domingo, 3 de octubre de 2010

Diez capítulos para un cadáver (IV)

El inspector Gordillo fumaba en su despacho a caladas cortas con la mirada perdida, sin dejar de darle vueltas al caso. El resultado de la autopsia, el peritaje de campo, la falta de pruebas, la cantidad de testigos que faltan por tomar declaración… Sentado en su silla, podía ver el trasiego habitual de la comisaría a través de la puerta abierta: elevado murmullo indescifrable, gente apresurada de un lado a otro, agente maciza número uno, niñato esposado camino del calabozo, el lío de los deneís en la planta de abajo, un par de marujas cacareando, agente maciza número dos, el agente Romerijo propinando verdaderos guantazos a su ordenador, pitidos de faxes, teléfonos… Teléfonos. El sonido de un teléfono que nadie descolgaba arrastró un nuevo pensamiento en su mete. ¿Cómo coño no han llamado aún los de tráfico? ¿Qué están haciendo que han pasado ya tres días y no mandan las puñeteras cintas? Seguro que algún depravado las tiene en su casa para subir a internet las imágenes del asesino arrojando el cadáver. O peor aún, no para subirlas; para masturbarse con ellas. O incluso ambas. Un escalofrío de asco le sacudió por todo el espinazo. En Madrid les pasó una vez. En fin. Continúa con su inspección visual. Agente maciza número tres, despacho del subinspector Fernández con la puerta entreabierta, máquina de café… Mira, tú por donde, piensa. Le apetece un café. De paso, coge la carpeta que le ha hecho llegar el forense con los resultados de los análisis hechos al cadáver para enseñársela a Fernández. Al hacerlo nota una punzada desagradable en el estómago. Por culpa de esa carpetilla lleva como está toda la mañana. En la última hoja, debajo de una enorme lista emparejada repetitivamente con la palabra “negativo” había una pequeña nota garabateada a mano por el forense. “Lo siento mucho, pero el cuerpo no da para más”.
Vertió sus monedas en la máquina, seleccionó un cortado con leche fría y golpeó con los nudillos la puerta entreabierta del despacho del subinspector. Cuando entró, encontró su cabeza sumergida entre las páginas de un pequeño libro de tapas amarillas, esperándolo con el dedo índice levantado, solicitando una pequeña tregua para poder terminar la página. El inspector Gordillo arrugó el bigote, curioso, y se fijó el título. “Estudio en escarlata”. Pues vaya, pensó. Dejó la carpeta sobre la mesa, se sentó y empezó a remover su café.
– Listo –dijo el subinspector despegando sus gafas del libro.
– Ya han llegado los análisis del Instituto Anatómico-forense –comunicó el inspector–. Se los traigo por si quiere echarles un vistazo. En realidad, no hay nada.
– Ah, muy bien. Gracias. Ahora le echaré un ojo de todos modos –respondió el otro esbozando una sonrisa inocente.
El inspector dio un sorbo al café y titubeó.
– ¿Esto es lo que hace usted en el trabajo? –dijo así en broma, tratando de romper el hielo. Por decir algo, en realidad.
– Sólo en los descansos, inspector – contestó sin perder la sonrisa mientras se quitaba sus enormes y finas gafas para limpiarlas.
– ¿Lee relatos de detectives en sus descansos en la comisaría?– preguntó Don Fernando tras darle otro sorbo a su café.
– ¿Y por qué no? –respondió sonriendo–. Pensar de tarde en tarde en Sherlock Homes es una de las pocas buenas costumbres que nos quedan.
El inspector Gordillo guardó silencio y dio otro sorbo al café, invitando veladamente a Fernández a continuar hablando. Lo cierto es que él tenía poca respuesta para aquello.
– Es mi hobby, digámoslo así –se explicó Fernández, un poco apenado porque su velada cita hubiese caído en saco roto–. Como otro cualquiera. Me gustan. Me entretienen. ¿Por qué no? Todo el mundo tiene alguno. Seguro que usted también.
– No, si ya… Simplemente me parece fuera de lo… no sé. Común. Además, también se me hace raro. Es como…
– ¿Una divertida e irónica redundancia? –interrumpió el subinspector.
– Justamente.
– Lo es. Al menos, a mi me lo parece.
– Bueno, y… ¿No había leído “Estudio en Escarlata” antes?
– Claro que sí –respondió. –Sólo estoy releyendo una parte. El segundo fragmento del libro, el central. ¿Sabe? Es la parte más criticada y denostada por muchos, toda esa travesía del desierto, tantas páginas dedicadas a las vidas de otros personajes, totalmente ajenos a Holmes… Pero en realidad ahí está la clave para resolver en caso. O para entenderlo, mejor.
– Ajá –asintió el inspector. En realidad, a él esa parte le había parecido un soberano coñazo.
– ¿Sabe? Puede ser el género en el que más morralla abunda. Pero hay auténticas obras maestras. Escritores y detectives a los que es necesario admirar para poder llamarse a uno mismo persona.
– ¿Y cual es… digamos, su favorito?
– En realidad… –el subinspector Fernández se sonrojó un poco–. Pues Sherlock Holmes. En el fondo, soy un purista. Sé que es muy típico, pero es que Sir Conan Doyle era un maestro. Un maldito genio.
– Desde luego. Yo leía a Sherlock Holmes de pequeño –comentó distraído el inspector–. Recuerdo un relato que me gustaba especialmente. Aquél en que el Profesor Moriarty hasta le tira una roca de varias toneladas encima antes de despeñarse ambos por el desfiladero enzarzados en una pelea.
– “El problema final” –interrumpió académicamente el subinspector.
– Ese. Pues me gustaba bastante. En realidad, siempre me han gustado ese tipo de enfrentamientos neméticos héroe-villano uno a uno. Particulares, casi exclusivos. Sea quien sea, de algún modo u otro, todo héroe tiene su némesis. Su enemicísimo particular. Sherlock Holmes y el Profesor Moriarty, Batman y el Joker, Maggie Simpson y el bebé de una sola ceja, el rey Arturo y el pequeño troll con hipo…
– Desde luego –asintió el subinspector–. Pero no se equivoque, Don Fernando. El Profesor Moriarty es el villano más mariconazo de la historia de la literatura detectivesca.
– Puede ser –se rió el inspector–. Pero bueno… entonces, de todos los rivales a los que se ha enfrentado el señor Holmes, ¿cuál es su predilecto?
– Pues… –Fernández reflexionó unos segundos–. Probablemente, el asesino de “La melena del león”.
– Vaya hombre, tendrá usted que prestármelo.
– Délo por hecho. –El subinspector se encendió un cigarro–. Pero bueno, ¿y usted? ¿Qué me dice?
– ¿Perdón?
– ¿Qué gran pasión tiene?
– Pues no sabría decirle…
– Venga hombre. Absolutamente todo el mundo pierde la cabeza en algún grado por alguna estupidez.
– ¿Ah sí?
– ¿Qué no? Mire –el subinspector comenzó a susurrar–, ¿ve al agente Romerijo? Es el tío que más sabe de tiburones de toda la provincia. ¿Y Sánchez? No hay domingo que no se despierte a las seis de la madrugada para irse de pesca con su barquito, truene, llueva o nieve. Allí donde lo ve, Alvarado es todo un experto en artillería del siglo XVI y campañas napoleónicas. A Curro le gusta viajar en vacaciones a ciudades con grandes ríos. El agente Pérez se gastó unos seis mil euros para bucear en la Gran Barrera de Coral de Australia, y su hermano pierde el culo por las grandes batallas navales de la Armada Invencible. Y tengo un primo, sin ir más lejos, que siente una fascinación fatal por la historia bélica moderna. Ya sabe, Segunda Guerra Mundial, nazis, Yugoslavia…
– Curioso lo de su primo.
– Un puto enfermo, para que usted vea. En fin, ¿qué me dice ahora?
– Pues a mí… –dudó unos instantes–, me gustan muchísimo las películas del oeste. Bueno, y los toros. Y el cante jondo.
– ¡Pues ya está! ¡Entonces lo que a usted se la pone dura es ver a Charlton Heston disparándole a un indio en el costado!
– ¡Digo!– al inspector le hizo gracia la ocurrencia–. ¡A mí los que me la ponen dura son José Tomás, Poveda y Charlton Heston!
Ambos permanecieron unos segundos riendo, fumando tranquilos. Dos compañeros prácticamente nuevos conociéndose, haciendo un esfuerzo por caerse mejor mutuamente. Es un poco raro, pero en realidad es un tío simpático, pensó el inspector. Un teléfono empezó a sonar insistentemente, cesó y alguien los llamó desde abajo. Yo voy, dijo el subinspector solícito. Y se llevó con él el café y el cigarro en la boca.

