jueves, 30 de septiembre de 2010

Como...

Como una lucha entre
las raíces y el tiesto,
como follar con la mente,
como pensar con el sexo,
como si fuera tan fácil
hacer que destaque el desdén.
Como una mala praxis,
como si tú me dices ven.
Como parando un taxi
en el centro de Tian'anmen.

Como las ondas de un charco
que relatan las pedradas,
la lírica de un barco
que resiste la oleada.
Como la piel de los trenes
y el hierro de las personas,
como vuelan las mujeres
con Di Caprio en la proa.
Como plantando claveles
en el centro de Lisboa.

Como la canción de Roldán,
como Erik, como Juana,
como quien menos y quien más,
como Rodri y como Wallace.
Como la Estatua de cobre
y quien la prostituyó,
como escalando a las cumbres
para ocultarse del sol.
Como ir pidiendo lumbre
en el centro de Saigón.


P.D: Y tal.

"Ni el jamón sabe a jamón..."

viernes, 24 de septiembre de 2010

¿Por Don Julio, no?

Hoy he estado en mi primera librería de París. Bueno, librería no es quizá la palabra exacta, más bien podría definirse como conglomerado de instrumental para actividades lúdicas diversas, o lo que viene a ser lo mismo, un FNAC.
Quedé gratamente sorprendido al ver que la zona de literatura era netamente amplia, divisé columnas en perfecto orden que dejaban entrever un pozo de divina curiosidad. De la A a la Z, como mandan los cánones de la comodidad, y me adentré dispuesto a toparme con alguna joya, alguna obra que reuniese las condiciones perfectas para mi ocio y para mi aprendizaje del francés.
Lo pasaba bien observando esa montaña de tomos de bolsillo tan diversa, ojeaba portadas, contraportadas e interiores, manoseaba obras nuevas, antiguas, famosas y extrañas. Para mí, un fiel seguidor de la tenencia de libros (no sólo de su lectura) me hallaba ante uno de los momentos mágicos de este vicio, la elección. Qué dulce incertidumbre.
Y pasé por Robert Arlt, y pasé por H.C Andersen, y pasé por Auster y hasta pasé por Asimov. Y luego recorrí a Bacon, a Balzac, a Baudelaire y a Beckett, a Bukowski, Burroughs y Borges. Así era, con paciencia y dedicación, por Camus, por Capote, por Chejov, por Conrad y por Cort…
No estaba Julio Cortázar.
Repasé la estantería con detenimiento, pensando que podía habérmelo saltado, que algún encargado se había equivocado no colocándolo en su correspondiente hueco o que, con suerte, tenía la sección aparte que Julio merecía en cualquier ciudad del mundo, no digamos ya en la suya.
Pero desafortunadamente nada de eso ocurría, y la oscuridad del desagradecimiento descendió desde el cielo tocando aquellas lánguidas estanterías donde, supuestamente, nada extraño sucedía. Sólo que allí, al cobijo de Conrad y Cudrow faltaba un hueco, el hueco que debía haberse dejado no a uno de los mejores escritores de la historia, sino a uno de los mejores amigos de París que nunca existieron. Don Julio Cortázar.

martes, 21 de septiembre de 2010

Mamá tenía razón

Tenía que haberle hecho caso a mi madre. Sin duda, de haberlo hecho, no me encontraría ahora como estoy. Pero no lo hice. Fui un necio, y no quise verlo. Así me ha ido, y así estoy de arrepentido.

Empezó como empiezan estas historias siempre. Ella era alta y delgada, con un tipín de impresión. Lo cierto es que en eso éramos tal para cual, yo también soy delgado y alto. Pero ella lo era, reconozcámoslo, un pelín más que yo. Decía que yo era ingenioso, brillante, muy cariñoso. Yo le decía que ella era incisiva, directa, y muy paciente.

Siempre hubo algo especial entre nosotros. Nada más mirarnos a los ojos ya saltaban chispas. Es cierto que incluso mis amigos me lo decían desde el principio, nada más notar el voltaje de nuestras miradas. Ten cuidado que esa no te conviene, me decían. Acabarás mal. Y yo nada. Ciego, sordo y mudo. Sin ojos si no eran para ella, sin oídos si no eran para ella, sin palabras si no eran para ella.

