jueves, 29 de abril de 2010

El griego (cap. 3)

Grecia es un país de contrastes, en el que a veces confluyen torpemente la modernidad con lo antiguo, y pasado y progreso chocan estentóreamente en más de una ocasión. Pero sin duda, en cuanto a naturaleza y geografía, es un país hermoso. El mero hecho de entrar en Atenas desde el mar ya era un buen principio y precedente para juzgarla, ya que además de hacerla indudablemente más espectacular y bonita, para estar totalmente tranquilo el gaditano necesita el azul del mar como el claustrofóbico del azul de cielo. Y yo, por mi parte agradecí, la consideración. Además, conocimos en el avión a una simpatiquísima mujer española, casada con un señor griego y residente en Atenas, que se interesó por nuestra suerte y nos explicó con pelos y señales cómo llegar a nuestro albergue desde el aeropuerto, cómo movernos por la ciudad y algunos detalles de las costumbres y gastronomías griegas.
Tanto eso como un paisaje escarpado, de rocas y peñascos grisáceas y de un verde salado, mediterráneo como él solo, me transmitió una sensación inicial de familiaridad que ya no me abandonó en toda mi estancia en el país. Ni siquiera al bajarnos del avión y toparnos con un alfabeto desconocido hicieron desaparecer de mi esa impresión. Todo lo contrario, ya que por encima de lo sumamente pintoresco que se hacía estar de un alfabeto distinto al latino, está lo increíblemente graciosas y simpáticas que son sus letras. En serio, son caracteres que derrochan jovialidad y dinamismo. Bastante más, desde luego, que sus vecinos los cirílicos, mucho más secos y antipáticos. Una misma palabra escrita en los dos alfabetos podrá significar exactamente lo mismo, pero desde luego no te lo dicen con la misma servicialidad y buen rollo.

Del aeropuerto tuvimos que coger un tren al centro de la ciudad, y después un metro. Esa sensación familiar me acompañaba, y aunque tardé un rato, al final comprendí por qué. Fue en el metro. Es verdad que en mi ciudad no lo hay, pero por el resto de España si he usado unos cuantos. Y además, lo que me transmitía esa sensación no era el metro en sí, sino la fauna que transitaba por el transporte público. Había una mezcolanza y una heterogeneidad que, más allá de diferencias raciales, no me había encontrado en otros suburbanos de Europa. Muchísima gente joven, cada cual con sus pintas: unos en ropa de deporte más o menos hortera, otros con sus vaqueros y sus camisetas, y otros bastante más arreglados. También Marías de barrio con chándal rosa fucsia y cadenitas de oro, o cincuentonas con ropa muy pegada marcando lorzas y arrugas, viejos con las camisas desabrochadas y el pecho al aire, gente arreglada que venía del trabajo cartera en mano, madres de familia con sus compras del mercado, hijos y carrito de bebe todo a la vez, mucha suciedad por el suelo y mugre por el destartalado vagón, y aunque en puridad no olía mal, la presencia de humanidad concentrada era evidente para ese sentido. Algunos iban callados y otros voceando, unos cuantos te empujaban o no te cedían el paso, te miraban con desconfianza si les preguntabas algo en inglés, y a la mujer de la compra, carrito y niños sólo la ayudo –me parece- una chavala joven y sonriente que estaba cerca de la puerta cuando se bajó mientras el resto observaba impertérritos. Si no llega a ser por los carteles de las estaciones y las inconfundibles narices griegas del personal, habría jurado que aún seguíamos en España.
Pero todo esto se quedó en nada cuando sin querer escuché una conversación que dos adolescentes mantenían enfrente mía. Por mi madre habría jurado en más de una ocasión que esos dos estaban hablando en castellano. Es más, tuve que concentrarme mucho en lo que decían para confirmar que no era así –lo que hacía que a veces me quedase embobado con la mirada perdida en ellos y en una ocasión uno me mirase a mí como a un perturbado mental–. Y no me pasó sólo en el metro; paseando por una calle más o menos concurrida o en cualquier bar o restaurante me pasaba lo mismo. No entendía las palabras que se decía, pero escuchaba sonidos que confundía con los nuestros y me despistaban. Supongo que será que el español y el griego se parecerán en su fonología o en algún tecnicismo más concreto. Sabe Dios. Sé que es difícil de explicar, y más aún de creer. Pero por mi mochila que fue así.

