jueves, 16 de julio de 2009

Manolo, el panadero (señora, ya queda menos)

Era un centauro honrado y trabajador que solamente buscaba paz y tranquilidad. Ya había sufrido bastante en su vida.
La suya era una historia inusual (como la de casi todos, supongo). De joven fue un hombre alegre de risa contagiosa. Era jovial y divertido. Desde joven tuvo una clara vocación: dedicar su vida al entretenimiento y disfrute de los más pequeños. Él veía su propia felicidad reflejada en la inocente sonrisa de un niño.
Por eso trabajó de payaso. Y de domador. Y de trapecista. De bombero-torero, de malabarista, de cuidador en varias guarderías y de todo lo que os podáis imaginar.
Cuando fue algo más mayor descubrió una forma de ser útil a los niños de todo el mundo: diseñaría montañas rusas, columpios, toboganes y demás atracciones. Pasó muchos años ideando y fabricando coloridos y complejos montajes, simples balancines de parque, etc. Pero con lo que más disfrutaba era diseñando castillos hinchables.
Un día, Zeus le hizo un encargo muy especial: hacer el mayor castillo hinchable de la historia para el cumpleaños de su hijo Hebe. Los materiales y la construcción no serían un problema porque correrían a cargo de los propios dioses.
Y a ello se dedicó. Lo hizo enorme y hermoso a conciencia. El diseño era una maravilla en sí, pero más impactante fue cuando los dioses le dieron forma y Eolo lo llenó. Desde luego que era imponente.
Solamente había un problema. Era tan tremendamente grande que los niños que entraban no eran capaces de encontrar después la salida y se perdían de forma irremediable entre globos y divertidos monigotes hinchables. Los padres de los niños empezaron a protestar y dar quejas por aquello de no volver a ver a sus pequeños, pero con el tiempo dejaron de hacerlo porque se dieron cuenta de que los niños allí eran infinitamente felices. De hecho los niños fueron creciendo y, como estaba tan bien hecho el castillo hinchable, fueron encontrando formas de explotar los recursos naturales que tenían y fueron formando una estable sociedad en aquel lugar. Había ganaderos, agricultores, mineros y leñadores. Más tarde hubo artesanos de todas clases. Se formaron cuerpos de defensa y seguridad, además de haber ya banqueros, políticos y abogados. En apenas diez lustros aquellos niños habían pasado de las cavernas a los rascacielos.
Era maravilloso. Era el maravilloso país de la Atlántida.
Y lo fue hasta que un día algo le sucedió en la base del país que, aunque avanzado y moderno, era un simple castillo hinchable. El país empezó a perder firmeza y a hundirse. No hubo supervivientes.
El pobre centauro no salía de su asombro cuando el mundo entero lo señaló con el dedo como único culpable y la sociedad en masa empezó a recriminarle por sus pretensiones y errores. Sus vecinos le odiaban, su familia le dio la espalda, sus hijos no le hablaban y su mujer se ligó a un orco rubiales de 1’80. Era el fin.
Por eso tuvo que huir lejos, muy lejos. Huyó de su ciudad y se fue a vivir a un pueblo donde absolutamente nadie lo conocía y empezó de cero.
Allí pasaba inadvertido. Se dedicó a buscar trabajo y pronto empezó a ganarse la vida como el panadero del pueblo.
Su vida hasta ese día había sido una montaña rusa de alegrías y verdaderos tormentos. No confiaba en nadie puesto que el mundo le había dado la espalda. Cada vez que cerraba los ojos veía las acusadoras miradas que todos habían clavado en él y en lo más profundo de su ser.
¿Y se supone que ahora tenía que hacerse el tonto mientras un vagabundo le robaba una barra de pan? ¡Ja!

P.D: Va cuadrando todo, ¿no? :P

"Amor mío, no creo en la monogamia, lo que pasa es que soy muy feo"

3 comentarios:

  1. Ese "va cuadrando todo" no significará que te estás quedando sin ideas, ¿¿verdad?? Genial tío, me encanta esta serie tuya. Desde luego no ha podido el blog quedarse en mejores manos este mes. Aprovecharé mi paso por la isla estos cinco días y meteré algo mañana mismo!!

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  2. Éste es el texto que más me ha gustado de la serie, genial.

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