Y un mal día, los acontecimientos se precipitaron. Nos abalanzamos uno sobre el otro sin poder contener nuestra pasión, y desde ahí las cosas ya fueron demasiado rápido. Recuerdo el intenso, intensísimo calentón que me supuso su contacto. Nada más tocarnos, sentí como un fuego abrasador me recorría de la cabeza a los pies en sólo segundos. Podía escuchar el propio crepitar de mi alma, veía las ascuas que surgían de nosotros inundándolo todo, creía deshacerme un poco más en cada abrazo. Y así se quedó a mi lado, hasta que acabó conmigo. Hasta que me consumió, y de mi no dejó más que las cenizas. Cenizas a las que abandonó, cuando ya no le servían para nada y no podían satisfacerla. Pobres, inválidas e inertes cenizas que los míos, que tanto me avisaron, tuvieron que encargarse de recoger.

Pero en fin, al menos he aprendido la lección. Si es que mi madre tenía razón. Nunca fue buena idea el amor entre una lima y una cerilla.



lunes, 13 de septiembre de 2010

Diez capítulos para un cadáver (III)

La historia es sencilla y muy adecuada. El sujeto vuelve de pescar a su casa a medio día, pasa allí la tarde y a las nueve y media acude al bar de siempre. Permanece ahí hasta las doce y media. Habla con mucha gente. Parroquianos habituales. Nada llama la atención a nadie (visitar bareto del pueblo para descripción intensa del ambiente). A las doce y media, según los testigos, minuto arriba minuto abajo, abandona el bar. Nunca llega a su casa. El aviso del cuerpo tirado en la carretera llega a la Guardia Civil a las tres. Nosotros nos presentamos con el forense a las cuatro y media pasadas (ambiente: al final del levantamiento comienza a llover, ¿sustituir por tormenta? ¿Aguacero?). Según el forense, llevaba unas tres horas muerto. Sin duda por la puñalada. No señales de asfixia, no signos de lucha, forcejeo, ni más heridas. Sin apenas pruebas en el lugar en el que encontramos el cuerpo, muy poca sangre (ignorar cámaras de vigilancia de tráfico, no existen, sino no hay chicha). Ninguna huella. Sin casi ninguna prueba en la ropa del sujeto, alguna hebra de ropa negra. Poco valioso, inespecífico. Ninguna huella en el cuchillo (posibilidad de enlazar con aquel caso de la prostituta muerta en Algeciras de hace cuatro años. Cambiamos fechas, ponemos la puta hace dos meses).
El cuerpo del sujeto aparece en medio del carril derecho, junto a la linde arbolada, mucha vegetación, espesa. Aparece un rastro, pisadas en el suelo. No muy claras, no distinguimos calzado. Talla 44 aprox. Probablemente varón, complexión fuerte, grande. Se dirigen a la población de procedencia del sujeto. Desaparecen al cabo, presumiblemente las han borrado (en relato desaparecen muy cerca del pueblo, descripción, ambiente, luces de los faroles, calles desiertas). No se encuentras más huellas ni otros signos. Aparentemente, todas las encontradas pertenecen a la misma persona (¿modificar esto?). De momento los testigos no aportan información valiosa, ninguna sospecha. La familia aún no ha hablado. (¿Cambiar ubicación de la puta? ¿Poner en Barbate o cerca? ¿Vejer? Posibilidad de testigo común. AMPLIAR ESTO). Se deduce que el asesino fue ayudado en algún momento de la vuelta de algún modo, aunque aún no hay indicios reales (TENGO QUE ESPERAR A VER QUE NUEVA INFORMACIÓN APORTA EL CASO, ESTA PARTE AÚN MUY VERDE). (Introducir aquí a la heroína pechugona compañera del Detective Kasposky enfundada en ceñido chubasquero rojo pasión).

– ¡Antonio! ¿Vienes a la cama o qué?
– ¡Sí! ¡Ya voy cariño!
El subinspector Fernández cierra su viejo y ajado cuaderno de tapas de cuero negras, encapucha su pluma Montblanc, se quita sus grandes gafas redondas de montura fina, que dobla y deja sobre el cuaderno, y se encamina al sagrado lecho nupcial mientras se va desabrochando la camisa. Antes garabatea rápidamente en un post-it “RECORDAR PEDIR DE NUEVO MAÑANA LAS CINTAS EN TRÁFICO O EL JEFE ME MATA”, y lo deja sobre las llaves del coche. De repente se da la vuelta, como despistado, y vuelve deprisa a la mesa de su escritorio. Ah sí, lo olvidaba. Con la camisa ya casi desabrochada coge su zippo plateado, y se vuelve ir jugueteando con él entre las manos. Sonríe. Para el cigarrito de después.


sábado, 11 de septiembre de 2010

Crisis...


No pretendamos que las cosas cambien, si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la mejor bendiciónque puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar ’superado’.

Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis, es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto,trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la tragedia de no querer luchar por superarla.

Albert Einstein



No he podido poner la canción que quería porque no la encontré por ninguna parte, era "No te lo vas a creer" de Luis quintana, como es poco conocida no esta en youtube.

PD: Quizás con la crisis nos demos cuenta de muchas cosas y evolucionemos, la guerra no será rentable, el hambre se erradicará como se ha prometido en el pacto del milenio, la energías renovables serás usadas como se merecen, los políticos haran POLITICA, no se maltratará, las farmaceuticas se uniran y descubriran la cura del cancer, SIDA y de todas las enfermedades que matan en los paises del tercer mundo..... Quizás cambiemos o quizás no....

PD2: Siempre he sido una persona positiva, abogo por el cambio


sábado, 4 de septiembre de 2010

Cartas de Jesús María del Valle Fresnedoso: "Ay, las hormonas"

Y semana tras semana, verano tras verano, jóvenes de todas partes se afanan en encontrar a la muchachuela más fácil del local en cuestión. Pasa por todo el mundo, de idéntica forma. Todo se convierte en un pretendido ballet que se mueve al ritmo de una canción que todos conocen. Se representan unos papeles, se recitan unos diálogos. El peinado, la ropa, la actitud, el olor, etc, forman parte de esa especie de hechizo, de esa liturgia, de ese ritual. Así es, pues, tal como lo digo: un ritual de apareamiento. Como el del ciervo que agita su cornamenta o el del pavo que contonea su enorme y colorida cola. Son reclamos, llamadas a los instintos.
Y si tengo que ser sincero, me avergüenza que después de millones de años de evolución en los que nuestra capacidad de raciocinio ha llegado a cotas tan magníficas, sigamos comportándonos como bestias. En lugar de preocuparnos por alcanzar estadios de excelencia, nos preocupamos por conseguir copular con mujeres que tengan los pechos turgentes y las cachas tersas como el pellejo de una pandereta.
El impulso de perpetuar la especie a base de una propagación indiscriminada de genes es algo primitivo y más propio de los animales. Me quedan muy lejos esos silvestres intentos de montar a la hembra con las caderas más anchas. ¿Somos conejos, gorriones o hienas? No, amigos, somos mucho más. Somos humanos. El factor diferencial, la marca evolutiva, nuestro absoluto dominio, lo que nos ha hecho diferentes al resto de seres vivos no es salir a ligar, sino la mente. Nuestra inteligencia, la razón, el pensamiento. Por eso me considero mucho más humano que vosotros, jóvenes. Soy mucho más humano porque cuando vosotros salís a follar de la forma más salvaje, yo me quedo en mi casa imaginándomelo.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Diez capítulos para un cadáver (II)

