sábado, 10 de diciembre de 2011

"Yo para ser feliz quiero un camión"

Ya llevaba 20 años dándole vueltas a aquel enorme volante, que si se las hubiera dado a un tapón habría podido desenroscar la Tierra misma (y se le habría ido el gas). Toda una vida metido en la cabina de un camión, por interminables y tediosas rectas, metiendo el camión en almacenes inaccesibles, subiendo cuestas casi verticales, circulando por carreteras de curvas y contracurvas de las que tienen esas señales de peligro que la DGT define técnicamente como “Cualquier día mi Manolo se mata”. Sus únicos compañeros de viaje eran una pila de casetes antiguos de Carlos Cano y la carga: a veces detergente, a veces televisores, a veces tailandesas menores, a veces cajas de cartón para meter detergente, televisores y tailandesas menores. Y por debajo del camión la alfombra gris para correr.
Tantísimos años llevaba conduciendo que 500 metros antes de que el coche blanco llegara al cruce, ya sabía que se iba a colar, no sabía cómo, pero se lo notaba. Y él no pensaba frenar, faltaría más, que tenía la preferencia. A 300 metros se preocupó porque el del coche parecía decidido a no cederle el paso. A 100 metros pensó que a la gente le regalan el carné. A escasos 20 metros del cruce la suerte estaba echada y rápidamente pulsó con ansias el claxon. El fallo es que en 20 años no había cambiado nunca la bocina y no tenía presión, así que el descerebrado del coche blanco parecía seguir ajeno a lo que se le venía encima, que no era poco. Seguía pulsando desesperademente el claxón o, mejor dicho, se había liado a hostias con el volante pero no conseguía arrancarle ningún sonido de viento, aunque bien es cierto que los de percusión tenían un volumen nada desdeñable. Aquel camión seguía mudo ante la desolación de su dueño.
Con el volantazo el camión derrapó, la cabina se soltó de la carga y empezó a dar vueltas de campana. El móvil, la cartera y un San Cristóbal que había en el salpicadero rebotaban por todas partes y son de calabacín, el ambientador y el cenicero se vaciaron por doquier de calabazón, el conductor iba sin cinturón por lo que en poco tiempo se unió a la fiesta de la ingravidez con la calabaza que sale del corazón. Aquello no se paraba, venga a dar volteretas con el tiempo detenido, que lleva mi niña escrito por las enaguas un letrero que dice “tu amor me mata”.
Cuando la cabina del camión se detuvo por fin, cayó en pie y con cara de que no había pasado nada como cuando alguien tropieza por la calle y da una carrerita para simular haberlo hecho adrede. Dentro había un escenario pedropiquerístico con las alfombrillas fuera de sitio, San Cristóbal decapitado, Carlos Cano lleno de colillas y por todas partes, trocitos de las ventanillas y un conductor sin conocimiento con brechas en la cara, un brazo roto y la palanca de cambios incrustada en la entrepierna.
Meses más tarde todavía no había podido salir de su casa, el trauma lo incapacitaba para coger un camión de nuevo y se sentía inútil, perdió toda fuerza y no le quedaban ganas de vivir. Notaba que sus hijos se alejaban de él para no soportar sus interminables peroratas depresivas, pero con diferencia lo peor era que la maldita palanca de cambios no había amputado su pene pero lo había inutilizado de por vida. No se respetaba a sí mismo, no era capaz de mirar a su mujer a los ojos, se sentía menos hombre y era presa de la impotencia en varios sentidos. Su hombría, la de un camionero, tirada por los suelos, pisoteada.
Su mujer soportaba cada vez con menos estoicismo la situación que les había tocado y los desencuentros cada vez eran más frecuentes y cada vez más intensos.
La vida se había transformado en un infierno y todo porque no le funcionaba el pito.


P.D: Gilipollez máxima.

"Para ser casi feliz no hace falta casi nada"


2 comentarios:

  1. Eres el Clint Eastwood de los camioneros, como lo lea te pide los derechos para rodar la peli.

    ResponderEliminar
  2. Jajajaja, enga, Fran Sobotka en un chiste de camioneras. Te lo acepto por lo de pedropiquerístico.

    ResponderEliminar