sábado, 23 de octubre de 2010

Sirva como anexo a la entrada anterior

Tonterías que han salido a partir de una foto poco favorecedora...

























P.D: No pongo ninguna imagen, que ya tenemos bastante con lo que tenemos...

"A ver si hacen un Mundial en Uganda que no caigo en el nombre de su capital"

miércoles, 20 de octubre de 2010

Y Curro en Francia... o "La actualidad de la política española"

Hoy, en un alarde de capacidad e ingenio, pienso fusionar politiqueo, humor gráfico, revista de prensa y minimalismo.

A tenor de los recientes cambios realizados en el Gobierno, yo, como persona en general y como estudiante de medicina en particular, quiero brindar una cálida (tórrida, incluso) bienvenida a la nueva Ministra de Sanidad ("mi" ministra). ¡Bienvenida, Leire Pajín*!


PD: Efectivamente, es una PowerBalance.


* De lo que se deduce que en España ahora mismo tenemos a la Ministra Pajín**.

** Lo siento mucho, no pude evitarlo.

domingo, 17 de octubre de 2010

"La izquierda y Vargas Llosa", de Javier Cercas

Ahora que han pasado unos días desde la concesión del Nobel a Mario Vargas Llosa ya podemos decir lo obvio: el premio tiene la importancia que tiene, pero nada más. Nada más, claro está, para la obra de Vargas Llosa, a la que ni quita ni añade una coma, no quizá para sus lectores ni para la Academia Sueca, que a juicio de muchos lo necesitaba con urgencia: al fin y al cabo, desde el punto de vista estrictamente literario este premio solo es, como ha dicho Rodrigo Fresán, un retorno a la cordura. Así que, aunque el Nobel no cambie en nada lo esencial, al menos hay que celebrar ese retorno; un retorno que, además, ha provocado interesantes efectos secundarios. Por ejemplo, la alegría indisimulable de los lectores corrientes de Vargas Llosa, muchos de los cuales parecían recién salidos del armario tras un largo encierro: de hecho, a ratos daba la impresión de que a todos les hubieran dado el premio, y de que para ellos sí era importante. No es algo tan frecuente, desde luego; no es algo que yo notara por ejemplo cuando se le conceció el Nobel a Cela, cosa que puede deberse solo a que los méritos literarios de Cela no son equiparables a los de Vargas Llosa, y no necesariamente a que esos lectores sintieran que Cela era un hombre opuesto a Vargas Llosa en casi todo, pero sobre todo en esto: aunque casi siempre pareció nadar contra corriente, Cela siempre o casi siempre nadó a favor de la corriente. Ese es otro de los efectos secundarios que ha tenido el premio: ha mostrado de nuevo que, aunque a algunos les parezca que nada a favor de la corriente, Vargas Llosa siempre o casi siempre ha nadado contra corriente.

Uno de los comentarios que más hemos leído estos días en los periódicos a propósito del nuevo Nobel ha sido el siguiente: "Admiro sus obras, pero no siempre comparto sus ideas". Dicha así, la frase es extraña, o a mí me lo parece: si ni siquiera comparto siempre mis propias ideas, ¿cómo voy a compartir siempre las de otra persona? Pero en el fondo todos sabemos que la salvedad alude a algo distinto: al hecho de que Vargas Llosa es considerado, en tanto que intelectual -es decir, en tanto que escritor que interviene con sus escritos en la cosa pública-, como un conservador, como un hombre de derechas, si no como un reaccionario o como un autoritario. La prueba es que los matices a su premio siempre los ha puesto la izquierda, mientras que la derecha lo ha recibido como un premio a uno de los suyos; mejor prueba aún es el hecho de que esa reputación es la causa más probable de que la Academia Sueca solo le haya dado este año un premio que merecía desde hace 30. Pues bien, lo que habría que decir de entrada sobre este asunto es que, seao no un intelectual de derechas, Vargas Llosa es un intelectual singular. Primero porque siempre ha servido a las causas que defiende y nunca se ha servido de ellas. Segundo porque siempre está dispuesto a contrastar sus ideas con la realidad y, si la realidad lo exige, a rectificarlas. Tercero porque en su evolución política desde las simpatías revolucionarias de su juventud hasta el liberalismo actual hay una coherencia profunda, como comprobará quien se dé el gusto de leer los volúmenes sucesivos de Contra viento y marea, donde entre otras cosas hallará una descripción razonada de esa trayectoria y, por ahí, un instrumento indispensable para entender la vida intelectual de los últimos años. Y cuarto -esto es un corolario de lo anterior, y quizá también lo más importante- por una cuestión digamos de estilo. Como pensador, como polemista, Vargas Llosa es un liberal de verdad: nunca confunde, según diría Alejandro Rossi, un error intelectual con un error moral; es decir, nunca ataca a las personas sino a las ideas de las personas -nunca considera que un hombre equivocado es un hombre inmoral-; y, cuando ataca las ideas, nunca lo hace caricaturizándolas, es decir debilitándolas, lo que en un pensador es síntoma de intolerancia y de impotencia, cuando no de vileza, sino exponiéndolas con la máxima fuerza, rigor y nitidez para luego lanzarse a refutarlas en buena lid y en campo abierto. Esto no es de derechas ni de izquierdas, ni reaccionario ni progresista: esto es algo que está mucho antes que todo eso y se llama honestidad y coraje.

