viernes, 5 de febrero de 2010

El varado

- María, llévame al mar, anda…
Y María sonreía, terminaba lo que estaba haciendo, y si el día estaba bueno lo agarraba del bracito y salían a la calle mientras él iba dando golpecitos en el suelo con su bastón. Cuando llegaban lo dejaba solo en su sitio favorito y ella se iba a dar un paseo, a comprar algo, o quizá a sentarse en un banco con sus amigas a charlar un rato. Allí el aire era más fresco que en cualquier otro sitio y el sol pegaba con menos fuerza. Siempre procuraba quedarse en el mismo lugar, a no ser que estuviera ocupado, claro. Le gustaba recostarse en el suelo, o contra el tronco, y dejarse llevar por el sonido del mar y las olas que rompían encima de él. A veces María lo miraba desde lejos y lo veía mover suavemente la cabeza al ritmo del viento, al compás del follaje. Allí le gustaba pensar, pero en nada en concreto. Simplemente se tumbaba y disfrutaba del momento, y en ocasiones se le ocurrían hasta algunas poesías que le parecían bellísimas y que le gustaría escribir si tuviese un poco de vista. Cuando una le gustaba especialmente, pensaba “Después se la dictaré a María para que la copie”, pero al final siempre le entraba vergüenza y no lo hacía, y simplemente trataba de retenerla en la memoria y trataba de acordarse la siguiente vez que iba allí. De vez en cuando se llevaba uno de sus libros en braille y se ponía a leer un ratito, o canturreaba bajito. O no hacía nada. Eso era lo más común en realidad, sólo se tumbaba y gozaba de su momento favorito.
De cuando en cuando, una de esas olas que se batían sobre su cabeza se rompía golpeada por el viento, y algunas de sus gotitas caían al suelo e iban a posarse sobre él. Cuando las notaba, las dejaba ahí el resto del tiempo, y antes de irse las recogía y se las escondía en el bolsillo para llevarlas a casa y meterlas en una cajita donde las guardaba. María a veces protestaba y decía que ya era mayorcito para llenarle la casa de hojas, pero en realidad nunca se las tiraba. Y cuando volvían del parque y se encontraba una por el suelo en buen estado, se la metía en la cajita sin decirle nada, porque sabía que a él le gustaba sacarla los días de lluvia y oler sus gotitas verdes.
Así cuando ya llevaban un rato, ella iba a recogerle y le decía “Bueno muchachote, ya es hora de irse a casa, ¿no?”, lo ayudaba a incorporarse y se marchaban. A veces de vuelta pasaban por el banco a ver si habían ingresado ya la pensión, que solía ser que no, compraban el pan y se recogían. Luego María hacía la comida, almorzaban juntos, le dejaba listo algo para la cena y se iba. Entonces él se quedaba sólo en casa, sonriendo, esperando que pasara rápido la tarde. Así llegaba pronto el día siguiente, y a media mañana decía:
- María, llévame al mar, anda…
Y María sonreía, terminaba lo que estaba haciendo, y si el día estaba bueno lo agarraba del bracito y salían a la calle mientras él iba dando golpecitos en el suelo con su bastón.


6 comentarios:

  1. Qué bonito relato, precioso, de veras.

    Un saludo.

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  2. ¡Muchísimas gracias Juan Antonio! Todo un honor viniendo de un poeta, en serio. Encantado de verte por aquí, como siempre.

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  3. Siento habere obligado, pero es que ya me parecía suficientemente triste que no me leyera ni mi novia, como para que ahora no me comenten ni mis propios compañeros de blog... Tanto no puedo soportarlo, mi ego tiene un límite xD

    Gracias tú :)

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  4. Ahora me ha gustado que me insistieras. Después con una cerveza en la mano te diré lo que me pareció.

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