De todos modos, dijo el forense mientras se quitaba el guante de látex, eso se avisa antes, hombre. Hechas ya las paces con el inspector, y habiendo presentado cada uno sus propias explicaciones y excusas, fumaban en silencio, con la mirada perdida en la noche, mientras el resto de agentes trabajaban sobre el terreno. La imagen era, para qué negarlo, bastante sombría. El forense, moreno, chupadillo, con una barba ya despuntando y exigiendo su apurado mañanero. En realidad, no parece mal hombre, pensaba. Se refería al inspector, no al cadáver. El inspector, con un poblado bigote cano –pero con su borde interior amarillento, casi ictérico, con ese color sucio que sólo saben dejar el alquitrán y el humo– también daba lentas caladas a su cigarro. Voy a tener que acostumbrarme a trabajar aquí, pensó mientras se difuminaba la última voluta de humo que exhaló. Ciertamente, en Madrid somos bastante más discretos con la información. Lanzó una furtiva mirada en derredor. Bah, para qué, pensó mientras se encogía de hombros. No hay ni un puto periodista igual. Allí habría ya una docena de chupatintas morbosos sacando fotografías para rellenar la sección de sucesos.
– Disculpe de nuevo el exceso de celo por mi parte, Don Pedro.
– Bueno, ha sido un tonto malentendido. Entiendo que de dónde usted viene se hacían las cosas de otro modo. Perdóneme a mí también, Don Fernando.
– En fin, tiene usted razón. Dejémoslo en un estúpido malentendido.
– Vamos a tener que vernos mucho ahora que está usted aquí, así que es mejor llevarse bien. Le prometo que no siempre soy tan imbécil como a las cuatro de la madrugada.
– Nadie es nunca tan imbécil como a las cuatro de la madrugada – dijo el inspector sonriendo por la comisura de la boca.
Junto a ellos, ignorando respetuosamente la conversación que se dejaba caer a su lado, el subinspector Antonio Fernández miraba sin perder detalle, con sus ojos de búho encerrado en grandes gafas de montura fina, el trabajo de los agentes. Para él la noche se reducía a eso: oscuridad, silencio, densas nubes marrones sobre su cabeza, los focos naranjas iluminando la escena, parpadeos blancos y azules de la señalización de tráfico, y bruscos destellos de flashes dilatando esporádicamente sus pupilas. Y una pizca de material de inspiración, por qué no. Poco más, apenas el bajo murmullo de los agentes, trasiego de material de aquí para allá, y un muerto presidiendo la escena. Un muerto grande, pasados de sobra los sesenta, de carne áspera, quemada y cuarteada por el sol, frío, pálido, y con un cuchillo clavado en el cuello.
– ¿En quién piensas para esto, Antonio? –le preguntó con guasa el forense, viejo perro conocido – ¿Sherlock tal vez?
– Para nada –contestó tan encantado como divertido el canijo subinspector– Esto es más de Jessica Fletcher. Quizá de Hércules Poirot… o el primer muerto de un asesino en serie de cualquier otra novela de Agatha Christie.
– Hay que joderse –terció ahora el inspector–, un subinspector aficionado a las novelas de detectives.
– Literatura pura, oigan– se defendió.
– ¿Diría usted que ha sido obra de un profesional, Don Pedro? –preguntó el inspector concentrándose de nuevo en el caso.
– Hombre… pues no sé –dijo el forense volviendo a su trabajo–. El cadáver está bastante limpio, yo veo pocas pruebas por aquí, a simple vista, y la verdad es que no es un sitio muy natural para dejar un cuerpo… Por otro lado, el corte del cuello no es muy fino, no está en el lugar más indicado, ni donde suelen darlo los profesionales. Está demasiado cerca del cráneo. Pero le ha seccionado la carótida externa y la yugular igualmente. Total, que yo diría que algo le habían indicado, y algo sabía de lo que estaba haciendo. Pero mucho, mucho, pues no lo había hecho antes, no. De todos modos, hay que estudiarlo a fondo. Lo mismo hay algo más. ¿Saben ya de dónde era?
– Éste va a ser de ahí –dijo el subinspector, señalando con la mirada un pequeño cúmulo de luces naranjas, a unos pocos kilómetros de distancia, varadas junto a la costa.

Un trueno tímido, como pidiendo permiso para aparecer, mandado por la tormenta que se avecinaba a meter la cabeza en una habitación llena de gente haciendo caso a otro centro de atención, hizo caer las primeras gotas sobre el escenario en el que reposaba el finado. Los guardias se aceleraron en sus tareas, mientras el forense y el inspector protegían la lumbre de sus cigarros con la mano, y el subinspector, más chulo que un ocho, sacaba un zippo y se encendía uno.
– Bueno señores, me disculparán, pero yo aquí ya he terminado y mi mujer me reclama– se despidió el forense–. Que no termine mal del todo la noche.
Los otros dos permanecieron un rato más allí, velando por el buen orden de todo aquello. El subinspector se quitó las gafas y secó inútilmente con su camisa las gotitas que ya se habían posado sobre ellas.
– Veremos a ver cómo termina esto –le dijo al inspector.
– Tampoco creo que nos cueste mucho saber quién lo hizo –contestó éste lanzando la colilla al suelo.
– ¿Y esa seguridad?
El inspector Gordillo se limitó a señalar vagamente con la cabeza un elevado poste situado a unos cientos de metros, en la calzada del sentido contrario de la autovía, sobre el que reposaban tranquilamente dos cámaras de vigilancia de tráfico.
– Pues casi mejor –dijo el subinspector Fernández–. Así, si es un asesino en serie, lo capamos desde el principio.
– Vaya hombre, yo pensaba que preferiría usted un caso largo y rebuscado y un asesino con su intríngulis. En plan película de Fincher. O Tarantino.
– Hombre, no estaría mal. De todos modos, un muerto tirado en medio de la carretera con un cuchillo clavado en el cuello ya es, a priori, lo suficientemente interesante. –Los dos hombres siguieron fumando lentamente, y Fernández lanzó un suspiró al aire–. Aunque sigo esperando que algún día se me presente mi John Doe particular.
– Usted mismo. Pero le advierto que cómo esto sea Seven– contestó el inspector mientras veía la cremallera de la bolsa de cadáveres atascarse con el cuchillo clavado en el cuello–, yo me pido a Morgan Freeman.