Pero hay más. El mejor artículo sobre Vargas Llosa que he leído tras la concesión del Nobel apareció en este periódico y lo firmó Juan Gabriel Vásquez, que no en vano es un heredero legítimo de Vargas Llosa (háganse un favor y compruébenlo leyendo su novela Los informantes). El artículo se titula El malentendido Vargas Llosa y, como corre el riesgo de haber quedado enterrado entre la hojarasca que hemos publicado otros, me permitiré recordar su contenido. Vásquez sostiene que solo quien no ha leído a Vargas Llosa o lo ha leído con anteojeras puede afirmar que es un intelectual de derechas o conservador, no digamos reaccionario o autoritario, porque la verdad es que "pocos como Vargas Llosa han defendido las ideas que la mejor izquierda ha reclamado tradicionalmente para sí". No solo lo ha hecho en sus novelas, furiosos alegatos contra el fanatismo, contra el autoritarismo, contra el militarismo, sobre todo contra los abusos del poder; también lo ha hecho en sus ensayos y artículos, donde ha defendido la libertad individual, el derecho al aborto, la igualdad para los homosexuales, la legalización de la droga y donde ha atacado el nacionalismo de cualquier especie (y no solo, paisanos catalanes, el nacionalismo catalán). Por supuesto, no todas las ideas de Vargas Llosa -y en particular su liberalismo económico, por cierto menos radical y desde luego mucho menos ingenuo y más elaborado de como lo pintan sus detractores- parecen inmediatamente útiles o aceptables para la izquierda; pero lo que me parece seguro es que es imposible que la izquierda salga del atasco ideológico y la consiguiente parálisis práctica en que lleva mucho tiempo metida si no es capaz de discutir con seriedad ideas como las de Vargas Llosa, si no deja de demonizarlas sin esforzarse en entenderlas, si no olvida sus nostalgias autoritarias y su complacencia con tiranías y nacionalismos, si no acepta sin resignación que no hay justicia sin libertad y no entiende con entusiasmo que la democracia debe conseguir que libertad y justicia, esas dos verdades contradictorias -por usar la expresión de Isaiah Berlin que aprendimos en Vargas Llosa-, acaben conviviendo con armonía. Regalarle Vargas Llosa a la derecha es un pésimo negocio para la izquierda, igual que fue un pésimo negocio regalarles Orwell y Camus, que nunca quisieron saber nada de la derecha. De ahí, me parece, vienen muchos de los males del pensamiento de la izquierda: de su sectarismo, de su rigidez, de su miedo a salirse del camino trillado, de su miedo a afrontar la realidad como es para cambiarla, de su miedo a la izquierda autoritaria, obsoleta, fracasada y cerril que parece la mala conciencia de la mejor izquierda. En cuanto a mí, solo diré que si la izquierda no es capaz de atender a las razones de Vargas Llosa y hacer suyo lo que tiene de izquierdista -igual que si no es capaz de hacer suyo lo que tienen de izquierdistas Orwell y Camus-, que empiece a pensar en borrarme de la lista.

Javier Cercas



El artículo original, publicado en "El País", aquí.

jueves, 14 de octubre de 2010

Cementerios

Que cómo coño se me ocurría decir eso, me preguntaron hace poco tiempo. Que sí, insistí yo, que es como todo, sólo depende de la forma de ver las cosas. Perplejos, así se quedaron, con una absoluta actitud sorpresiva ante mi breve afirmación. “Los cementerios pueden ser bonitos”. No era para tanto desde luego.

