jueves, 15 de abril de 2010

Yo estuve allí (cap. 1)

Hay dos formas de viajar: una para conocer el planeta, y otra para conocer a los humanos. Si la primera, con un paseo por los Alpes, o una pequeña escalada por Meteora, siempre me ayuda a reconciliarme con la vida, la segunda suele acabar enfrentándome a mi propia especie. Desde que aprendí a viajar, cuantas veces me he echado la mochila al hombro he ido cubriendo un agridulce y amplísimo álbum de vergüenzas y orgullos que tienen muy difícil equilibrar la balanza. Porque el camino no se limita a París o Granada, ni acaba en Under den Linden berlinés ni en la Marienplatz de Munich. Ojalá. Pero siempre continúa hasta algún muro de Berlín, hasta algún Dachau. Incluso algunas de nuestras más hermosas obras no fueron sino hijas del narcisismo y ego de los que las mandaron a construir. Aunque afortunadamente el camino sigue, y eso siempre me da esperanza. Gracias a Dios una noche cientos de vecinos se echaron a la calle y se liaron a mazazos contra el muro. Al menos reconstruimos Dresde, volvimos a levantar el puente de Mostar y sigue abierto el campo de concentración de Nis. Por fortuna aún podemos ir a Venecia, ver el Partenón y contemplar la fusión del Danubio y el Sava desde el viejo fuerte de Belgrado. Pero eso sólo es la mitad de la historia; lo que nuestras madres se callaban para que estuviésemos tranquilos el momento de ir a la cama. Ahora ya somos mayores, y yo he entendido que viajar también es ir a ver lascas de tiros y obuses, verdes lomas balcánicas convertidas en blancos cementerios donde descansan miles de víctimas del genocidio y una biblioteca incendiada en Sarajevo. Viajar también es colarse en misas ortodoxas y mezquitas y hablar con serbios y musulmanes. A veces viajar ni siquiera es aprender, sólo no olvidar. Y perseguir y encontrarse con los fantasmas que nuestra estúpida especie ha ido dejando atrás.
Estas son palabras que escribí una vez para un viejo y admirado amigo, y que ya transcribí aquí Pero he pensado bastante a partir de ellas desde entonces. Y quizá vaya siendo ya hora de escribir.

