domingo, 23 de mayo de 2010

Las piedras de la Historia (cap. 5)

Algo había que beber. Aunque no nos decidíamos. No había manera. Curro, Ale y yo estábamos frente al expositor de bebidas de un pequeño supermercado de la calle Athinas, no muy surtido, sin atrevernos a escoger. Serían las ocho de la tarde de nuestro segundo día de viaje, y nos esperaba una larga e incierta noche en lo que sería el primer tren nocturno del viaje hacia Kalambaka, con trasbordo de una hora incluido en algún lugar de Grecia, y había que coger provisiones. Ya habíamos escogido un buen puñado de sanas galletas industriales y otros azúcares refinados e hipercalóricos, pero nos hacía falta algo de alcohol para afrontar la espera.
Había un montón de botellas indefinidas que parecían ser ron, whisky, vodka y cosas así. Pero que también podrían no serlo. Además de ouzo. El ouzo es un licor típico griego que puedes encontrar en las tiendas de souvenir en vistosas botellas, y en las tiendas de barrio, de mejor calidad, por un tercio de ese precio. Sin embargo, ya lo habíamos probado antes, y no nos entusiasmaba la idea. Sabe parecido al anís, aunque un poco más fuerte. Y a mí el anís no me gusta ni en Navidad. Es cierto que yo llevaba mi petaquita rellena de coñac lista para la ocasión, pero no había suficiente para todos. Y según se terciase la noche, ni para mí mismo. Al final, optamos por una botella de Cointreau, que era una de las pocas marcas que logramos identificar, y nos largamos.