Y es que puedo garantizar que esto en París ocurre, pasear por el cementerio de Montmartre es una grata experiencia, avanzar al paso de los gatos negros y torcer el cuello adivinando ver aquella tumba que reluce detrás de aquella que gusta. Internarte sin rumbo por las orillas de las lápidas, allí donde ya no hay acera, donde te preguntas si andar por encima de un cadáver es respeto o herejía. Una atmósfera entre marrón y verde, tonalidades que deberían ocupar un espacio en la tristeza pero que por concordancia dejan el estado de ánimo en status quo.

Luego, cementerio Montparnasse, es decir las celebridades bailando quietos en sus tumbas. Cristianos y musulmanes, musulmanes y judíos, judíos y ateos. Todos juntos, no por creencias, no por fe, sólo por amor, amor a la vida. Y a la gente, a aquellos que quieren poder seguir admirando a los genios que lamentablemente no perduraron lo que debieron perdurar. El cementerio de la admiración, del recogimiento entre sonrisas, el cementerio de Cortázar, de Sartre, de Ionescu, de Vallejo, de Baudelaire, el de las conjunciones de los talentos inmortales y las rosas en los suelos. El de los huecos en las lápidas y los laberintos descubiertos.

O se puede ir hasta Pere Lachaise, y entrar en el cementerio más grande de la antigua Lutecia, y andar y andar y andar y andar. Andar sin prisa pero sin pausa, superando la preciosa entrada de rue Roquette y entonces, ahora ya sí, sentarte y sacar tu café y tu manzana como hacen los parisinos y respirar aire de muerte. Moverte por la gente, ver las colillas que lanzó con desprecio Jim Morrison antes de morir y unirte a la cola de ansiosos fans que pululan alrededor de su tumba, pasar del algarabía y girar para encontrarte de frente con la tranquilidad en rosa de Edith Piaf o con el descanso tragicómico de Moliere. Llegar a la vida por la muerte.

No ser creyente, no pensar en nada más, saber que no existe el resto. Sólo pasear feliz sabiendo que lo que rodea París por norte, sur, este y oeste son cadáveres, afirmando que aquello que allí nos encontramos es sin duda el final. Pero, ¿y qué?, ¿cuántos finales tan bonitos como esos nos encontraremos el resto de nuestra vida?. Ya respondo yo, pocos.

domingo, 10 de octubre de 2010

Alguien se ha equivocado en Estocolmo

Cuando me lo comunicaron, nada más bajar del avión que obligó a volver del gran sueño que estaba viviendo en Bristol, fue lo primero que pensé. Es cierto que no cupe en mí de gozo y que inmediatamente le mandé un mensaje al móvil al exiliado Curro para celebrarlo. Pero lo pensé. Alguien se había equivocado en Estocolmo. Porque gracias a Dios le habían otorgado un galardón con un nombre tan impresionante como “Premio Nóbel de Literatura” a un autor que de verdad se lo merecía, en justicia y por derecho propio, a cientos de kilómetros por encima del resto. Al fin han caído, después de muchos años, en que ese reconocimiento hay que dárselo a los maestros de la literatura universal, antes de que caigan muertos y sus cenizas se hallen indispuestas para recogerlo.

Alfred Nóbel dejó escrito en su testamento: “el premio debe entregarse cada año a quien haya producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal”. No dijo a los que más hubiesen escrito, ni a los que podrían merecerlo en el futuro, a los que tuvieron una vida difícil y aún así escribieron, ni a lo políticamente correcto. No. Dijo “la obra más destacada, en la dirección ideal”. Y al fin la Academia Sueca ha vuelto a las formas de la dorada época en la que se premiaba escritores como Cela, Saramago o Grass.

Sin embargo, es Mario Vargas Llosa quien en realidad premiará a la Academia el día que acuda a recoger su medalla. Y lo hará justificando un título, y la mera existencia, de quienes dejaron morir sin amparar bajo su dorada sombra a escritores como Borges, Cortázar, Delibes, Tolstoi o Joyce. Así es que ahora permítanme un consejo. Si quieren leer una obra maestra, lean “La ciudad y los perros” y escupan sobre el esclavo y corran junto al jaguar y amen junto al poeta; si quieren leer la mejor historia sobre el amor que yo he leído en mi vida, odien en “Travesuras de la niña mala”. Y es que gracias a Mario Vargas Llosa el premio nobel de literatura ha vuelto a ser aquello para lo que nació: el Premio Nóbel de Literatura.



