lunes, 25 de febrero de 2013

Tempus fugitivo

Allí estaba el alumno en prácticas, ante su primer juicio. No estaba nervioso, su responsabilidad en el mismo era inexistente y la posibilidad de que tuviese que intervenir otro tanto. Sí que le movía cierta inquietud derivada de la curiosidad, cierto sentimiento de captación de la importancia del momento. Porque allí se decidía su futuro, no en esa causa, sino desde esa causa.

Entraron en primer lugar jueces, abogados y procuradores. Como manda el protocolo. Posteriormente los testigos que debían ofrecer su versión, quienes se adaptaron al primer banco de la Sala. Y luego, con un amplio intervalo de medio minuto entró el alumno, situándose en la última esfera de esa habitación donde iba a dar comienzo el juicio. Todo se movía por el terreno de la teóricamente conocida rutina. El juez abría el procedimiento, los abogados proponían los medios a prueba y uno lanzaba su acusación mientras el otro eximía a su cliente de toda responsabilidad. Todo muy jurídico, todo muy mecanizado. Todo muy.

Y en ese círculo de normalidad se produjo un hecho que marcaría una rara estampa en el proceso. A la presentación de una prueba por medio de la parte actora, el juez aclaró que el demandado debía tener tiempo para contestar a la misma, por lo que abrió un período de reflexión en aquel mismo momento, recordando a la parte demandante que debía avisar cuando estuviese lista para contestar y que entonces el juicio podría seguir desarrollándose con normalidad. Esto no parecía sorprender en principio a nuestro alumno en prácticas, que personalmente tomó la decisión como algo beneficioso ya que así podía hacer un resumen mental de lo acontecido hasta aquel momento.

La sala se ahogó en el silencio. El abogado pasaba hojas con una tranquilidad inusual, el juez miraba al infinito sin parecer que en él se hallase un gesto de espera, el procurador consultaba su Iphone mientras los testigos se miraban buscando complicidad.

El alumno, que había terminado de repasar mentalmente lo allí sucedido, empezaba a inquietarse ante tan larga espera. Nadie abría la boca, y el tiempo pasaba y pasaba sin mostrarse públicamente. Desesperado, echó mano del móvil convencido de que, mínimo, habían pasado dos horas desde el momento de la pausa. Pero ya no le quedaba batería. El sol que antes entraba y rebotaba en la pantalla del reproductor había ido cayendo hasta el mueble metálico que la sostenía, provocando el reflejo de éste en los ojos del procurador, que se mantenía absorto ante su Iphone. El viento que antes azotaba el ventanal de la sala había amainado, y el silencio era aún mayor. El color predominante de la sala, donde nadie se había levantado para encender la luz ante la inminente llegada del ocaso, era ya anaranjado e iba tirando hacia el púrpura. La noche llegó y el alumno seguía sin entender nada, desconcertado al no saber la hora exacta, calculaba que debía llevar allí al menos ocho horas, siete y media desde que el juez había parado el juicio. La desesperación se reflejaba en su cara, pero una cosa era estar tremendamente desalentado, y hambriento, y sediento, y cansado, y otra cosa muy diferente era interrumpir un procedimiento civil la primera vez que acudía a juicio. Lo intentó lanzando prolongadas miradas a su procurador, que había cambiado el móvil por un expediente, pero éste respondía con una ligera mueca, como si aquella situación fuera corriente.

Al amanecer del día siguiente, cuando ya se oían a las primeras furgonetas que salían de la ciudad, el abogado respondió a la prueba y el juicio continuó. Se mandó a dictar sentencia treinta minutos después y las partes salieron de la Sala con absoluta normalidad. El procurador le preguntó al alumno qué le había parecido, a lo que éste respondió: "Tal y como me lo habían descrito".

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