El día había empezado bien. De hecho, empezó de la mejor manera posible: amaneció un sol claro y agradecido, y nosotros nos perdimos en el Plaka camino de la Acrópolis. Y esa es la única manera de conocer, o al menos intuir, una ciudad: perderse. El barrio de Plaka guarda las calles más mediterráneas y bohemias de la ciudad: callejuelas, recovecos, escaleras sin salida, ruinas esporádicas, macetas y plantas en las ventanas, paredes claras… Además de sus coloridas y bulliciosas calles principales. Si Atenas conserva aún un espíritu propio de ciudad, este, con toda certeza, reside en el Plaka. Y así estuvimos, dando vueltas alelados como carajotes a las nueve de la mañana, con el barrio prácticamente para nosotros, hasta que encontramos la entrada a la Acrópolis.
De Atenas se pueden decir muchas cosas malas. Pero con todos sus defectos y virtudes, Atenas es lo que es. Y lo que es, por encima de todas las cosas, es una ciudad vieja. Una ciudad con más de tres mil años de Historia abiertos en carne viva en forma de piedras y ruinas. Piedras que hacen obligatoria la visita a una ciudad tan contaminada y descuidada, y que encima hagan que merezca la pena.
Gratis por ser estudiantes (doce euros sin documento que lo acredite) entramos a las misma ruinas que la noche anterior contemplamos empapados y boquiabiertos desde el arco de Adriano bajo una tormenta de mil demonios, ahora con el sol filtrándose por las grietas de cada piedra tallada y cada roca. Las ruinas se encuentran desperdigadas en un gran espacio que, hace más de dos mil quinientos años, albergaba el epicentro cultural, social y religioso de la ciudad, y probablemente del mundo. Sus construcciones van ascendiendo por la ladera de la montaña hasta escalar un gran peñasco de piedra, sobre cuya cima se erige el Partenón y el resto de los grandes edificios, en la parte más alta de la ciudad. Que es precisamente lo que significa la palabra Acrópolis.
Desde el teatro de Dionisios, lo primero que nos encontramos al entrar en las ruinas, hasta las mastodónticas columnas del Propileos, que se convirtieron en las puertas de la Acrópolis, ascendimos por la loma antes de entrar en la explanada que se sitúa sobre el gran peñasco gris, en el que descansan los restos del Partenón, destrozados por nosotros mismos en una más de nuestras estúpidas guerras, el Erectión con sus seis caríatides y el resto de ruinas. Por supuesto, antes de irnos, Rafa, Ale y yo le hicimos una pequeña visita a los escasos restos que se conservan del templo de Asclepio, dios griego de la Medicina. A ver si nos pegaba algo.
Abajo, ya fuera de la Acrópolis y a su sombra, estaban los restos del templo de Zeus Olímpico y el Arco de Adriano. El día anterior, entre lo tarde que era y la lluvia que empezó a caer, no pudimos entrar al templo, así que aprovechamos y bajamos a ver sus gigantescas columnas. Y de ahí, al Estadio Olímpico (en el que Martín Fiz y Abel Antón entraron triunfantes en la maratón del Mundial de Atenas de 1997, dato que Curro se encargó de recordarnos unas trescientas o cuatrocientas veces y me ha obligado a dejar por escrito).Después de eso, lo que hicimos fue comer. Comer como cerdos. Con la misma ansia que usamos para meternos un atracón en la cena del día anterior, y el mismo gozo que gastamos los primeros días de viaje. Porque en Grecia hay dos cosas que no están al alcance de otros países: piedras históricas y una gastronomía de toma gyro y moja. Y es que allí se come de lujo. Lo cierto es que no pudimos probar muchas cosas, aparte de los sempiternos gyros y alguna ensalada. Pero creo que podría vivir a base de eso toda mi vida. De gyros, ensaladas, berenjenas rebozadas con su salsa de yogur, y olfateando por las calles. Conforme va llegando el medio día, las calles se inundan de olores de todo tipo: especias, sazonados, fritos, salsas, dulces… que hacen que uno empiece a paladear y salivar hasta rozar la deshidratación. Desde luego, pasear a al hora de comer por el Plaka es un espectáculo olfativo. Sea en un restaurante, o en cualquier puesto callejero, es muy fácil disfrutar la comida allí. Había un hombre con un carrito lleno de muchos tipos de frutos secos que yo no había visto en mi vida, expuestos para que la gente los cogiera ellos mismos. A veces los mejores museos se los encuentra uno en mitad de la calle, así que nos acercamos a curiosear y a meter las narices donde pudiéramos. Empezamos a charlar con el vendedor y nos dejó probar algunos. Mezclando inglés, español e italiano nos explicó qué era cada cosa y como lo hacía. Con mucha simpatía además, porque nos contó había vivido un tiempo en España y guardaba mucho cariño a los españoles, y además nos recomendó que visitáramos el Instituto Cervantes de Atenas, que estaba a vuelta de una esquina y era muy bonito. Evidentemente le compramos unas bolsitas de frutos secos. Yo me llevé una especie de plátanos fritos secos, más comunes pero que me llamaron mucho la atención, que montaron en mi boca ellos solos un espectáculo de luz y sonido.
Cuando salimos de la tienda ya era prácticamente noche cerrada, aunque aún no había cambiado el paisaje propio de la noche ateniense. Todavía no habían quitado los periódicos y revistas de los quioscos callejeros para cambiarlos por los expositores de pornografía salvaje, y la calle Athinas aún permanecía gris y bulliciosa, con las tiendas abiertas y todo su material expuesto en el exterior, acumulando polvo: maletas, radios, tazas de váteres, ropa… Excepto el mercado de la ciudad que ya habíamos dejado atrás –yo y mi afición a visitar los mercados locales por la mañana– todas las tiendas desprendían un aire de mercancía vieja acumulada y descuidada. Sólo los barrios más turísticos o más comerciales se libraban de aquella impresión generalizada de Atenas, además de unas pocas y genuinas plazas, como la del Ayuntamiento, en la que la visión de los olivos allí plantados intentando sobrevivir, respirando y gastando clorofila a duras penas entre la contaminación y el tráfico, le enternecía a uno el lado vegetal.
