viernes, 11 de marzo de 2011

Estarsiquieto

Te asomas un día a la ventana y ves la playa en la montaña. Coño, con lo lejos que queda. Y te encuentras coches, casas, vacas. Te das cuenta de que de toda tu casa lo único que queda es la ventana. El muro entero está en el suelo, junto con el techo. Tu casa era plegable, colega, y tú sin saberlo.
De la noche a la mañana el planeta decide rascarse los bajos y las vibraciones de sus cojones te destrozan la vida. Y la de tu vecino, que no es mal chaval.
El mar de visita y tú sin pistachos. Joder, con la de agua que hay y ves en el cielo una llamarada, serán cosas de los petróleos, digo yo. Los escombros te rodean, tu mundo está totalmente destruído y todo se empieza a parecer al apocalipsis.

Te asomas a la ventana y un hijoputa ha puesto una bomba porque cree que no-sé-qué de tal territorio y de la sangre de sus abuelos. Y te parece impertinente. Lo que te parece es irrespetuoso y zafio que el muy gilipollas no guarde silencio y piense en que el mundo ya es de por sí una mierda como para andar empeorándolo.


P.D: Da para llorar un nuevo tsunami lo que está sucediendo ahora mismo en Japón, me cago en la leche.

"La renta per cápita es como dormir en el suelo con los dos brazos y una pierna en la cama: de media estamos más o menos cómodos."

martes, 8 de marzo de 2011

Libre interpretación de la fábula de la rana y la escalera

Antes que na: la fábula de la rana y la escalera es mu sencilla. Trata de una rana que quiere subir una escalera de mano normal y corriente. Cuando está llegando al último peldaño con todo el esfuerzo del mundo, se cae. Decide volver a intentarlo una y otra vez porque las ranas de las fábulas son así y les va el rollo de la perseverancia.


Enfrente de la escalera,
por la ley del esfuerzo,
la rana pensó "Lo que sea
que haya arriba ha de ser bueno
porque tanto subir al cielo
debe tener su recompensa".
Y a ello que se puso, presta,
subiendo el escalón primero
por puro convencimiento.
No le dolieron las prendas
para el segundo y el tercero
porque no gana ni de lejos
el que nunca persevera.
Las demás baldas venideras
algo más la retrayeron
y, oh, destino traicionero,
cuando se acababa la escalera,
cayó y tuvo que empezar de nuevo.

"Vaya suerte la que tengo",
se enfadó, magullada y fiera.
Ella veía un reto serio
donde otros desesperan.
Y subía otra vez sin miedo
con la gravedad como compañera
a veces tirándole de los dedos,
a veces zarandeando su cadera.
Fue así como cayó de nuevo
y empezó a subir la escalera.
Caer y volver a subir ya era
más que por recibir un premio
por cosa de honor y nobleza.
Mas cayendo en diez intentos
pensó sobre su vida entera:
"Ay, tanta caída me exaspera",
tan mal rato y aun estaba en el suelo,
"¡que le den por culo a la escalera!"


P.D: Lo de la foto es una rana muerta.

"Cuando escucho el nombre de la capital de Kenia me acuerdo de aquella canción de Los Manolos (versionada por un grupo inglés): Oh, Nairobi! Nainonainonaaa. Oh, Nairobi! Nainonainonaaaaa!".

lunes, 7 de marzo de 2011

Fermín, el enfermero

Se llama Fermín, y es enfermero. Cuando nos conocimos, trabajaba en la tercera planta del Hospital Universitario de Puerto Real. Fermín rozará los treintaylargos, es grande y fuerte, tiene la voz grave y profunda, el pelo negro y largo y una buena barba. Si lo vierais una noche cualquiera tomando una cerveza en la barra de un bar, pensaríais que podría tratarse perfectamente de un batería de un grupo de rock –imposible, él toca la guitarra eléctrica–, un leñador de Seattle o un cazador de osos de Alaska. Pero no. Inexplicablemente para mí, ha cambiado la camisa a cuadros y el hacha por un montón de jeringuillas y un pijama blanco. Aunque pensándolo mejor, nunca podría haber sido cazador de osos en Alaska. Seguramente, de intentarlo alguna vez, habría acabado haciéndose colega del oso y yendo a tomar una caña con él a cualquier tasca de madera alaskeña, a charlar sobre la vida, la música y las mujeres. Un fracaso de cazador. Y es que Fermín es un cachito de pan. Yo le caigo bien, creo. Siempre que me ve me sonríe, no le importa detenerse a charlar conmigo, interesarse por mi vida o gastarme alguna broma. También ha intentado enseñarme a sacar sangre, a tratar con según qué gente, e incluso alguna vez me ha echado un cable, así de escaqueo, cómo para que yo no me de cuenta, a reconducir alguna que otra historia clínica de algún paciente que me lo estaba poniendo bastante difícil.

