Fue entonces cuando, tras tirar el culillo y luego la botella al fondo del río, suspiró demandando el amor que le faltaba. Había tenido el alcohol, tenía las estrellas y el río pero faltaba la culminación. Y casi como una respuesta astral bajó su amigo, el dueño de la esquina con la Magdalena. No necesitaban palabras, sólo sentarse juntos y colgar las piernas en la orilla, escuchar el río con fuerza y la ciudad muriendo detrás. Y besarse, besarse en progresión, con la dulzura de los compases iniciales y la potencia de la continuación. A ella, él le olía rosas, y a él ella le olía a caucho pero le sabía mejor de lo que le olía.
Se tumbaron en las húmedas losas protegidos por la cantidad de ropa que ambos vestían, con ella encima agarrando las muñecas del de la Magdalena, haciendo rebotar el aliento a vino blanco con el aliento a vino rosado y luchando él por prolongar la excitación que sentía, porque aquellos momentos eran más difíciles que frecuentes y quizás no se volviesen a repetir.
Se lanzaron hacia el amor, con el deseo de dos enamorados, con la tristeza de dos almas en vilo. Y el deseo superó a la tristeza mientras se ahogaban en el placer, el placer que daba cada embestida y que había borrado el frío y la luz.
Llegaba el final, la explosión del amor, la culminación del precioso camino cuando al sonido del río y la ciudad se le unió el de una sirena, y el de un altavoz. Se escucharon insultos y pasos, los vagabundos no podían frenar su ímpetu pero no le ganaron al tiempo. Las porras les golpearon, las losas volvieron a su relieve original y la historia no tuvo final.
¿Libertad de amor?, tan coartada como el resto.
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Cortazarianísimo!! Bravo.
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