sábado, 13 de marzo de 2010

Adiós, Miguel, adiós.





Es un escritor a quien siempre respeté muchísimo pero al que, cosas de la vida, nunca traté personalmente. Aunque una vez estuve muy cerca de ello. No recuerdo si fue en 1961 o 1962. Yo entonces vivía en París. Debía ser otoño. Paseaba por el Boulevard Saint-Germain cuando le vi en una de las terrazas de un bar. Estaba ahí, sentado, viendo pasar a la gente, abrigado; lloviznaba. Le reconocí y me paré a mirarlo y sopesé decirle que le admiraba mucho y esas cosas. Total, yo era tímido -bueno, aún lo soy hoy- y al final no me atreví.
Años después, con motivo del Biblioteca Breve por Últimas tardes con Teresa, recibí una nota manuscrita suya, a la que contesté comentándole lo de París y que respondió diciendo que qué pena, que hubiéramos podido hablar... Me he arrepentido siempre.
Para mí es un ejemplo de una prosa extraordinaria que yo ya leía cuando tenía 15 años en esos libros de Destino que editaba Josep Vergés y al que le fue tan fiel. Me fijé en La sombra del ciprés es alargada, Mi idolatrado hijo Sísí... Yo admiraba su dominio del lenguaje, si bien me interesó mucho más su obra posterior, ese esfuerzo conseguido por ponerse al día en lo estilístico en los ochenta, como en Los santos inocentes. Pero también me parecía un ejemplo de discreción y austeridad, que contrastaba con otros compañeros suyos, bastante campanudos y tal... Dejémoslo ahí.
Juan Marsé

1 comentario:

  1. Ya sé que parecerá una tontería. Pero era el mejor escritor español aún vivo. Y yo lo admiraba. Bastante.

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