De él he aprendido muchísimo. De los que más. Quizá el segundo. Y también de otros muchos enfermeros y residentes –más que médicos, aunque también los hubo–, que se han esforzado en enseñarme cosas mucho más útiles e importantes que esos interminables tochacos teóricos que algún día no muy lejano olvidaré. Fue él, precisamente, el que me descubrió hace algunos meses dónde está la heroicidad en un hospital. Seguramente ni se daría cuenta, pero lo hizo. Desde el día que lo descubrí y aprendí a reconocerlos, ando siempre por el hospital con los ojos muy abiertos, dispuesto a distinguirlos de los demás. Y hay unos pocos, se lo aseguro. Nobles, leales y sucios héroes de trinchera en los que nadie repara. No son héroes gloriosos. Ni siquiera héroes victoriosos. Ellos juegan en el terreno de la muerte, de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento.

Son héroes porque día tras día se enfrentan cara a cara con todo eso, y miran a los ojos a la parca cada mañana, cuando aparece por los pasillos del hospital afilando su guadaña. Y son héroes, porque cuando lo hacen, no hay atisbo de vanidad, de prepotencia, de triunfalismo en su mirada. Lo hacen con humildad, de tú a tú. Tratando con respeto a una vieja compañera más que aparece cada jornada, como ellos, a hacer su trabajo y a obligarnos a todos a seguir las leyes de la vida, por mucho que nos esforcemos en luchar contra ella y contra ellas. Sabiendo que allí muchos parten de haber perdido, y todo lo que se consiga es una victoria, en parte inesperada. Así que extienden el tapete verde y se reparten las cartas, echan la partida diaria, y que Dios, nunca mejor dicho, reconozca a los suyos. Para eso, con lo único que cuentan es con su sonrisa, paciencia, una palabra de consuelo, sus brazos y sus hombros. Lo hacen así porque han aprendido, y me han enseñado, que este mundo y esta vida son así, joder. Que la gente se muere. El aliento se acaba y el alma se escapa. También enferma. Sufre. Padece cosas que duelen. Que duelen muchísimo. Que aunque ya no salga en la tele, el SIDA sigue existiendo. Que el que nace en un mal sitio, en una mala familia, suele acabar jodido. O que a muchos nos llegará el día en que, hayamos perdido al cabeza o no, nos fallarán los brazos o los esfínteres, y a lo mejor no tenemos manera de llevarnos la comida a la boca o limpiarnos el culo, y yacemos tirados solos y abandonados en una aséptica cama de hospital esperando que la muerte venga a buscarnos. Pero que cuando eso ocurra, habrá héroes que acudan a intentar curarte, aliviarte, a consolarte, a darte de comer, o limpiarte la mierda. Porque tú no podrás hacer ninguna de esas cosas solo.

Fermín hizo un día algo así, y desde entonces lo admiro. Fue algo tan tremendamente simple y humano, que a ningún otro de los que habían pasado por ahí se le había ocurrido hacerlo. Yo estaba con un paciente, historiándolo, y en la cama de al lado, un viejo ya demente, calvo y gordito, luchaba por deshacerse de la máscara de oxigeno que aún le permitía dar a sus pulmones un mínimo de uso. Entonces llegó él a la habitación para controlar a su enfermo. Otro enfermo. Y cuando vio la escena, se detuvo ante aquella cama unos instantes. Callado. Serio. Se acercó al cabecero, le volvió a colocar la máscara, acaricio la cabeza de aquel pobre abuelo, y le dio un par de palmadas en el hombro, apretándolo con cariño. Las mismas palmadas que le hubiera podido dar a su padre. Las mismas palmadas que me gustaría que me dieran a mí si el día de mañana, cuando ya esté viejo y haya perdido la cabeza, lucho inconscientemente, abandonado en una habitación de hospital, por deshacerme de lo único que me mantiene con vida.