PD: Ruego me perdonen las tremendas ínfulas, mi evanescencia y la pedantería. Pero no hay ningún escritor vivo que se lo merezca más que Vargas Llosa. Y PATOCIENCA también está pa esto coño. Para ser pedante hasta explotar.

jueves, 7 de octubre de 2010

PATOS arreglando el mundo (2)

Mira que aborrezco el autobús, sus retrasos y todos sus problemas, pero en esta ocasión me ha dado pie a. Y dar "pie a" es mucho, conste. Al lío:
A las 13:30 cogí el autobús en Virgen de Luján.
Para los viajes en tren y autobús acostumbro a llevar unos auriculares enganchados al móvil para ir escuchando música y que se me haga más corto el trayecto (aunque de un tiempo a esta parte también llevo un libro). Hoy llevaba unos cascos de los que regalan en el AVE. Ya sabéis, de esos negros de cable largo con un protector rojo en el izquierdo y uno azul en el derecho. Son unos auriculares terribles con los que no se puede escuchar música a demasiado volumen y que distorsionan en los bajos, pero hacen el apaño y son gratis. Valen muchísimo más de lo que cuestan.
El caso es que por Nervión, una parada después del Ramón Sánchez Pizjuán, se montan un par de majolillos adolescentes (los aborígenes los llaman "canis") y se sientan un par de sitios por delante de mí. Las pintas no las describo puesto que son de dominio público los estándares de dicha especie. Eran unos majolos básicos, unos arquetipos. Y, claro, llevaban la música del mp3 sonando por el altavoz.
Resumiendo, me bajé cuatro paradas después de que ellos se montaran y de camino a la puerta del autobús me paré junto a ellos y llamé en el hombro al que estaba sentado en el asiento que daba al pasillo. Cuando se giró, sin decir una palabra le ofrecí como regalo mis auriculares. Se quedó petrificado, mirándome pasmado, como si se le hubiera aparecido el espíritu de Chiquetete (que no está muerto, pero se aparece porque le da la gana). Asentí, animándole a cogerlos y cuando al fin lo hizo, me apeé del vehículo.
Y sí, perdí mis cascos, pero el mundo ganó mucho más que eso.


P.D: Historia verídica, por supuesto.

"Si todo el mundo aportara su granito de arena, podríamos enterrar a mucha gente."

domingo, 3 de octubre de 2010

Diez capítulos para un cadáver (IV)