Odio las guerras. Pero me fascinan. Y no son palabras que uno pueda pronunciar orgulloso. Pero es así. La Historia a veces me atrapa y me absorbe como un pulpo entre sus tentáculos. Un extraño pulpo del que, cuanto más conozco, más fuerte quiero que me succione para poder conocerlo mejor. Para poder entenderlo. Y cuando eso se consigue, uno jamás puede librarse de esa carga. La lleva siempre a la espalda, en la mochila, en la memoria. Y a veces pesa. Y entonces, cuando pesa, es cuando no puedes deshacerte de ella. Porque si te duele, es que la has comprendido. No olvidemos que puede ser un pulpo fascinante, en ocasiones precioso… Así es la Historia. Pero en otras es un ser abominable, asqueroso y repulsivo. Un pulpo repugnante, un ser sumamente dantesco. Como todas las guerras.
No sé desde cuando reside en mí ese gusto bélico, pero el caso es que los escritores con los que crecí y me hice adulto, y a los que más admiré, fueron o son en gran número corresponsales de guerra. Y todos los escritores a los que admiré fueron, desde luego, transhumantes. Supongo que de ahí nacieron mis dos grandes pasiones: la literatura y los viajes, forjadas al mismo tiempo en mi memoria. Y de ahí vendrá también mi pasión por la Historia: por mi insaciable curiosidad por conocernos a nosotros mismos, a los humanos. A los creadores de las pirámides, la escritura, el Quijote, Rayuela, los barcos, la energía nuclear, las vacunas… Y créanme, no hay nada más cruel, más estúpido y más humano que la guerra.
Las guerras no son nobles, no podrán serlo nunca. Ni siquiera los héroes que de ellas surgen las justifican. Pueden nacer de su fuego y sus cenizas historias y cuentos increíbles, personas fabulosas. Verdaderas hazañas. No importa. Maldita la hora en que nacieron los héroes, si lo hicieron en tiempo de guerra. Ojalá no hubieran tenido que hacerlo. Y si alguno que así nació no piensa de este modo, no es un héroe. Es un bellaco.
Ningún motivo es justo para una guerra. “Si una guerra parece moral, no la creáis”. Porque una guerra no son dos ejércitos de soldados enfrentándose limpia y ordenadamente sobre unas normar concretas. Nunca. La guerra son civiles muriendo por causas que le importan un bledo. O militares muriendo por ideas que consideran justas. Son personas muriendo. Son hijos que se pierden en el camino, o padres que no volverán a cuidar a nadie. La guerra son niños llorando, cuando aún les queda vida por la que llorar. Son ciudades devastadas que desaparecerán de los mapas futuros, campos quemados. Son calles masacradas a tiros, bellísimos edificios derruidos, y otros restos que permanecerán visibles, como una herida abierta, muchísimos años después. Al final, la guerra siempre son personas matándose entre sí por pensar de forma opuesta a la del otro. Y todos los muertos que dejan a su paso porque dos personas no piensan igual.
Mil veces en nuestra vida hemos escuchado que en la guerra no hay vencedores ni vencidos. Tremendo embuste. Claro que hay vencidos, por su puesto que sí. Y claro que son la grandísima mayoría. Y es cierto que hay vencedores vencidos. Pero hay vencedores. Y hasta vencidos vencedores. Los que agitaron el árbol de la ignorancia y el odio entre las masas para generar una guerra en la que no lucharon y no se hicieron un rasguño, vencieron. Sin importar que la bandera bajo la exhortaban a sus borregos fuese la que triunfara y se clavara en el terreno del enemigo o no. Vencieron. Los que sacaron tajada económica de la guerra, vencieron. Los criminales que nunca fueron o serán juzgados, vencieron. Los que asesinaron o hicieron asesinar y quedaron impunes, vencieron. Y si encima siguen vivos, vencieron con alevosía.
¿Culpables? ¿Hasta que punto son culpables los ignorantes? ¿Hasta qué punto es culpable el que se dejó engañar? O al revés, ¿hasta qué punto es inocente? Es culpable, evidentemente, el que las permite. Es culpable el cobarde. El que no dice nada. El que no las alienta, pero tampoco las acalla. ¿Cierto? Entonces, concédanme un silogismo: nosotros somos culpables. Tanto como el resto. Estemos inmersos en el conflicto, o cómodamente observándolas, ecuánimes, desde la seguridad de nuestras casas del primer mundo. Olvidando las tantas guerras que cayeron como tropiezo en nuestro seguro y ecuánime primer mundo.
Sí. A veces hay agredidos. En ocasiones, es necesario defenderse. Pero eso no hace una guerra justa, ni justifica las barbaries del agredido. A veces podemos tomar partido por la legítima defensa, quizá un objetivo nos parezca loable. Pero la guerra nunca es un objetivo. Preguntémosle a las víctimas cuan loable es una guerra.