sábado, 5 de marzo de 2011

Carta al final

No me gusta ni la irracionalidad ni el extremismo, ni el forofismo ni la radicalidad. Pero hay veces que peco de ellos. ¿Cuándo?. Con el maldito Madrid de baloncesto. No tiene explicación, he sido capaz muchas veces de plantearme cómo un deporte, un hecho ajeno a uno mismo, puede influir tanto y con tanta fuerza en mi vida. No le veo sentido, pienso en ocasiones en lo absurdo de mis enfados, de mi ira y de mis incesantes (pero poco frecuentes) momentos de alegría en lo relacionado con este equipo. No puedo evitarlo, mil veces he renegado y mil veces me he puesto delante del televisor casi pidiendo perdón. Pensé que algún día dejaría de cuestionármelo y, o sería un seguidor que no se pregunta los porqués o dejaría de ver el baloncesto.

Hoy la segunda opción está más cerca que nunca. Hoy ha muerto en mí la idea de un equipo, la continuidad de un disfrute que me mantenía irrevocablemente alegre durante días. Porque, como ya he dicho, podría parecer irracional, pero ver al RM de baloncesto con un proyecto tan bonito, una estructura hecha y un entrenador con el que más que sentirte identificado, adoras, da una sensación muy parecida a lo que pueda ser la felicidad. Ya digo, irracional pero real. Y sin embargo, han venido a joderme, a mí y a tantos otros como a mí.

Porque la dimisión de Messina no sólo significa el fin del Madrid de baloncesto, tiene un fondo asquerosamente negro que tantas y tantas veces se ha repetido en la historia (no sólo en la deportiva). El puto poder de manipulación de la prensa. El dominio de chupópteros que hacen y deshacen a su antojo, que buscan el morbo y la carroña, que hacen primar el amiguismo y el peloteo a la subjetividad. Que meten presión, baza y leña al fuego, que hacen crítica negativa siempre de los mismos, y positivas de otros mismo. El cuarto poder, capaz de mover las fichas de un tablero de ajedrez donde el trasfondo es la guerra o la política, imagínense donde el trasfondo es el deporte. Capaz de cansar a un profesional, a un tío brillante e inteligente, un ganador, alguien que lo ha conseguido todo en su mundo, que es respetado por todos y cada uno de los que realmente están internos en el mundo de baloncesto. Un señor. Un caballero derrocado por cansancio, harto de críticas sin fundamentos, harto del vomitivo ambiente que es capaz de crear una de las instituciones con más dominio en este país de paletos. El Marca. El periódico más leído a años luz del segundo (el As), con este dato queda todo dicho.

No sólo ganan los malos, ganan los poderosos. Ganan porque siempre han ganado, y porque seguirán ganando. Porque dirigieron, dirigen y dirigirán el mundo a su antojo. Colocarán a su voluntad a cada uno en su sitio, y el mundo seguirá tragando la mierda que emana el cuarto poder, que no es tanto cuarto poder como primero.

Y han conseguido algo que me duele profundamente. Afectar a un hobbie, a una pasión. Porque cuando uno sabe que las cosas verdaderamente importantes están difíciles pero ha de continuar con ellas por eso mismo, por importantes, no queda más remedio que aferrarte a lo que puedes, a lo que te gusta y se puede cumplir sin tanta complejidad. Eso ya no es posible en mí, han roto mi pasión, han destrozado la idea que tenía del Real Madrid de baloncesto. Han hecho que a partir de ahora algo que llevo siguiendo desde que tengo uso de razón se convierta en algo intrascendente para mí. Han borrado del mapa las alegrías que me llevé y las que aún no me he llevado. Han conseguido que deje de ser de mi equipo y que respete y quiera mucho más a la persona que a la institución. Se acabó. He dejado de ser del RM de baloncesto. Han matado mi pasión.

