Vivo

Por fin, después de tanto tiempo, se decidió a dar la primera zancada. Se levantó súbitamente del sofá, impulsado por una horrible pregunta que hacía días que lo acosaba. Se puso sus viejos tenis, una camiseta y unas calzonas, sin saber muy bien qué instrucciones estaba siguiendo o de dónde venían. En cuanto comenzó a correr, sus músculos, torpes y entumecidos, empezaron a gemir. Tirones, calambres y latigazos le recorrían el cuerpo de arriba abajo, sus rodillas apenas podían doblarse, sus pasos eran cortos, los brazos le pesaban, los tobillos le dolían y ya sentía el frío del flato en el costado, clavándosele como afilados cristales bajo el diafragma. Los músculos de la espalda le mordían la columna vertebral y el cuello se le cargó como si llevara veinte kilos a cuestas.

Pero no paró, y siguió corriendo. Huyendo hacia delante de los quejidos de su cuerpo. Y así, zancada tras otra, sus lamentos musculares empezaron a callarse. Notó como se desprendía el óxido de sus articulaciones, como cada vez sus pasos eran más largos y seguros, y como cada vez avanzaba más erguido. Sentía el corazón latir acelerado retumbando en su esternón, y como los pulmones se llenaban de aire en recovecos que antes guardaban telarañas. Su sangre llegaba a todos los rincones de su cuerpo, y él lo notaba. Empezó a sudar. Mientras, se cruzaba con otras personas de distintas edades y diferente condición física que hacían lo mismo que él. O patinaban. O montaban en bicicleta. O simplemente caminaban. El viento le daba en la cara, y el sol de poniente regalaba una puesta sol, dejando atrás su propia sombra.

Sonreía. Seguía corriendo y sonreía mucho. Aún estaba vivo.