El subinspector Fernández tardaba en regresar, así que Don Fernando volvió a su café. Némesis, némesis… La palabra no dejaba de darle vueltas ahora en la cabeza. La imagen del cadáver con el cuchillo clavado en el cuello volvió a aparecer en su mente. Hasta donde sabían ahora, el asesino había arrojado el cuerpo, ya muerto hacía más de una hora en algún otro sitio, a la carretera. Por lo que debía de ser lo bastante fuerte cómo para llevarlo hasta allí, lo tuvieron que ayudar al menos en la huida de la escena, y sabía más o menos lo que estaba haciendo. No tenían nada más, tan sólo un cuchillo sin huellas dactilares, y testigos que no vieron nada. Ni siquiera habían encontrado el lugar donde lo mataron. Que por otro lado, cuando ellos llegaron aquella noche ya debía de llevar bastante rato totalmente limpio de pruebas. De momento, podía ser cualquier cosa. Un ajuste de cuentas, un encargo de una mujer celosa, un intento de eliminar a un cornudo, una pelea callejera mal terminada… No tenían nada. Menos mal, pensó, que aún nos quedan un par de ases en la manga.
– Inspector –Fernández le sacó bruscamente de sus pensamientos. No había ningún asomo de sonrisa en un rostro ahora totalmente helado.
– ¿Qué ocurre?
– Eran los de tráfico. La cámara que enfocaban la escena del crimen lleva rotas cuatro días. No se ha grabado nada.


2 comentarios:

  1. Espero que Fernández y Gordillo, aunque se vuelvan amigos del alma, tengan sus disputas que sino va a ser esto muy aburrido.
    Esto va cogiendo forma compadre, esta conversación temática me ha parecido más interesante que la del capítulo anterior. Lo único que te pido es que los subas más a menudo que he tenido que acudir a los antiguos para recordar.

    PS1: Un abrazo HAMIJO.
    PS2: ¿Me gustan las ciudades con ríos grandes? xD.

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  2. Enorme guiño, so imbécil :P.

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