Buena suerte Ettore. El club nunca te mereció.

viernes, 4 de marzo de 2011

Lamente

Se miró en el espejo. Enfrente se encontraba un tipo extraordinario. Pelo medianamente largo y castaño, frondoso para los cuarenta años que tenía, liso y brillante. Ojos marrones y una sonrisa impoluta, cuerpo de veinteañero, lógico por otra parte, lo trabajaba con frecuencia en el gimnasio. Parecía joven sin hacer el ridículo, es decir, no parecía joven porque sabías de primeras la edad que tenía, pero no destacar lo bien que se conservaba era engañarse uno a sí mismo. Lucía un fino traje adquirido en un Outlet de su ciudad. Profesor de universidad, se había licenciado en Filología Hispánica con el segundo mejor expediente de su año. Mientras hacía la carrera se había marchado de ayuda humanitaria a Zambia, experiencia que había repetido posteriormente en diversas ocasiones. Había escrito seis o siete libros, cuatro de relatos y dos o tres compilaciones de poemas. Y en compensación recibió un premio literario a nivel autonómico, su nombre sonaba por varios círculos, y siempre igual de bien. Era considerado un magnífico docente (era catedrático y vicerrector de la Universidad), un gran escritor y sobre todo una buena persona. Conocía el mundo entero, de China a Uruguay, y había viajado de mochilero y de hotelero. Era imposible que pudiese recordar a cuántas personas conocía, o más bien a cuántas quería. Su twitter tenía un éxito arrollador y más de diez mil contactos de Facebook le recordaban todo lo que había visto y oído. Era guapo, inteligente y simpático sin llegar a ser gracioso, nunca había sido especialmente tímido y no le costaba trabajo entablar una conversación con nadie. Estas características eran signo irremediable de haber sido un ligón consumado, nunca se había enamorado de nadie hasta que conoció a su actual pareja, con la que llevaba más de seis años. Sin embargo había estado enganchado de infinidad de mujeres de todas las clases y lugares del mundo, y rara vez no había conseguido atrapar a la chica que desease. Escribía esporádicamente algún artículo para el semanal más leído por aquel entonces, su ideología era notoria pero era el típico que caía bien a la izquierda y a la derecha porque no se casaba con nadie. Fiel a sus principios hasta que deseaba romperlos, porque siempre decía que su primer principio era que nadie podía fijar sus principios. Amo y señor de su voluntad, dueño de la racionalidad y la lógica mínima. Una buena persona, no cabía duda.
Se miró en el espejo. No se vio bien. Se vio infeliz.

Se miró en el espejo. Enfrente se encontraba un tipo de lo más normal. Cuarenta y dos años recién cumplidos, cuarenta y dos que podrían haber sido cuarenta y cinco, o cincuenta. Entradas prominentes marcaban aún más la frente tan amplía que tenía, el poco pelo que le quedaba lo llevaba corto, lo que hacía que diera la impresión de estar menos calvo de lo que estaba. Era de estatura media, con nariz ancha y ojos pequeños. Siempre fue de aquellos de los que se lavaban los dientes cuando les apetecía, cosa que había dado sus frutos en una dentadura más bien amarillenta. Esa mañana estaba libre y se acicalaba para ir a por el periódico y el pan, no le apetecía arreglarse demasiado, así que decidió quedarse la camiseta con la que había dormido y la complementó con una sudadera con capucha y un vaquero antiguo. Trabajaba en la Administración Pública, así fue hasta que lo despidieron en uno de los pocos recortes que se hacían entre los funcionarios. ¿Por qué a él?, no lo sabía, pero por lo visto nunca cayó bien ni entre la plantilla ni entre sus superiores. Era un tío arisco y demasiado serio, sólo resaltaba en aquellas ocasiones en las que lograba superar su timidez y soltaba algún dardo envenenado hacia sus compañeros, de los que tan harto estaba antes del despido. Entró veinte años antes enchufado en la Administración después de dejar la segunda carrera que había empezado, Relaciones Laborales. Fue un buen estudiante en el colegio, pero su rendimiento fue decreciendo hasta verse incapaz de poder terminar el ciclo universitario. La vida se le abrió camino y se instaló en un puesto de comodidad, justo por aquel entonces conoció a su mujer, a la que amó desde el primer momento y a la que fue fiel en toda su relación. Su vida se vio definitivamente arraigada a la ciudad a la que le había visto nacer y la estática se adueñó de su vida. Su trabajo sólo le permitía librar un mes al año, mes en el que su mujer trabajaba, por lo que sus vacaciones se limitaban a levantarse a la hora que quería, ver la tele por la tarde y recoger a su mujer del trabajo. Radiografía perfecta de lo que también eran sus fines de semana, a lo que añadía la cita con el equipo de fútbol de su ciudad. Había tenido muchos amigos en su infancia, pero perdió el contacto con la gran mayoría y sus relaciones se limitaban a su mujer, a sus dos hijos y al dueño del bar que frecuentaba, su único amigo. Quizás, y siendo benévolo, se podía incluir en este grupo a los dos solteros de su edad que tanto andaban también por allí, con los que a pesar de tener grandes discusiones siempre terminaba teniendo la misma relación al día siguiente. Un tipo normal, no cabía duda. Una persona fiel a los principios a los que tanto eludía. Fiel a su mujer, a su equipo, a su ciudad. Fiel a sus hijos y a su bar, fiel a la rutina. Fiel a la... normalidad.
Se miró en el espejo. Se vio bien. Se vio feliz.

