Viajar es, en gran medida y en el sentido más puro de la palabra, sinónimo de perderse. Sólo sin querer, zambulléndonos en aquellos sitios en los que dejamos nuestros pasos, es como encontramos esas perlas vírgenes que tanta esencia contienen. No en vano, muchos de los sitios más bonitos y visitados actualmente fueron en su día hallazgos casuales de paseantes extraviados. Por eso uno de los pasatiempos de los que más disfruto cuando visito una ciudad es andar sin rumbo, por impulso, y divagar por los lugares en los que los oriundos del lugar hacen su vida y su descanso. Es como únicamente podemos conocer el alma que palpita bajo su piel de asfalto y los monumentos que la agasajan.
Eso es lo que pude hacer aquella mañana en Barcelona. Algunos de mis compañeros ya se habían marchado a conocer la ciudad, y otro aún no estaba listo para salir del albergue, así quedamos una hora más tarde. En realidad aquel lapso me venía muy bien. La noche anterior, escudriñando el mapa de la ciudad condal, me había topado por azar con una pequeña plaza, no muy lejos de Las Ramblas y el Raval, dónde nos hospedábamos, dedicada a George Orwell. Sabía que el inglés había estado viviendo en la ciudad un tiempo, e incluso llegó a combatir en los sucesos de la Semana Trágica del lado sindicalista contra el gobierno republicano y los comunistas, fusil al hombro, por lo que esperaba encontrar alguna referencia a todo esto. Sin embargo, la plaza quedaba muy a desmano de cualquier punto de interés de la zona, y muy alejada de los itinerarios turísticos habituales, por lo que no creo que hubiera podido arrastrar a mis amigos allí, menos si nunca antes habían estado en la ciudad. Así que la única forma que tenía de seguirle el rastro al británico era hacer una pequeña escapadita en solitario.
Las distancias engañan mucho en algunas ciudades, y ocurrió que la Plaza George Orwell estaba a pocos minutos paseando del albergue. Resultó ser un pequeño claro peatonal entre edificios y callejones, con un extravagante, vanguardista e ininteligible monumento presidiendo el espacio y una placa que daba nombre a la plaza. Unos pocos, aunque frondosos árboles daban un encantador contraste verde con el gris del ambiente y un cielo que anunciaba lluvia sin ningún pudor. Me recree un rato en el lugar, pero a los pocos minutos me di cuenta de que poco más tenía aquel sitio que ofrecer, salvo la memoria del genio -que ya es bastante- y no podía exprimir mucho más de allí. Así que me planteé qué hacer. Estaba en Barcelona, en el epicentro del Barrio Gótico y con tiempo por delante. Desde allí podía, como mucho, volver por donde había venido o andar hasta caer al Mediterráneo, que la verdad no es mal final para un aspirante a trotamundos. Di una vuelta en redondo, y me fijé en uno de los abruptos callejones que desembocaban a la plaza. Viejas e inclinadas casas de piedra con macetas en las ventanas, contrafuertes entre ambos lados de la calle y viejos coches aparcados frente a oxidadas verjas eran la credencial de ese pequeño arroyo de Barcelona. Sin pensarlo más, me puse a caminar sobre sus viejas y ajadas losas, a veces rotas e irregulares. Las casas, la mayoría de planta baja, desprendían olor y ruido de cocina, vertiéndolos al torrente. Voces de mujeres y niños en conversaciones ordinarias surgían de su interior haciéndome sentir un voyeur de las esencias. El cielo, aunque gris, iluminaba vivamente la escena, y las ropas tendidas al aire se convertían en las singulares y auténticas banderas del paisaje. Sólo era la segunda vez que visitaba Barcelona y sentía como la ciudad se sinceraba conmigo y me regalaba un pequeño reducto de su intimidad, dejándose conquistar, coqueta y flagrante, a la segunda cita. Así me sentía yo siguiendo mi paseo, como una especie de Don Juan de los caminos amando a una dama que se deja poseer descubriendo sensualmente la fragancia que defiende sus rincones más secretos.
Yo seguí con mis pasos gozando de aquel Edén urbano. No sé como no tuve un orgasmo allí mismo. De repente, un gran campanario de piedra y una enorme y colorida cúpula coronada por una imponente figura florecieron entre los tejados y los balcones, coronando el paisaje. Mi callejón de inspiración bíblica se acabó, y busqué su nombre entre las esquinas: Carrer de Avinyó. Continué callejeando en busca del origen de aquella cúpula que no recordaba de ninguna de mis andazas anteriores por Barcelona –y las ha habido extenuantes- hasta que llegué a una gran plaza cuadrada y a, como descubrí investigando entre letreros y carteles, la Iglesia de la Mercé. Fui a entrar, pero me encontré con que estaban en misa y no era el momento de importunar fés ajenas. Me senté a descansar bajo los árboles que rodeaban la plaza, hasta que al poco las puertas de la Iglesia se abrieron y empezaron a desparramar gente a la plaza.
