Tomás no es un Artista.

No considero a los toreros el culmen de la valentía. Sin ir más lejos, veo muy por encima a los mismos saltadores o recortadores, esquivando al toro o cogiéndolo por los cuernos para saltarlo, sin otro propósito que evitar un beso de la bestia, no pretendiendo matar después al animal. Eso si que es tener un buen par de cojones soberanos. Aún así respeto y valoro con justicia a los buenos toreros, porque los tienen gordos. O al menos uno, en algunos casos. Ahora, tampoco lo considero la máxima expresión de la crueldad humana y el dantesco espectáculo que algunos dicen. No lo veo comparable, como pretenden los antitaurinos, a un grupo de hombres acorralando focas indefensas en una placa de hielo esperando a destrozarles el cráneo con una barra de hierro -para no estropearles la piel a las criaturas- y arrancarles el pellejo tiñendo el blancor de rojo. Ni a matar elefantes hasta su extinción para ganar dinero con su marfil. O ballenas, dodos ni tigres de tasmania hasta no dejar ni uno. Ni a tirar cabras desde lo alto de un campanario o correr delante de los mismos toros con las astas prendidas o capadas. En absoluto. En eso si veo crueldad sádica gratuita y sólo el fin de divertirse humillando a un animal. A mi modo de ver, son circunstancias bastante distinguibles, de necesaria prohibición. No así el toreo. Veo poco distinto este de experimentar con animales, enviarlos al matadero para consumir su carne (donde las reses se mean de pánico, por cierto), la cría para su consumo o perseguirlos por diversión. Los veo afines en el fin o el qué, como el que dice, no en los modos, ojo. Y es que incluso, fíjense, veo distinta la lidia de la caza y la pesca deportiva. Al menos, en el primer caso, se trata de un duelo. Así que, en este segundo grupo, mientras se cumplan unos principios básicos de respeto y dignidad al animal, no veo motivo para prohibirlos.

Pero en fin, sólo son devaneos de un neófito en estas corridas. Los antitaurinos si los verán –en esencia y adornado con varios embustes, no se debe hacer un espectáculo del sufrimiento de un animal-, y los toreófilos verán lo contrario –el espectáculo no es el sufrimiento del bicharraco, sino el combate entre cornudos, sean bi o cuadrúpedos, en el que como buen duelo lo mismo le clavan una banderilla al toro que le hacen cosquillas en el diafragma al torero-. Que cada cual ofrezca los suyos, que mientras tanto yo me encogeré de hombros, sin apoyar a los que la prohibirían ni entusiasmarme con la fiesta. Pues aunque comprendo y respeto a los que la aman, no consiguen despertar en mí ese sentimiento. Será porque, al fin y al cabo, personalmente no termino de verlo un duelo justo. No han indultado suficientes toros, ni han muerto suficientes toreros, como para que a mi me guste el toreo.



jueves, 8 de octubre de 2009

"Mediteráneo", de Arturo Pérez- Reverte

MEDITERRÁNEO

Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento.

Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado.

En el bar La Marina –reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local–, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada –mar, cárcel, milicia, puterío– todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar.

Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel –un ancla impresa junto al nombre del bar– antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia.

...................................................................................................Arturo Pérez- Reverte

lunes, 5 de octubre de 2009

Postal del último viaje

Hay dos formas de viajar: una para conocer el planeta, y otra para conocer a los humanos. Si la primera, con un paseo por los Alpes, o una pequeña escalada por Meteora, siempre me ayuda a reconciliarme con la vida, la segunda suele acabar enfrentándome a mi propia especie. Desde que aprendí a viajar, cuantas veces me he echado la mochila al hombro he ido cubriendo un agridulce y amplísimo álbum de vergüenzas y orgullos que tienen muy difícil equilibrar la balanza. Porque el camino no se limita a París o Granada, ni acaba en Under den Linden berlinés ni en la Marienplatz de Munich. Ojalá. Pero siempre continúa hasta algún muro de Berlín, hasta algún Dachau. Incluso algunas de nuestras más hermosas obras no fueron sino hijas del narcisismo y ego de los que las mandaron a construir. Aunque afortunadamente el camino sigue, y eso siempre me da esperanza. Gracias a Dios una noche cientos de vecinos se echaron a la calle y se liaron a mazazos contra el muro. Al menos reconstruimos Dresde, volvimos a levantar el puente de Mostar y sigue abierto el campo de concentración de Nis. Por fortuna aún podemos ir a Venecia, ver el Partenón y contemplar la fusión del Danubio y el Sava desde el viejo fuerte de Belgrado. Pero eso sólo es la mitad de la historia; lo que nuestras madres se callaban para que estuviésemos tranquilos el momento de ir a la cama. Ahora ya somos mayores, y yo he entendido que viajar también es ir a ver lascas de tiros y obuses, blancos cementerios del genocidio y una biblioteca incendiada en Sarajevo. Viajar también es ver un puente de ferrocarril reventado a bombazos sobre el Neretva, estremecerse sobre el puente de Visegrad imaginando los gritos que escucharon sus piedras y pasar por la pasarela que construyeron bajo el segundo puente de Gorazde para evadir a los francotiradores. Viajar también es colarse en misas ortodoxas y mezquitas y hablar con ortododoxos y musulmanes. A veces viajar ni siquiera es aprender, sólo no olvidar. Y perseguir y encontrarse con los fantasmas que nuestra estúpida especie ha ido dejando atrás.