martes, 1 de marzo de 2011

Salpica y chapotea

Se estaba ahogando, cojones. No sabía qué clase de ser poderoso podía haber ideado aquella líquida cárcel de paredes invisibles. Efectivamente solamente veía mar. Mar y cielo. Alberti habría hecho una poesía, él optaba por ahogarse. Terrible maldición era la que lo encerraba en la eternidad, la que lo mantenía en un presidio cuyas paredes tenían un grosor kilométrico y estaban hechas de aire. Estaba haciendo equilibrios sobre esa gruesa franja que separa la claustrofobia y la agorafobia. Sentía ahogo por estar encerrado. También lo sentía por el agua salada que le inundaba la garganta cuando una ola traicionera no avisaba de su llegada.
Con los pies no atinaba a tocar suelo y le faltaba el aire. El cielo tenía un parduzco color estampado de nubes con formas de ángeles encabronados. Había uno que según lo mirabas parecía estar volando en picado con homicidas intenciones o bien estaba haciendo una peineta por debajo de las piernas.
En un absurdo intento por salvarse alargó la mano para agarrarse en la línea del horizonte y sostenerse en él un rato para descansar. Su tentativa le hizo reírse y su risa le hizo hundirse. Tanta tensión y tanto esfuerzo relajó sus esfínteres y notó el calor de su vergüenza (para lo que sirve la vergüenza en un momento así) manchando su ropa interior. De hecho, en vez de mancharla, la estaba argamasando. Paulo Coelho habría hecho un libro y su madre y sus amigas lo habrían comprado, él optaba por ignorarlo.
Braceaba torpemente por su vida porque sabía nadar pero no en un momento así. Los nervios actuaban como unos pesados grilletes que se empeñaban en conducirlo hasta el zaguán de Poseidón.
Lloraba, por si fuera poco. Estaba la cosa como para subir el nivel del mar.
Más que mantenerse a flote, se peleaba a bofetadas con la superficie del fluido que se metía por sus adentros, que se le colaba por todas partes, que literalmente empezaba a formar parte de él.
Era minúsculo, diminuto, perdiéndose en las entrañas de la ferocidad implacable de un océano que lo engullía. Se sentía caer, perderse en el Universo mismo, desaparecer para siempre sin que nada ni nadie lo supiera.
Sin previo aviso, en el viento atronó un inquietante mantra que decía "¡¡Llevo la Coca-cola, la Fanta y la cerveza fresquitaaaaa!!". Se dio la vuelta y vio a escasos 20 metros de él, EN LA ORILLA, a un vendedor de refrescos. También vio a su mujer reírse al lado de un musculado socorrista.
Más sereno pensó, gritó y olió lo mismo: mierda.


P.D: Todo el mundo se ha cagado en la playa alguna vez en su vida. Menos yo, claro.

"Hombre, yo odio el sarcasmo..."