Cuando me acerqué, descubrí que un párroco alto y enjuto, de pelo blanco, aguardaba en la puerta del templo mientras una larga cola de feligreses esperaba para salir. El cura iba saludando a cada persona que salía de misa e intercambiaba unas palabras con ellos, felicitándole las pascuas. Sólo en aquel momento recordé que era Domingo de Resurrección. La mayoría lo llamaba por su nombre, y este correspondía respondiendo por su nombre de muchos de los parroquianos, interesándose por las dolencias de los más mayores. Sin embargo, no todos eran habituales aquel día de Resurrección, y numerosos turistas y extranjeros formaban parte de la cola. El cura los saludaba igual, y haciendo un esfuerzo por hablar en su idioma les preguntaba de dónde venían, si les había gustado la misa y si estaban disfrutando de Barcelona. Así vi al párroco departir con fluidez y simpatía en inglés, italiano y francés, y chapurrear en portugués y en alemán. No me pareció oportuno entrar en la iglesia en ese momento tampoco, así que me quedé en el umbral del templo oteando su interior y admirando su retablo.
En la fila que aguardaba a salir de la iglesia, un padre cogía por los hombros a un niño impaciente por saludar al simpático cura. Cuando les llegó el turno y este les preguntó de dónde venían, el niño gritó entusiasmado en un cerradísimo acento inglés “Croatia!”. “Croatia!”, repitió ante la incomprensión del párroco. “Cro-a-tia” dijo más lento, cuando vio que el cura acercó paciente su oreja a la boca del joven. Esta vez sí. “Oh! Croacia!”, respondió, y charló un poco con ellos en inglés. Cuando terminaron, el niño corrió emocionado a la plaza, mientras el padre croata permaneció parado en el umbral. Noté que se fijaba en una mujer muy mayor que mendigaba recostada sobre uno de los escalones del templo. La vieja estaba totalmente vestida con ropas negras, llevaba la cabeza cubierta, y era muy arrugada y blanca. El padre se acercó, se puso en cuclillas frente a ella, y para sorpresa de la anciana, comenzó a hablarle. Y la anciana le respondió. Usaban un idioma que yo jamás había escuchado y que no pude identificar, pero de la boca de la mujer escuché una palabra que me sonó muchísimo a “Serbia”. Cuando terminaron de hablar, el hombre abrió su cartera y le ofreció un billete de 50 euros a la anciana, que agradeció más con la mirada que con palabras. Se despidieron mirándose a los ojos, él le apretó fuertemente el hombro, y se marchó a recoger a su hijo.
Y todo eso me regaló la ciudad, cuando me perdí en Barcelona.
Y luego Antonio dicen que violan niños.
ResponderEliminarAhora en serio, estoy totalmente de acuerdo contigo, yo creo que en estos años hemos descubierto que visitar museos, torres y gigantescas plazas está bien, pero que adentrarse en la esencia de una ciudad es mucho más que eso. Y que los momentos realmente característicos de cada lugar (que son los que vamos a recordar en el futuro) son los que usualmente vienen precedidos por la casualidad y por lo propio.
Y más si encima hablamos de Barcelona, una ciudad mágica sin duda.
PS: Anda que no te gustaba a ti nada los horarios clavados y los sitios que vienen en las guías canalla xD.
"Antonio dice"
ResponderEliminarQue hermoso regalo el que te hizo la ciudad.Yo nunca he estado en Barna,espero ir algún día y que al callejear sin rumbo encuentre algo similar^^ sería bello.
ResponderEliminarQué gran ciudad, qué gran texto.
ResponderEliminarLadrillo.
ResponderEliminarP.D: A ver si luego lo leo.
Anda y vete a la... xD
ResponderEliminarBueno, a los tres que lo habéis leido y parece que os ha gustado, me alegro mucho. La verdad es que tenía mis dudas :P
Y vete al carajo Curro, que los horarios clavados son fundamentales para, por ejmplo... no sé, ¿no perder vuelos?
Es denso pero está muy chulo, tío. Te has currado mucho el texto.
ResponderEliminarBesines.
Qué bonito regalo^^
ResponderEliminarmuy guapo tio!! no sabía esta aventura tuyaa!!
ResponderEliminarMejor amigo! soy Ana! de vez en cuando paso por aquí, y tenía que decirte que me ha encantado el texto :)
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