Ojalá desapareciesen. Ojalá perdiese esa fuente de fascinación. Ojalá no hubiera más víctimas. Créanme que lo digo con el corazón. Pero mientras no sea así, me seguirán intrigando. ¿Por qué? ¿Por qué esas víctimas? ¿Por qué esa locura? ¿Qué cara tenían? ¿Qué dramas guardaban? ¿Cómo empezó todo? ¿Cómo terminó? ¿Cómo están las cosas ahora? ¿Qué fue de los soldados? ¿Qué de los asesinos? Pero sobre todo… qué fue de ellos… Las víctimas. Los vencidos todos. Me importan un carajo los modelos de aviones, tanques, armamento o estrategias que siguieron. Para mi la guerra no es objeto de culto. No es un hobby. Es sólo Historia. Son personas. Y la Historia hay que conocerla entera.
Por eso en uno de mis viajes no pude aguantar más y necesité saber más. Los kilos y kilos de papel e información que había asimilado me ardían en el interior y me quemaban el alma, y necesitaba verlo con mis propios ojos. Necesitaba saber qué había sido la guerra de la que más había aprendido y más me había horrorizado. Una guerra que comenzó cuando yo era un niño, y terminó cuando ya era un niño un poco más grande. Un conflicto que siguió dando coletazos cuando era totalmente consciente de la realidad que me rodeaba –todo lo consciente de la realidad que puede ser alguien en este manipulado mundo, especialmente un adolescente- y me iba pesando dentro. Necesitaba ir al suelo de lo que una vez se llamó Yugoslavia y formó parte de nuestra Historia durante sesenta años, como antes necesité conocer la Alemania comunista. Necesitaba conocer los Balcanes. Necesitaba, al menos, saber que era de lo que una vez había sido la guerra.
No me engaño a mi mismo, ni trato de engañar a nadie. No soy un soldadito valiente. Ruego a Dios no verme nunca involucrado personalmente en una de esas, y no creo que tuviera agallas suficientes para satisfacer una posible vocación de corresponsal de guerra. Pero algo de mí desearía hacerlo. Ir allí y contar, explicar lo que está pasando, haciendo entender a los que me escuchen. Aunque hay algo más. Ese algo que me hizo viajar esta vez a Bosnia, y ya me hizo viajar antes a conocer sitios que preocupaban menos a mi madre. Esa parte de mí que ansió ver y tocar el muro de Berlín, la puerta de Brandenburgo, perderme en Venecia, conocer París. El deseo de conocer “de verdad”. De ver con mis propios ojos, palpar su gusto, sentir su tacto, apreciar su olor. Ese impulso que, la próxima vez que vea el vídeo de la destrucción del puente de Mostar, el asedio de Sarajevo, los bombardeos de Belgrado, o lea la historia de la zona protegida de Gorazde o las matanzas sobre el puente de Visegraad me hará decir: “Yo estuve allí”. Quizá tarde. Sin riesgo. Como un macabro turista japonés de fotografía y vámonos. Lo que ustedes quieran. Pero como en otros sitios, como el lago donde los Alpes deshielan, como en el lugar donde Sócrates se bebió la cicuta y nació nuestra civilización, yo estuve allí.


6 comentarios:

  1. ¡¡Iba a publicar yo!! Tus castas. Y encima de que no me dejas escribir, no me das nada para leer...

    ResponderEliminar
  2. Me he lanzado a publicar esto. Ustedes me van a perdonar los ladrillos (que si todo sale bien será una serie que abarque mi experiencia en el viaje entero), pero como comprenderán no pude hacerlo más corto.

    De todos modos, creo que este es el más largo de los que llevo escrito, que panda el cúnico.

    ResponderEliminar
  3. Pensaba que Toni era el mejor de los 4.


    Enhorabuena por el texto, C6

    ResponderEliminar
  4. Eres un pulpillo nomada. (Entiendase por pulpillo el guarro que le mete mano a la novia por todos lados) (Entiendase por nomada al que en sus viajes se dedica a comer pipas mirando a las gentes que le rodean)

    ResponderEliminar
  5. Diooos, anónimo, colosal. No has tenido ni puta gracia. Jugón!.

    Yo qué te iba a decir Pedro?. Sabes que ese texto lo has escrito tú, pero lo podría haber hecho yo, benditos días que no se me olvidarán jamás. Qué bonito viaje, qué grandes momentos, me resigno a pensar que no volveremos a repetir.

    Eso sí: "Me importan un carajo los modelos de aviones, tanques, armamento o estrategias que siguieron".
    Me cago en tu puta vida cabrón, qué no te importa el armamento?. Pues casi nos mandan a una cárcel turca por el obús. Así que...

    ResponderEliminar
  6. Vale, perdón al anónimo, malinterpreté a saco lo que quiso decir :p

    ResponderEliminar