El inspector Gordillo fumaba en su despacho a caladas cortas con la mirada perdida, sin dejar de darle vueltas al caso. El resultado de la autopsia, el peritaje de campo, la falta de pruebas, la cantidad de testigos que faltan por tomar declaración… Sentado en su silla, podía ver el trasiego habitual de la comisaría a través de la puerta abierta: elevado murmullo indescifrable, gente apresurada de un lado a otro, agente maciza número uno, niñato esposado camino del calabozo, el lío de los deneís en la planta de abajo, un par de marujas cacareando, agente maciza número dos, el agente Romerijo propinando verdaderos guantazos a su ordenador, pitidos de faxes, teléfonos… Teléfonos. El sonido de un teléfono que nadie descolgaba arrastró un nuevo pensamiento en su mete. ¿Cómo coño no han llamado aún los de tráfico? ¿Qué están haciendo que han pasado ya tres días y no mandan las puñeteras cintas? Seguro que algún depravado las tiene en su casa para subir a internet las imágenes del asesino arrojando el cadáver. O peor aún, no para subirlas; para masturbarse con ellas. O incluso ambas. Un escalofrío de asco le sacudió por todo el espinazo. En Madrid les pasó una vez. En fin. Continúa con su inspección visual. Agente maciza número tres, despacho del subinspector Fernández con la puerta entreabierta, máquina de café… Mira, tú por donde, piensa. Le apetece un café. De paso, coge la carpeta que le ha hecho llegar el forense con los resultados de los análisis hechos al cadáver para enseñársela a Fernández. Al hacerlo nota una punzada desagradable en el estómago. Por culpa de esa carpetilla lleva como está toda la mañana. En la última hoja, debajo de una enorme lista emparejada repetitivamente con la palabra “negativo” había una pequeña nota garabateada a mano por el forense. “Lo siento mucho, pero el cuerpo no da para más”.
Vertió sus monedas en la máquina, seleccionó un cortado con leche fría y golpeó con los nudillos la puerta entreabierta del despacho del subinspector. Cuando entró, encontró su cabeza sumergida entre las páginas de un pequeño libro de tapas amarillas, esperándolo con el dedo índice levantado, solicitando una pequeña tregua para poder terminar la página. El inspector Gordillo arrugó el bigote, curioso, y se fijó el título. “Estudio en escarlata”. Pues vaya, pensó. Dejó la carpeta sobre la mesa, se sentó y empezó a remover su café.
– Listo –dijo el subinspector despegando sus gafas del libro.
– Ya han llegado los análisis del Instituto Anatómico-forense –comunicó el inspector–. Se los traigo por si quiere echarles un vistazo. En realidad, no hay nada.
– Ah, muy bien. Gracias. Ahora le echaré un ojo de todos modos –respondió el otro esbozando una sonrisa inocente.
El inspector dio un sorbo al café y titubeó.
– ¿Esto es lo que hace usted en el trabajo? –dijo así en broma, tratando de romper el hielo. Por decir algo, en realidad.
– Sólo en los descansos, inspector – contestó sin perder la sonrisa mientras se quitaba sus enormes y finas gafas para limpiarlas.
– ¿Lee relatos de detectives en sus descansos en la comisaría?– preguntó Don Fernando tras darle otro sorbo a su café.
– ¿Y por qué no? –respondió sonriendo–. Pensar de tarde en tarde en Sherlock Homes es una de las pocas buenas costumbres que nos quedan.
El inspector Gordillo guardó silencio y dio otro sorbo al café, invitando veladamente a Fernández a continuar hablando. Lo cierto es que él tenía poca respuesta para aquello.
– Es mi hobby, digámoslo así –se explicó Fernández, un poco apenado porque su velada cita hubiese caído en saco roto–. Como otro cualquiera. Me gustan. Me entretienen. ¿Por qué no? Todo el mundo tiene alguno. Seguro que usted también.
– No, si ya… Simplemente me parece fuera de lo… no sé. Común. Además, también se me hace raro. Es como…
– ¿Una divertida e irónica redundancia? –interrumpió el subinspector.
– Justamente.
– Lo es. Al menos, a mi me lo parece.
– Bueno, y… ¿No había leído “Estudio en Escarlata” antes?
– Claro que sí –respondió. –Sólo estoy releyendo una parte. El segundo fragmento del libro, el central. ¿Sabe? Es la parte más criticada y denostada por muchos, toda esa travesía del desierto, tantas páginas dedicadas a las vidas de otros personajes, totalmente ajenos a Holmes… Pero en realidad ahí está la clave para resolver en caso. O para entenderlo, mejor.
– Ajá –asintió el inspector. En realidad, a él esa parte le había parecido un soberano coñazo.
– ¿Sabe? Puede ser el género en el que más morralla abunda. Pero hay auténticas obras maestras. Escritores y detectives a los que es necesario admirar para poder llamarse a uno mismo persona.
– ¿Y cual es… digamos, su favorito?
– En realidad… –el subinspector Fernández se sonrojó un poco–. Pues Sherlock Holmes. En el fondo, soy un purista. Sé que es muy típico, pero es que Sir Conan Doyle era un maestro. Un maldito genio.
– Desde luego. Yo leía a Sherlock Holmes de pequeño –comentó distraído el inspector–. Recuerdo un relato que me gustaba especialmente. Aquél en que el Profesor Moriarty hasta le tira una roca de varias toneladas encima antes de despeñarse ambos por el desfiladero enzarzados en una pelea.
– “El problema final” –interrumpió académicamente el subinspector.
– Ese. Pues me gustaba bastante. En realidad, siempre me han gustado ese tipo de enfrentamientos neméticos héroe-villano uno a uno. Particulares, casi exclusivos. Sea quien sea, de algún modo u otro, todo héroe tiene su némesis. Su enemicísimo particular. Sherlock Holmes y el Profesor Moriarty, Batman y el Joker, Maggie Simpson y el bebé de una sola ceja, el rey Arturo y el pequeño troll con hipo…
– Desde luego –asintió el subinspector–. Pero no se equivoque, Don Fernando. El Profesor Moriarty es el villano más mariconazo de la historia de la literatura detectivesca.
– Puede ser –se rió el inspector–. Pero bueno… entonces, de todos los rivales a los que se ha enfrentado el señor Holmes, ¿cuál es su predilecto?
– Pues… –Fernández reflexionó unos segundos–. Probablemente, el asesino de “La melena del león”.
– Vaya hombre, tendrá usted que prestármelo.
– Délo por hecho. –El subinspector se encendió un cigarro–. Pero bueno, ¿y usted? ¿Qué me dice?
– ¿Perdón?
– ¿Qué gran pasión tiene?
– Pues no sabría decirle…
– Venga hombre. Absolutamente todo el mundo pierde la cabeza en algún grado por alguna estupidez.
– ¿Ah sí?
– ¿Qué no? Mire –el subinspector comenzó a susurrar–, ¿ve al agente Romerijo? Es el tío que más sabe de tiburones de toda la provincia. ¿Y Sánchez? No hay domingo que no se despierte a las seis de la madrugada para irse de pesca con su barquito, truene, llueva o nieve. Allí donde lo ve, Alvarado es todo un experto en artillería del siglo XVI y campañas napoleónicas. A Curro le gusta viajar en vacaciones a ciudades con grandes ríos. El agente Pérez se gastó unos seis mil euros para bucear en la Gran Barrera de Coral de Australia, y su hermano pierde el culo por las grandes batallas navales de la Armada Invencible. Y tengo un primo, sin ir más lejos, que siente una fascinación fatal por la historia bélica moderna. Ya sabe, Segunda Guerra Mundial, nazis, Yugoslavia…
– Curioso lo de su primo.
– Un puto enfermo, para que usted vea. En fin, ¿qué me dice ahora?
– Pues a mí… –dudó unos instantes–, me gustan muchísimo las películas del oeste. Bueno, y los toros. Y el cante jondo.
– ¡Pues ya está! ¡Entonces lo que a usted se la pone dura es ver a Charlton Heston disparándole a un indio en el costado!
– ¡Digo!– al inspector le hizo gracia la ocurrencia–. ¡A mí los que me la ponen dura son José Tomás, Poveda y Charlton Heston!
Ambos permanecieron unos segundos riendo, fumando tranquilos. Dos compañeros prácticamente nuevos conociéndose, haciendo un esfuerzo por caerse mejor mutuamente. Es un poco raro, pero en realidad es un tío simpático, pensó el inspector. Un teléfono empezó a sonar insistentemente, cesó y alguien los llamó desde abajo. Yo voy, dijo el subinspector solícito. Y se llevó con él el café y el cigarro en la boca.