Cuando emergimos de la Atenas subterránea, se hizo el caos. No era un caos romántico y apocalípticamente divertido, como en Nápoles, sino bastante más desagradable. Subimos desde el metro a la plaza Omonia, y la semilla de Europa se nos presentó como una desafinada orquesta de suciedad, vehículos sin control, ruido, abandono y un agradable, aunque desafinado en aquella armonía de despropósitos, delicioso olor a comida. Tanto nos sedujo el aroma que pasamos un poco por alto una suciedad que creímos transitoria y nos paramos a comer en la plaza misma, entre viejos y descuidados edificios que en otro estado habrían sido bonitos, sentados en un escalón cerca de un puesto de deliciosos giros rodeados de temerarias zuritas que hacían intrusiones suicidas en nuestro territorio para robarnos la comida y vagabundos locos que gritaban furiosos a las palomas, a los escalones y a las losas del suelo –vamos, esto último como en Cádiz pero en griego-.
No fue algo transitorio. La suciedad y la basura nos acompañaron en Atenas hasta que nos fuimos de la ciudad. El camino hasta el albergue fue uno de los que más nervioso he hecho en mi vida, y eso que fue a plena luz del día. Calles resquebrajadas y asquerosas con gente gritando, carritos con montones de ropa en las esquinas, tíos tirados por el suelo durmiendo –algunos con botellas de cerveza en las manos, otros a palo seco- y varias mujeres no muy jóvenes, con poca ropa y muchas arrugas, sospechosamente maquilladas y aplicándose esmalte de uñas en unas manos muy sucias mientras hablaban también a gritos entre ellas en corrillos pequeños, nos acompañaron hasta la puerta del hostal. Un hostal muy barato, con muchas fantasmagóricas lucecitas azules por las escaleras de entrada, pero que debía ser bastante divertido. A juzgar por los preservativos que me encontré esa noche en las duchas comunes.
Recuerdo que esa noche salimos de fiesta a una zona que nos habían recomendado, y nos sorprendió bastante que además de la basura –que solía seguir estando ahí por la mañana también- hubiera mucha gente durmiendo en la calle, varios de ellos tullidos e inválidos. Nunca tuve sensación de inseguridad, porque lo cierto es que si hay indigentes, mayor es aún el número de policías que vi tanto en nuestro barrio como en otros por la noche, pero evidentemente esa pobreza sumada a la ingente cantidad de mierda que inundaba las calles, hacía que Atenas desprendiese una imagen de miseria indigna de una ciudad llamada a ser tan resplandeciente y espectacular como Roma.
Tuvimos ocasión de hablar con una muchacha ateniense que conocimos al día siguiente, antes de irnos, y a la que pregunté sobre como veía ella su ciudad. Enseguida entendió a que me refería, y me dijo que Atenas era una ciudad sumamente sucia. “¿Sabes? No tenemos muy buenos políticos en Grecia ni en Atenas, pero aún así la gente extrañamente les sigue votando, o al menos siguen ganando las elecciones, y así nos va, con la ciudad hecha una mierda”. De todos modos, también nos avisó de que habíamos ido a hospedarnos en el peor barrio posible –matizó claramente lo de “el peor”- y encima el camino que habíamos tomado antes para llegar era el menos recomendable, además de recordarnos que la ciudad, en cuanto a seguridad, no tenía problemas. No obstante, se la veía triste y resignada cuando nos contaba cosas de allí. “Grecia es un país muy atrasado con respecto al resto de Europa. Espero que algún día las cosas cambien”.

4 comentarios:

  1. Son tochacos pero yo los leo que quieres soy un romántico.

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  2. Yo sólo digo que con el tiempo he pasado a tener un bonito recuerdo de Atenas, que ninguno de vosotros, cerdos, me vais a quitar. Ese barrio caótico, la ventana abierta de la habitación del hotel escuchando miles de peleas, el español sieso de la recepción, la repentina lluvia, el Partenón, los pitas. Son muchas cosas tio, no puedo odiar Atenas.
    Este está mejor escrito que el anterior compadre.

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  3. Jajajaja no recordaba lo de las peleas! La verdad es que tanto caos a la larga tiene su encanto... Pero no ya te digo, no es el caos romántico de Nápoles.
    Yo me quedo con nuestro barrio, las prostitutas pellejas, las peleas que se escuchaban desde nuestra ventana, y las ruinas.

    En fin, nos veremos en nuestra siguiente entrega!!

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