Íbamos ya de vuelta al albergue. Teníamos que recoger las mochilas y llegar a la estación de tren con tiempo para cenar algo, aunque íbamos bien de tiempo. Al llegar a la plaza Kotzia, nos topamos con una manifestación. No era la primera que veíamos desde que llegamos. Ya el primer día nos dimos con una comunista frente a la Academia, aunque aquella no tenía mucha pinta de ser ni comunista, ni muy izquierdista tampoco, precisamente. Parecía que estaba ya terminando, pues la gente se empezaba a marchar entre aplausos y los gritos de entusiasmo del señor que estaba sobre las tablas. Adelantamos a una familia que salía de la misma, con sus hijos pequeños y carrito de bebé incluido, todos ataviados con banderitas y pegatinas del partido en cuestión, que los niños agitaban felizmente. Al ver aquello, torcí el gesto. Y supongo que porque llevaba rumiando al personaje toda la tarde, me acordé de Sócrates.
La puesta de sol la habíamos visto en el cementerio del Keramikos, y las últimas horas de luz las pasamos deambulando en el barrio de Monastiraki, entre la catedral ortodoxa (la primera que veía en mi vida), las plazas y los mercadillos. Sin embargo, en lo que habíamos invertido la mayor parte del tiempo de aquella tarde fue en el Ágora.
Aquél era, junto a la Acrópolis y construida bajo la misma, el centro neurálgico de la vieja Atenas de los libros de Historia: la de Pericles, Platón, y tantos otros. Funcionaba como recinto sagrado, además de mercado y centro de gobierno, por lo que allí bullía la actividad social y política de la ciudad. Era la gran superficie de templos, colinas y edificios en la que los atenienses se reunían para discutir y organizar la política de la ciudad. En la que los sofistas y oradores prestigiosos inventaron la democracia y sus corruptelas y demagogias, y Platón los criticaba por ello. Es, también, el lugar donde condenaron a Sócrates, y donde este decidió morir y tomarse la cicuta, aceptando las leyes injustas de su patria, negándose a escapar de una cárcel cuyas puertas tenía abiertas.
Sobre todo aquello dio bastante tiempo a reflexionar allí mismo. El día amaneció claro y soleado, y sin una nube en el cielo llegó el ocaso. Pero en medio, sin saber exactamente cómo ni de dónde, nos volvió a caer un chaparrón de los gordos que volvió a dejarnos en bragas. Las primeras gotas nos pillaron ya entre aquellas ruinas, pero afortunadamente llegamos a tiempo de refugiarnos junto a varios turistas y algún perro en el inmenso pórtico columnado del único edificio reconstruido del recinto, la Stoa de Atalo.
No fue una lluvia fugaz, así que nos acomodamos como pudimos y esperamos a que pasase la tormenta. O más bien, como nos dejaron. Los seis nos desperdigamos en torno a una columna, Ale se puso a leer la guía que llevábamos de la ciudad, Chory a escuchar música, y Curro, Rafa, Robe y yo a jugar a las cartas. Hasta que vino una mujer a llamarnos la atención. A nosotros cuatro. Por viciosos, supongo. Resulta que, a juicio de la señora, que era la vigilante del recinto, estábamos en un recinto cultural, y por tanto sólo se podían hacer cosas culturales. Podíamos escuchar música, como Chory, o mejor aún, leer, como estaba haciendo Ale. Esa opción nos la repitió varias veces mientras lo señalaba, mirándonos con ojos de “¿Por qué no podéis ser como él?”. Lo que evidentemente no podíamos hacer, señaló, era estar recostados de cualquier manera sobre el suelo, como estaba yo. Por allí había un par de perros empapados, tumbados en el suelo y sin hacer nada cultural que no amonestaba, estuve a punto de objetarle a la señora. Pero sabía que aquello era una batalla perdida, así que no lo hice. Los perros gozan de impunidad en Atenas. La mujer se marchó y despertó a unos guiris que estaban durmiendo cerca de nosotros con el mismo pretexto, dejándonos en paz. Pero advertidos de que si incumplíamos las normas, nos íbamos a mojar muy culturalmente fuera, entre las ruinas.La Ministra de Cultura daba insistentes paseos por el pórtico vigilando que todo el mundo estuviese cultivando su alma como era debido, así que descartamos la opción de volver a sacar las cartas y echar una partidilla clandestina. A mí, sinceramente, aquello me tocó mucho los atributos, pero no me quedaba otra. Así que me dejé llevar por mis pensamientos y acabé recavando en Sócrates y todo aquello. Eso sí, esforzándome mucho en poner cara de estar pensando en algo profundamente insustancial, y bebiendo sorbitos de mi petaca de coñac cuando advertía que la tía me miraba. Simplemente por putear a la señora. Vale que estaba pensando en Sócrates, pero porque yo quería. Ojo.

4 comentarios:

  1. Yo también tengo derecho a que no me lea nadie!

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  2. sigo con curiosidad tu relato =) planeo un viaje por la misma zona este verano

    espero impaciente la próxima entrada*

    Zezilia

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  3. Muchas gracias Zezilia, espero que pueda servirte de algo y no te aburras mucho!

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