El subinspector Fernández tardaba en regresar, así que Don Fernando volvió a su café. Némesis, némesis… La palabra no dejaba de darle vueltas ahora en la cabeza. La imagen del cadáver con el cuchillo clavado en el cuello volvió a aparecer en su mente. Hasta donde sabían ahora, el asesino había arrojado el cuerpo, ya muerto hacía más de una hora en algún otro sitio, a la carretera. Por lo que debía de ser lo bastante fuerte cómo para llevarlo hasta allí, lo tuvieron que ayudar al menos en la huida de la escena, y sabía más o menos lo que estaba haciendo. No tenían nada más, tan sólo un cuchillo sin huellas dactilares, y testigos que no vieron nada. Ni siquiera habían encontrado el lugar donde lo mataron. Que por otro lado, cuando ellos llegaron aquella noche ya debía de llevar bastante rato totalmente limpio de pruebas. De momento, podía ser cualquier cosa. Un ajuste de cuentas, un encargo de una mujer celosa, un intento de eliminar a un cornudo, una pelea callejera mal terminada… No tenían nada. Menos mal, pensó, que aún nos quedan un par de ases en la manga.
– Inspector –Fernández le sacó bruscamente de sus pensamientos. No había ningún asomo de sonrisa en un rostro ahora totalmente helado.
– ¿Qué ocurre?
– Eran los de tráfico. La cámara que enfocaban la escena del crimen lleva rotas cuatro días. No se ha grabado nada.